lunes, 5 de enero de 2015

Fútbol: escenario de riesgo

Le decían Cabas, pero nunca supimos su nombre verdadero. El remoquete surgió automático de la similitud de su pelo alborotado con el del cantante Andrés Cabas. Es que en la gente del Caribe, rebautizar a otro con un apodo, es un arte que florece al primer golpe de vista. Él era un muchacho de unos veinte años, fuerte, de huesos largos, de vestimenta descuidada y zapatos rotos, de maneras toscas e hirsutos cabellos caóticos del color del óxido. No tenía más ropa que la que llevaba puesta, ni más aspiraciones que seguir a su equipo, de ciudad en ciudad, sin tener con qué comer ni un catre donde dormir.
Esa vocación de abnegado hincha viajero era la fina línea que lo separaba de su cruel realidad de pobre para situarlo en un lugar destacado dentro de las barras bravas del Junior de Barranquilla. Y es que en ese raro conjunto de códigos, esa capacidad de abstraerse de la adversidad económica o personal para apoyar a un equipo de fútbol en cualquier circunstancia, es una virtud muy valorada en ese círculo de fanatismo. Le llaman aguante y es también un intrincado sistema moral en donde la disposición a defender los colores del equipo, a golpes o a cuchillo si es necesario, es sinónimo de prestigio y estatus dentro del grupo.
A Cabas lo conocimos en la tribuna norte del estadio Alfonso López una noche del 2004 en que se enfrentaban, por el torneo de primera división, el Atlético Bucaramanga y el Junior de Barranquilla. Para evitar enfrentamientos la tribuna norte suele ser el espacio que se reserva en los estadios para los hinchas del equipo visitante; y allí estábamos esa vez haciendo fuerza por el Junior sin saber muy bien cómo llegamos. Nos recomendaron ir sin cinturones porque los quitan a la entrada, y con camisetas de colores neutros para minimizar el riesgo de algún altercado a la salida. Esa era la segunda vez que iba a ver un partido de fútbol.
La primera había sido en el año 99, en ese mismo estadio y con los mismos equipos; sin embargo, aquella vez nos situamos en la tribuna occidental —sombra— donde los controles a la entrada eran mínimos y el ambiente festivo; incluso, algunos iban con la camiseta del Junior sin más riesgos que las típicas burlas entre aficionados. Esa tarde ganó el Atlético Bucaramanga dos goles a uno y, aún así, a la salida, a pesar de la victoria, los barras bravas de la tribuna sur, enardecidos porque salíamos contentos, nos arrojaron toda clase de objetos desde los altos del estadio.
En el partido del 2004 la situación fue muy diferente: los controles policiales en la entrada eran escalonados y exhaustivos, y el ambiente fue tenso desde el primer momento. Éramos unos extraños en medio de esa cofradía de hinchas. Luego del pitazo inicial me sorprendió ver que los miembros de las barras bravas apenas si atendían el partido; casi todos estaban absortos en una especie de trance, saltando todo el tiempo, descamisados algunos, agitando el brazo en lo alto, ondeando banderas rudimentarias y entonando sin descanso unos cánticos básicos de torpe rima con impostado acento argentino, aún cuando la mayoría de ellos era de origen caribe. Esta situación fue invariable hasta que sonó el silbatazo que marcó el final de la primera parte.
El segundo tiempo fue un calco del primero, con la única novedad de que hacia el final del partido Hayder Palacios, mediocampista de Junior, anotó un gol de tiro libre. Esto provocó un estallido de euforia, un instante de caos, un momento de locura colectiva. La gente bajaba corriendo desde las gradas altas atropellando todo a su paso. Y entonces entonaron con más fuerza los mismos cánticos de toda la noche y lo que al principio para nosotros fue una chispa de alegría, derivó rápido en un agitado nerviosismo. A nuestro alrededor todo era alboroto y saltos y más cánticos. En la tribuna diametralmente opuesta la barra del Atlético Bucaramanga hacía lo propio tratando de alentar a su equipo, y en ese vaivén de ánimos encontrados se fueron los minutos que quedaban.
Si durante el partido estuvimos inquietos y nerviosos, la salida estuvo peor: tuvimos que salir resguardados por el escuadrón antidisturbios de la policía y un grupo de carabineros montados. Después entendí que el fin de esta maniobra era proteger más al resto del estadio que a los propios escoltados; el objetivo era alejar el peligro unas diez cuadras; porque la barra brava del equipo local, que conoce bien estas operaciones, esperan a que el cerco policial se disuelva para emprender la batalla contra los hinchas rivales. Ante la advertencia que nos dieron los hinchas veteranos nos escabullimos por las callecitas aledañas a la Universidad.
Nunca supe en qué terminó esa noche. No supe si al final hubo pelea. Solo sé que por cuatro o cinco días Cabas estuvo viviendo con nosotros porque el bus de la barra brava se fue sin él y no tenía con qué devolverse para Barranquilla. Nuestro presupuesto no alcanzaba sino para darle posada y ofrecerle dos platos fiados de comida al día. Cabas no hablaba de otra cosa que no fuera el barrismo; día y noche; nos recitó un origen incierto y un dudoso recuento histórico de las barras bravas; con su voz deshilachada nos cantó algunos estribillos de apoyo al equipo; para ello siempre ponía ese raro acento argentino; nos contó de sus viajes y sus peleas; las veces que salía se armaba de un exacto —que en otra regiones se le conoce como bisturí o estilete y sirve para cortar cartón o papel— porque vivía en una constante paranoia de que iba a ser atacado por los enemigos. Ignoro si estudiaba, trabajaba o tenía familia; parece que no tenía otra vocación que ser hincha furibundo.
Desde esa vez comprendí que ser barra brava no tiene nada que ver con ganar o perder. En la victoria o en la derrota la paranoia, la rabia y la violencia son las mismas. El partido de fútbol y los colores del equipo son apenas el vínculo que necesitan para no sentirse vándalos sino héroes. Piensan que están haciendo lo correcto porque ese retorcido condicionamiento moral, que es su honor y que ellos creen superior, les da la idea de legitimidad. Se agrede porque es un deber, se ataca porque el bando contrario hace lo mismo, no es su culpa —piensan— si por la calle otra persona, imprudente, lleva en su camiseta los colores equivocados. Así el fútbol ha dejado de ser espectáculo para convertirse en un escenario de riesgo.

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