jueves, 23 de abril de 2015

Retrato de un pesimista

Justo cuando cerré la puerta del taxi, y antes de que pudiera articular alguna palabra para anunciar mi destino, el conductor me preguntó a quemarropa: «bueno hermano, ¿por cuál trancón nos vamos?»
El taxista era un señor procaz que rondaba los sesenta años; con unas pocas hilachas blancas sobre el cráneo casi pelado; de piel curtida y vestimenta opaca; de uñas cortas y sucias en unas manos de labriego. Me sorprendió su estilo directo en un gremio que en la ciudad de Bogotá es más bien de reticencias. Sus cansados ojos inquisitivos, fijos sobre los míos en el espejo retrovisor, esperaban por mi respuesta.
—A esta hora —dije por salir del paso— no creo que haya mucho tráfico.
—¿Que no? ¡Ja! Eso es lo que usted cree. ¿Sabe si allá derecho hay salida?
—La verdad, señor, es que no sé.
—Si no sabe, mejor doy la vuelta aquí mismo —dijo mientras hacía una maniobra prohibida.
En el viejo tablero del Chevrolet Chevette parpadeaban las 3:36 de la tarde. Enrollado en la base del retrovisor un rosario de plástico iba golpeando el cristal, sin compás, según la marea de la calzada. La tapicería de los asientos era de una tela mustia que en algún momento fue negra. Al lado de la guantera, sin marco y pegada con silicona, había una pequeña fotografía de dos niñas sonriendo. A una de ellas le faltaban dos dientes. Entonces, señalándolas con la uña aporreada del dedo índice, me dijo que eran sus nietas, su adoración, por las que se joroba trabajando.
En una jornada de doce horas de trabajo, y luego de pagar la tarifa que exige el dueño del carro, un taxista en Bogotá puede ganar, en promedio, cuarenta mil pesos; unos dieciséis dólares. Esta misma cantidad la completaría un empleado raso en Nueva York en solo dos horas de labor. Pero aquí en Colombia, esos cuarenta mil pesos diarios, son el equivalente al doble del salario mínimo. Que es un sueldo comparable con el que tendría un profesional recién egresado. En ese punto, sin dejar de señalar la fotografía, el taxista se quejaba de que la plata apenas si le alcanza para cubrir lo básico.
Por el fuerte olor a gasolina moví la perilla un cuarto de vuelta para abrir un poco la ventana.
—Tenga cuidado con ese celular, ¿oyó? Por ahí cabe una mano —me alertó con desdén—. ¿Y al fin? Aún no me ha dicho por dónde nos vamos a ir.
—Voy para la calle 74 con carrera 9na —le dije—. Usted que conoce, escoja la mejor ruta.
—Ay hermano, es que uno escoge la ruta y después el pasajero se molesta si hay tráfico.
—Tranquilo que no llevo afán.
—Pero la idea no es quedarse dos horas en una sola carrera; ¿no ve que yo vivo de esto?
Estábamos en la localidad de Fontibón, al occidente de Bogotá, sobre la calle 13 con carrera 106. En los parlantes sonaba La Ventana, el programa radial de la cadena Caracol. «Mucha locota ese man, ¿sí o no?», dijo de repente refiriéndose al locutor. «Eso es lo que tiene a esta humanidad pero jodida, hermano: ahora resulta que los maricas ganan más plata que uno. Malísimo ese programa. Puros chismes». Cuando le pregunté por qué entonces seguía escuchándolo, me dijo que no cambiaba el dial para evitarse la fatiga de volver a sintonizarlo más tarde, cuando empezara La Luciérnaga: «no hermano, ¿qué tal y después no encuentre la emisora?»
Con las manos sobre el volante estiraba el cuello hacia el parabrisas como tratando de medir la densidad de carros que tenía delante.
—Todo el día el tráfico ha estado hijueputa, ¿oyó? —me dijo en su estilo perpendicular.
—Qué raro —le refuté—, si esta mañana no me demoré nada por esta misma calle.
—Lo que pasa es que como es viernes con puente festivo, hay restricciones para camiones.
—Por eso mismo; la verdad no creo que nos vaya mal con el tráfico —traté de animarlo.
—Pues, ojalá nos vaya bien; pero no le aseguro nada.
Ante la insistencia para que me decidiera por una ruta, le pedí que siguiera derecho por la calle 13 hacia el oriente. Le dije que en las otras veces que había venido, por lo menos hasta la Avenida Boyacá, no me había encontrado con embotellamientos graves.
—Pues yo pienso todo lo contrario, ¿sabe?: de aquí a la Boyacá es que el tráfico está peor.
—No, hombre; le aseguro que a esta hora eso es rapidito —le dije en automático.
—Usted disculpe que lo baje de la nube, pero la realidad es que no. Ya verá.
El conductor siguió quejándose durante todo el trayecto. Se quejó del locutor en la radio, de sus penurias diarias, de las decisiones del alcalde, del estado de las vías, del tráfico congestionado en los días normales, de lo malo que se pone el trabajo en los días festivos, de los recorridos largos, de los pasajeros indolentes que no tienen sencillo... Cuando notó que por el camino en que íbamos no estaba el tráfico que había vaticinado, no volvió a hablar. Solo se limitó a describirme la ruta que seguiría a partir de allí: «vea, hermano, voy hasta Las Américas, después me salgo para Corferias, de ahí cojo la 30 y después subo por la 74; pero no le garantizo nada, ¿oyó?». Desde el asiento trasero asentí y, en un acto temerario, cerré los ojos por un momento.
Iba despreocupado y feliz con la brisa fresca mitigando el sol de la hora. Incluso alcancé a soñar. Al poco rato sentí la voz del taxista que me despertó casi con rabia:
—¡Oiga hermano!, ¿por cuál entrada lo dejo?
—¡Ah, ya llegamos! Eso fue rápido. ¿Si ve que no nos fue mal? —Le dije con picardía.
—Pues, ¿qué le dijera yo, hermano? Contamos con suerte. Pero espere y verá el tráfico tan hijueputa que se va a encontrar a la salida.

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