jueves, 23 de abril de 2015

Redes sociales o el triunfo del pantallero

Tenía yo unos nueve años cuando en una tarde de juegos, emocionado y buscando agradarle a una niña del barrio, en uno de los lances del juego de La Lleva me arrojé al piso como lo haría un beisbolista profesional. Al principio pensé que había logrado mi objetivo, pero pronto supe que no, pues allí, a sus pies, la chica me espetó una mirada de desprecio al tiempo que me reclamaba "tú sí eres pantallero". 

Para no confundirnos con otras acepciones, el pantallero al que me refiero es aquella persona que tiene una marcada tendencia al protagonismo excesivo. Los hay de todo tipo: están los que se ufanan de sus lecturas y sus viajes, los que hablan de lo mucho que trabajan y se sacrifican, los que relatan siempre sus desventuras y su mala suerte, los que hacen público todo lo que compran, los que tienen grandes muestras de caridad y disposición al servicio, los de moralidad superior e íntima relación con Dios, los que siempre pregonan sus visitas a lugares exclusivos, los sufridos y abnegados, los recientes y amorosos padres, los indignados y sobreactuados activistas políticos, los políglotas, los ambientalistas y defensores de animales, los vegetarianos, los ateos... en fin, la lista es extensa. Para redondear basta incluir, por supuesto, al que publica los enlaces de sus artículos semanales. 

Hasta hace unos años esa vocación de mostrarse y pavonearse —que es el fin supremo de todo pantallero— tenía serias limitaciones. Por ejemplo, aquel que se las daba de melómano o de lector, tenía que esperar a una tertulia para hablar de lo suyo. Aquel que viajaba, tenía que esperar por el lento proceso que convierte una cinta de acetato en fotografías, y luego aguardar por alguna visita para descrestarla con las imágenes. Los sufridos, los abnegados, los desafortunados o los enfermos, necesitaban de alguien que les sirviera de pañito de lágrimas para soltar sus pequeñas tragedias cotidianas. Los que eran recientes propietarios de casas o carros debían esperar a que llegara algún curioso para poder llevarlo de tour por las habitaciones del nuevo inmueble o para mostrarle los detalles técnicos y el confort del nuevo vehículo. Hay que decirlo: eran épocas difíciles para el pantallero. 

Pero con la masificación de internet, la facilidad para comprar dispositivos móviles y la gran cantidad de aplicaciones, se abrió todo un universo de posibilidades a favor del pantallero. Ahora ya no hay que esperar a una tertulia; el pantallero solo tiene que tomarle una foto a la tapa de un libro y publicarla, aún cuando no lo haya leído. Los devotos religiosos ya no tiene que ir a la congregación para decir sus oraciones en voz alta; ahora solo tienen que escribir en su perfil de Facebook, a la vista de todos, sus más íntimas y unilaterales conversaciones con Dios. Publican además las fotos de sus vacaciones, las fotos del carro nuevo, de la casa en la que viven, de la oficina donde trabajan, de la ropa con que visten, de sus hijos pequeños, de sus tiquetes aéreos, de la finca en que descansan, del gimnasio en que se ejercitan, fotos donde amamantan a sus bebés, fotos en vestido de baño, fotos en lugares donde no se permiten fotografías, en fin, todo lo vuelven un asunto público, hasta lo íntimo; pero ay de que Facebook o Twitter cambien alguna política de privacidad porque ponemos el grito en el cielo en un contrasentido inexplicable. 

Es que también está en la naturaleza del pantallero hacer de lo absurdo y lo trivial todo un escándalo. En ese afán de pantalla, de publicar todo, se va prostituyendo nuestra intimidad y la de los nuestros a cambio de likes o retweets. De estos asuntos, la cosa más triste que he podido ver es cuando a alguien le llevan un plato de comida y antes de probar el primer bocado ya le ha tomado varias fotos y las ha publicado en todas las redes sociales. Y me parece triste porque, hasta en ese tipo de placeres tan básicos, sencillos y elementales, esa eterna actitud de pantallero deja ver que es más importante hacerle saber a los demás, antes que cualquier cosa, lo bien que lo estamos pasando; y vaya uno a saber si eso es cierto. 

Esa tarde remota en la que me pasé de pantallero con aquella niña del barrio, al ver su expresión desde el piso, comprendí de inmediato que había hecho un ridículo enorme, pero, por fortuna, fue un ridículo solo para sus ojos. Hoy, en cambio, los ridículos digitales por cuenta de las publicaciones pantalleras, no corren esa misma suerte: son miles los ojos escrutadores. En el mejor de los casos pasarán como simple fanfarronería; pero en el peor, pueden incluso poner en riesgo la seguridad personal y familiar. Pareciera que nuestras alegrías necesitaran de la aprobación ajena y nuestras penas no pudieran llevarse con privacidad digna. Parece que nos cuesta recordar que no somos estrellas de rock y que un poco de control no cae mal. Podría pensarse que escribo esto como consejo; pero no, estimados pantalleros, en realidad es un ejercicio mucho más simple: es la forma que tengo de echarles en cara lo que me molesta de sus publicaciones. Con esto me evito la fatiga de tener que corregirlos a correazos.

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