jueves, 23 de abril de 2015

El juego del bate tapita

La mayor preocupación de las madres era que a sus hijos les fueran a sacar un ojo. Los muchachos, por su parte, solo se preocupaban por completar la cuota de tapas para poder entrar al juego; que es una versión simplificada del béisbol; un juego caribe producto de la recursividad y que además es de una sencillez bellísima que encaja perfecta en el desparpajo popular. Es el juego del bate tapita.
Para los muchachos el béisbol era el deporte preferido; pero tiene la enorme desventaja de que exige unos estrictos requisitos para poder iniciar un partido. Primero se necesita un espacio amplio, regular y despejado que sirva como terreno de juego. Cosa que es difícil de encontrar en los barrios populares. Lo segundo es que son nueve jugadores por equipo y aunque en nuestros barrios lo que abunda son muchachos desocupados, lo complicado, por una parte, era organizarlos en escuadras y posiciones; y, por el otro lado, la necesidad de conseguir bates, guantes y pelotas en buen estado, no se llevaba bien con nuestras carencias de infancia. Para el bate tapita, en cambio, solo se necesitaba un palo de escoba, tres jugadores por bando, una calle poco transitada y suficientes tapitas; y todo eso se conseguía fácil y gratis.
Se les llama tapitas, checas o tapillas a las tapas metálicas que sellan las cervezas de botella o las gaseosas de tamaño personal, y que se ven regadas en las tiendas de barrio o en los kioskos de música. Para entrar al juego cada muchacho debía conseguir por lo menos treinta tapas que recogían de donde podían y que guardaban en una bolsa plástica o en una gorra de pelotero. No había necesidad de contarlas porque tan curtidos estábamos en el juego que al primer golpe de vista se sabía si la cantidad llegaba al mínimo exigido.
El juego es de una concepción sencilla; pero no por eso cualquiera puede jugarlo con destreza. Es un asunto de talento y reflejos. Para jugarlo se arma un cuadrado aprovechando las líneas de guía que los constructores trazan en las calles, o se traza a mano con piedra de grava. En cada vértice se dibuja un pequeño cuadrado interior que hace las veces de base, excepto en el vértice que corresponde al home plate donde se dibuja un pequeño triángulo al que se le conoce con el nombre de «bo», que es la versión caribeña de la palabra inglesa box. El resto del terreno es la propia geografía urbana de nuestros barrios, con reglas claras y preestablecidas para los elementos insalvables, tales que, si la tapita iba a dar a un balcón, por ejemplo, o si se colaba por alguna ventana indiscreta, solo había que acudir a la norma para zanjar el asunto.
En las versiones modernas del bate tapita he visto que el número de jugadores por equipo puede llegar a siete, o que juegan a tres outs, o que dividen el juego en entradas. He visto incluso la aberración de reemplazar la tapita tradicional por la impresentable tapa plástica de un botellón de agua de cinco litros. Nada de eso corresponde con la concepción original en donde eran tres jugadores por bando, se jugaba a un solo out y ganaba el equipo que anotara la primera carrera aún cuando el rival no hubiera tenido la oportunidad de batear.
Se hacía de esa manera para agilizar el juego porque siempre había varios equipos afuera esperando para enfrentarse con el ganador de cada asalto. Cada equipo estaba conformado por un pitcher que se situaba sobre la diagonal que une la segunda base con el bo y dos jugadores de campo que se ubicaban uno a la derecha y otro a la izquierda a una distancia donde la probabilidad de atrapar un batazo de aire fuera mayor. No existía el concepto de base por bolas así que la única manera de alcanzar una base tenía que ser por el propio mérito del bateador.
El lanzamiento de la tapita se hace acomodándola en la cuenca que forman los dedos índice y pulgar asegurando que la parte plana de la tapa quede hacia arriba. El pitcher debe lograr que la tapita vuele con un movimiento de frisby y con una ligera inclinación hacia abajo, buscando que el bateador falle en el swing en tres oportunidades o tratando de que la tapita quede dentro del bo, con lo cual se decreta el out de forma automática.
Si había un batazo, entonces la reacción dependía de la naturaleza de este. Cuando la tapita no llevaba la fuerza suficiente para ir más allá del cuadro de las bases, era un out automático al que se le conocía como «aborto». Si la tapita salía por los aires, para hacer el out bastaba con atraparla antes de que cayera al piso. Si, por el contrario, la tapita iba rastrera, el jugador de campo al momento de atraparla debía gritar «¡fuera!»; si el grito se daba antes de que el corredor alcanzara la base, se decretaba out. Si el batazo era inalcanzable para el jugador de campo, entonces el corredor dependía de su velocidad para alcanzar el mayor número de bases o anotar la carrera de la victoria antes del grito de fuera. Si en el batazo la tapita alcanzaba los techos altos de las casas, entonces era jonrón y, por ende, triunfo automático.
Se jugaba desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la tarde cuando ya no había suficiente luz. Se almorzaba por turnos mientras se esperaba el desenlace de algún partido. Jugábamos por el mero placer de divertirnos sin más recompensa que sentarnos al final de la tarde en alguna esquina a rememorar las mejores jugadas de la jornada mientras nos refrescábamos con bolis de corozo, kola o tamarindo.
De muchacho fui un asiduo jugador y, con poca modestia, debo decir que de los buenos, más por la constancia que por el talento natural. Pero una vez, después de tres días de juegos consecutivos, al final de la tarde, fatigado y sintiendo el sol ardiendo en mis orejas llegué a mi casa con mucho malestar. Me descubrí en la pierna dos pequeñas erupciones y lo que en principio yo había interpretado como un exceso de sol, los médicos de la clínica Madre Bernarda diagnosticaron como la fiebre de una varicela que ya llevaba tres días.
Si en aquella ocasión el bate tapita me hizo olvidar por tres días los síntomas de la enfermedad, hoy ese recuerdo me produce el efecto contrario: un dolor rancio de nostalgia, de huesos viejos, de tiempos idos. Aspiro a volver algún día a esas tardes desiertas para apretar en la delgadez de un palo de escoba la simplicidad del bate tapita; para vivir de nuevo todo lo que el progreso y las ocupaciones nos han ido quitando.

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