sábado, 23 de febrero de 2013

Un ovni en el litoral


Era ese el único día del año en que los niños son los dueños de la madrugada. Gruesas y paquidérmicas lágrimas de parafina verdes y rojas y azules descienden del ojo amarillo de las velas trasnochadas y gastadas de tanto arder y divertir. No sé si lengua ardiente diminuta o cíclope de brillo simplificado. No sé si copa que se contiene a sí misma: transmutando su tamaño, cada vez más disminuido, en su propio contenido que juguetea en el borde y que al final se derrama en gruesas y paquidérmicas lágrimas de parafina. Y así de nuevo, y así en un espeso ciclo de llanto cada vez más tenue, y así hasta agotar la materia prima que es su propia existencia, quedando resumidas, a la postre, en un coral de colores blandos y asimétricos. Un siete de diciembre de madrugada y de niños y de hileras de velas encendidas.

Unos, más osados, atraparon el brillo entre faroles, como encarcelando al sol para poderlo tocar, con la misma ilusión del que guarda el mar dentro de un caracol. Otros, por no tener la costumbre de jornadas de tan fresca brisa, para calentarse tomaron el chocolate que preparó María; un chocolate que no era chocolate sino maíz, pero que sabe igual: un triunfo de la alquimia culinaria del caribe. Otros, recogieron voraces los restos apagados de lo que horas antes habían sido mini novas verticales, con la intención de recrear, más tarde y fuera de la vista de los mayores, una miniatura de volcán echando dichos restos dentro de una tapa de gaseosa que, sostenida por los pilares marchitos de dos bengalas infantiles, se avivaba desde abajo con una llama sobreviviente; a ese ingenioso conjunto le llamaban el caldero del diablo; al final, un acertado escupitajo en el centro de la tapa de gaseosa desataba la revancha volcánica y desde el fondo de la tapa ascendía, de vuelta, una larga lengua de fuego que quemaba pestañas, espantaba sueños y anticipaba la aurora. Y algunos otros, acostando el cansancio bocarriba, nos quedamos mirando el firmamento.

Álvaro fue el primero que lo vio. Ya acostumbrados a su imaginación surrealista, no le creímos. Una estrella le sacó ventaja a las demás. Ya no era un punto insignificante dentro de un conglomerado majestuoso. El cometa Halley ya había pasado el año anterior mientras yo compraba un litro de leche que me había encargado mi madre, y me resulta curioso ahora que nuestra galaxia se llame precisamente la vía láctea. No era el Halley. Decúbito dorsal silente y ojos cada vez más abiertos por una estrella que se aproximaba justo a la calle nuestra, la última del barrio, justo sobre nosotros.

El progreso era lento, pero sin duda se estaba acercando. Porque a nuestros pueblos todo llegaba lento, incluso los fenómenos estelares. Emprendió una tosca trayectoria de primer boceto a mano alzada; de ahí sospechamos que no era una estrella. El grito de avión en la boca de Ana Milena fue silenciado por el susurro anónimo de que por aquí nunca antes había cruzado uno. El veredicto entonces lo dio su descubridor: un ovni. Aunque el resto de nosotros desconocía el significado de la palabra, nos pareció que ciertamente no se parecía a ninguna otra cosa que se haya visto antes; debía, entonces, ser un ovni.

Una vez que descendió hasta la altura de nuestro entendimiento, pudimos ver un cubo perfecto, de caras iluminadas de colores y que giraba sobre su propio eje, con parsimonia, como dando el tiempo para registrarlo bien en la memoria de un litoral típicamente amnésico. Así se sostuvo un momento, balanceándose en el aire, como canoa de pesca en el mar adentro, como cadera en la cumbia; pero un minuto después, en una marejada inesperada de brisa, se perdieron los controles, se ofuscaron las aristas, se desdibujaron los bordes; y entonces la decisión, imagino, fue la de descender del todo: en maniobra agresiva el cubo viró a estribor y cruzando en parábola descendente por el techo de las casas se nos perdió de vista aterrizando en el solar baldío detrás de las paredes de los patios.

Al llegar corriendo a la vuelta del solar, alcanzamos a ver, entre la candela, lo que quedaba de la nave: unas delgadas varillas de caña brava atadas con hilo rojo formando el esqueleto de un poliedro maltrecho y abrazándose a ellas unos jirones de papel silueta que buscaban evitar ser alcanzados por la llamas de un mechero malherido; los tripulantes ya habían huido. A nuestro ovni, los adultos le dieron el sorprendente nombre de cajón aerostático, y trataron de convencernos de que había sido fabricado por algún niño de algún barrio cercano. Hábil artesano o cubo galáctico. En esa discusión se fue lo que quedaba de la madrugada.

Cuando el sol se levantaba en luz, supe que ya no podría olvidar aquella madrugada de diciembre, porque cubo galáctico y cajón aerostático, en el recuerdo de una infancia feliz, vienen siendo la misma cosa.


domingo, 17 de febrero de 2013

Cada tercer sábado

Cuando descendí presuroso del último escalón ya mi madre me esperaba impaciente con un par de tijeras en la mano.

No estoy seguro si aún no eran populares los corta-uñas o si en realidad eran las tijeras su instrumento de tortura favorito, o acaso, era la única herramienta eficaz para combatir mis uñas férreas heredadas de mi padre y que este a su vez había heredado también de su padre. Lo cierto es que era el tercer sábado del mes y, según las normas de la casa, era el día de cortarse las uñas de los pies. No me daban esa tarea directamente a mí porque aún era muy pequeño y más que eso, porque ningún niño preferirá cortarse las uñas un sábado en la mañana en lugar de ir a correr descalzo y feliz por las calles destapadas.

Pinchazos de amor en las cutículas, cortes de ternura en el borde de los dedos, amoroso alicate horadando en una uña encarnada, dulces gritos de tatequietos, preciosos ojos fuera de órbita e inyectados de sangre, delicada respiración espesa y entrecortada de impaciencia. Ella le llamaba la amorosa agonía de ser madre; yo en cambio le llamo la implacable tortura de ser hijo. Tal vez el lector lo sospeche, mi madre no era la más diestra en el arte de la pedicura.

Me ubicó a la altura perfecta sobre una mecedora de dónde me sobresalían los pies en la justa medida; trabó los balancines con trapos para evitar que me meciera; justo debajo de mis pies ubicó un banquillo enano de madera rústica y puso sobre él una taza de agua caliente y el resto de la artillería pesada; con su mano suave me empujó por el pecho hasta quedar totalmente recostado al espaldar; sonreía mientras se encajaba los ojales de las pequeñas tijeras entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha; cuando con los mismos dedos, pero de su mano izquierda, me aprisionó el meñique indefenso y sentí la punta de la tijera acercándose a la uña, se desató una descarga eléctrica desde el centro de terror de mi cerebro hasta la extremidad cautiva, echando chispas y disparando por los aires pinzas, alicates, limas, cremas, cepillos, piedras pómez y, claro, la taza.

La taza de agua caliente se elevó por los aires, ingrávida, sin un ápice de inclinación, como gobernada por los invisibles hilos de un talentoso e invisible duende titiritero y llegó hasta la altura de mis ojos. Luego algo sucedió con el duende, se le extraviaron los hilos y se activaron en cambio los hilos, invisibles también, que todo lo halan hacia el núcleo de la tierra y en la siniestra dinámica de los fluidos el perfecto centro de gravedad perdió el equilibrio, situándose en la única posición posible para que todo el contenido de la taza se derramara sobre la cabeza de mi madre. Si no se controlan, las leyes físicas pueden llegar a ser fatales.

Enfurecida en silencio, ella; aterrado en silencio, yo; no articuló palabra alguna; bastó con que señalara la puerta de la casa; salí corriendo despavorido; atravesé el solar de cada tercer sábado.

Allí encontré a mi padre bajo un sol inclemente, en un terreno que no era apto ni para que pasara un tractor, una tierra dura y árida, un salitre de canales profundos, sin sombra cercana, sin vendedores, sin agua, intentando jugar a la pelota con un grupo de jugadores que no alcanzaban a completar los mínimos necesarios; algo inconcebible para un hombre amante del buen béisbol.

Luego comprendí que él aceptaba participar de esa abominación cada tercer sábado, si acaso no era él mismo quién la organizaba, para poder librarse de que mi madre le cortara también las uñas de los pies. Su abdicación era, por ende, mi tortura. Pero con lo que mi padre no contaba ese día, es que aquella taza de agua caliente sobre la cabeza de mi madre no quedaría impune; la verdugo respiraba amoníaco, transpiraba veneno, ya tenía sus armas afiladas, nos esperaba impaciente y el ejecutado, por esa vez, no sería yo...

lunes, 11 de febrero de 2013

Eruditos de cartón


Hay dos cosas que me molestan en los hombres. Fueron más o menos las palabras que me dijo la bella y aguda observadora.

La primera, más o menos en sus palabras, es que los hombres viven los viajes por tierra en términos de kilómetros por hora, de cantidad de combustible, de peajes, de policías en la vía, del estado de la carretera y, sobre todo, de cuánto se demoran en ir de un sitio a otro; la velocidad. Nunca detallan, agrego yo, en aspectos como el paisaje, los pueblos, transeúntes o habitantes; estos son simplemente otros elementos ineludibles en la ruta.

La segunda, más o menos en sus palabras, es que en cuanto a la música, a los hombres les parece muy importante conocer los datos biográficos del intérprete, el álbum, el compositor, el año de grabación e incluso las historias secretas detrás de cada canción. 

Estoy de acuerdo, sobre todo con la segunda afirmación. Yo he caído varias veces en ambas conductas y creo que no he sido el único. Ahora caigo en la cuenta: no veo cómo puede mejorar (o empeorar) la obra de García Márquez el hecho de conocer el origen de la palabra Macondo; no veo cómo puede mejorar (o empeorar) la obra de Bela Bartok el hecho de que sea el compositor favorito del Nobel Colombiano; no veo cómo puede embellecer (o estropear) Las Cuatro Estaciones de Vivaldi el hecho de saber a qué estación corresponde cada movimiento; no veo cómo puede mejorar (o empeorar) los arreglos de trompetas de Richie Ray el hecho de saber su nombre de pila completo; no veo cómo La Cuna Blanca de Raphy Leavitt puede ser una mejor (o peor) canción por el hecho de que sea inspirada en Luisito Maisonet, trompetista fallecido en un accidente que tuvo con Raphy. no veo cómo.

Muchos de los que decimos ser conocedores, al escuchar una canción de nuestro interés podemos citar la información del álbum, cantante, arreglista y hasta la nómina completa de la Orquesta que la interpreta. Es decir nos conviertimos en conocedores de las arandelas, de los detalles adjuntos, pero no de la obra misma; eruditos de la envoltura. Saber la cifra exacta de las copias que vendió el álbum Thriller de Michael Jackson, no lo hace a él mejor artista (o peor) ni a usted un mejor conocedor de la música. El contexto histórico, sentimental, económico o social si bien son los elementos inspiradores de la obra (la musa, si se quiere), hay que convenir que no hacen parte del lienzo o de la partitura; es decir, son elementos externos a la obra, y aunque en plena medida son inseparables de ella no implica que esto necesariamente le agregue o le quite valor estético, porque una obra de arte -cualquiera que sea y por encima del mensaje- es ante todo una expresión estética.

Por ello considero inadmisible que el valor estético de una pieza musical o de una pintura dependa de los elementos que menciono, o de cualquier otro elemento. Una obra de arte debe defenderse por sí misma, mostrarse con la sinceridad desnuda de lo que no necesita explicación ni motivos, hablar por sus propios medios, sin interlocutores. No puede ser que un observador o un escucha no halle todo lo que necesita sólo con ver la pintura o con sólo escuchar la música. 

Descuidando así lo importante, nos hemos vuelto eruditos de lo externo, de la envoltura, del empaque. En fin, eruditos de cartón.