viernes, 30 de noviembre de 2012

Wilbo

Wilbor

Al regresar en una noche fresca, como de aquellos tiempos anteriores, apoyé mis brazos sobre la verja fría cuyo ilusorio propósito inicial era el de defendernos de los ladrones y bandidos, y que al final sólo sirvió de tendedero de ropa recién lavada para secarse al sol.

Apoyé mis brazos esa noche sobre la verja en la misma forma en que lo había hecho 20 años atrás cuando la felicidad aún era descalza y sencilla como un pan de queso. Entonces lo vi cruzar caminando por el frente echándome una mirada rápida y extraviada, pero dos pasos más adelante se detuvo súbitamente y, en un giro repentino por un chispazo de viejas sinapsis escasas ya en su cabeza saturada de humo y sin pensarlo siquiera, disparó con su voz gastada y rasposa mi nombre en el diminutivo con el que me llaman aquellos que me conocen desde niño.

A él lo habían bautizado Teodoro, como su papá, pero nunca se llamó así. Dentro de sus muchos nombres destacan tres: el que su madre le puso en la cuna, “El Pololo”; el que le pusieron sus primeros amigos, “El Wilbo”; y el que adquirió con los malos pasos, “El Palmerita”. Según la hora del día y el estado de ánimo podía ser cualquiera de los 3. Los suyos aspiraban a que fuera siempre “El Pololo”, pero era un ser más sincero y colorido cuando era “Wilbo”, que es como más lo recuerdo.

Me ofreció la mano con el puño cerrado para que me conectara en un típico saludo caribe; me ofreció la mano derecha porque, según sus propios códigos, él no era ningún torcido para saludar con la zurda. Y es cierto, pues de todos los calificativos que le habían tirado encima, el que menos le encajaba era el de torcido porque, dentro de su propia ética flexible y que yo le acepto flexible, es el más recto de los bandidos que conozco.

Yo no estoy loco, me dijo antes de hacer el cálculo rápido de cuántos años tenía mi hija; se quedó corto en una unidad, pero me dijo que había nacido en Octubre. Me pareció increíble que acertara ese dato sin buscar adivinarlo. Cuando le dije que su cálculo era correcto se le iluminó en la boca una sonrisa coja de dos dientes ausentes y se llevó el índice derecho hasta la sien: “yo te dije, por aquí creen que estoy loco... que me hago el loco es otra cosa”. Me relató entonces la vez aquella, hace 22 años, en que nos caímos de mi bicicleta y me abrí una herida en la cabeza; se burló, rememorando, de la reacción de mi madre en esa ocasión; recordó la vez en que me pidió una gorra prestada y que luego le robaron en el barrio Olaya; me confesó, con una sonrisa de niño arrepentido, que en realidad se la había fumado, como si yo no lo hubiera sabido nunca; me dijo que le gustaba su baretica y que así vivía feliz, sin tantas pretensiones y que al fin y al cabo esa gorra le había servido más a él que a mí porque el anaranjado y el amarillo, juntos, son colores de champetúo. Nos reímos. Me reí. Lo evoqué con nostalgia, con esa nostalgia rancia y mezquina con que los hombres ausentes recuerdan.

Pudo haber sido un genio reconocido. Lo sé por su memoria prodigiosa y su ingenio agudo, pero eso no le interesaba; los grandes genios en realidad no tienen tiempo de vivir; y a Wilbo lo que le gusta es vivir, pero a su manera, tocando apenas el piso, atemporal, con sus diversas realidades particulares. Aprovechó la conversación que sosteníamos, como frecuenta hacer cada vez que me ve, para que yo le regalara para una botella de Coco Chévere, un aguardiente barato y residual, porque “ese es el que me gusta y tu sabes que yo no necesito de mucho”.

No soy nadie para negarle un litro de alegría a Wilbo. Antes de irse, feliz, me invita a que le mire los zapatos. Unos zapatos deportivos de lujo rojos y blancos adornados con el logo de Nike. “¿Tu crees que me voy a ir con estos?” y en seguida se contestó a sí mismo: “¡nada!, ni que estuviera loco; ahora me pongo unas chancletas cauchosol”.

Lo seguí hasta que entró a su casa que está justo al lado de la mía; sentí el adormecimiento de mis brazos sobre la reja; esa misma que nos había servido más de tendedero de ropa que de protección, porque en ese aspecto nos había resultado más útil vivir al lado de Wilbo que tener a un batallón a nuestro servicio. Hay veces en las que es mejor contar con un bandido inofensivo, cercano y noble que con la autoridad oficial, prepotente y distante; y mucho menos con una reja legendaria de metro y medio de alto de intrincados arabescos forjados.

Cuando salió lo vi con los mismos finos zapatos deportivos de lujo. Se detuvo en seco llevándose la mano a la frente. Me lanzó una mirada furtiva. Se acordó de las cauchosol. Se acordó de que no estaba loco. No consideró dar la reversa. Siguió su camino diciéndome desde el otro lado de la calle: “que va, si los compré fue pa’ ponérmelos”.  

martes, 27 de noviembre de 2012

Anecdotas de infancia. Sobre El Tejado

Sobre el tejado

Ese día no me despertó el resplandor del sol franqueando el cielo sino un amenazador rugido de nubes presagiando el aguacero caribe. Cartagena de Indias, que a las diez de la mañana siempre tiene más brillo del que un ojo desnudo puede soportar, era entonces una sola sombra espesa entre las primeras gotas. Cuando me asomé por la ventana del segundo piso hacia la calle no había un alma y, tan oscura la vi, que tuve que volcar mis ojos hacia el reloj para confirmar la hora: las diez y veinte de la mañana. Levanté la vista pero me detuve en el tejado de la casa diagonal a la nuestra al otro lado de la calle. Allí estaban, sobre el tejado de la vecina en formación de una U incompleta, cinco muchachos escuálidos de pantalones cortos, sin zapatos y sin camisa inclinados hacia adelante para soportar mejor la embestida de vidrios molidos, que es en lo que se transforma una lluvia menuda cuando se junta con el viento fuerte.

Ellos estaban allí para acomodar una teja mal puesta antes de que el aguacero se desatara por completo, porque la teja era lo único que separaba de la cruda inmensidad y de la lluvia a las dos camas gemelas en que dormían las dos hijas de la vecina. Los que sabemos de goteras, es decir los niños pobres, conocemos los estragos que una gotera puede causar sobre un colchón escueto en apenas un instante. Por eso, la vecina, sin tiempo de contratar al personal experto y sin posibilidad de correr las camas por lo estrecho de la habitación, había convocado a esos cinco muchachos siempre atentos a cualquier aventura, sobre todo si era sobre un tejado. En la infancia que tuvimos todo elemento cotidiano se convertía rápidamente en una fuente de diversión: una lata vacía, una sección de alcantarillado que nunca logró instalarse, la eterna pila de arena de algún vecino al que se le agotó el presupuesto antes de concluir el arreglo de su casa, una bandada de pájaros, un neumático abandonado, una lupa con el sol del mediodía, un palo de escoba con treinta tapas de gaseosa o una teja mal puesta en un techo.

Desde la ventana donde me encontraba, atónito y desesperado, intentaba llamarlos con el silbido pueril que nunca perfeccioné; ellos, concentrados en su faena, no alcanzaban a oírme. Luego de insistir por un largo rato, finalmente, uno de ellos me divisó entre las persianas y con un gesto de la mano y sin mayores explicaciones me invitaba a unirme a la cuadrilla. En esos momentos yo aún ignoraba el motivo que los tenía sobre aquel tejado y en tan extraña formación. El camino para llegar hasta el techo yo lo conocía perfectamente tramo a tramo porque era la ruta habitual que recorríamos, en turnos rifados, para rescatar balones perdidos, bolas de caucho traviesas, cometas encalladas, pelotas de béisbol y cualquier otro elemento que quedase atrapado en lo alto.

Mi mayor dificultad era sortear el primer tramo que consistía en bajar sigiloso las escaleras en forma de caracol sin que mi madre me oyera, abrir el pesado cerrojo de la reja de hierro que protege la puerta sin que chirriara, volver a cerrar el cerrojo y, una vez afuera, saltar por encima del enrejado que rodea la casa... Estuve a punto de lograrlo cuando uno de los ganchos ornamentales del enrejado me hizo trizas la pantaloneta que llevaba puesta; así que tuve repetir la operación en el orden inverso para cambiarme de ropa, pero ya mi madre me esperaba con los brazos cruzados: “siquiera que te levantaste, ven para que desayunes”. De los dos panes, cogí sólo uno mientras subía las escaleras, me cambié la pantaloneta, me puse una camiseta por sugerencia suya, y salí veloz atragantándome con la promesa de que al volver terminaría el desayuno.

Crucé la calle, saludé a la señora Berenice, entré a su casa, subí las escaleras, saludé a Alicia, le pregunté si podía entrar al patio de ropa, no esperé la respuesta, me subí al altillo, me encaramé sobre la batea, me quité las chancletas, me apoyé fuerte contra el filo de bloques de cemento, alcancé el alero, seguí la marca de amarres que garantiza que debajo hay un listón, llegué hasta el caballete que corona el techo, cambié mi dirección girando hacia la derecha, tuve que avanzar agachado por el viento fuerte, mi madre alcanzó a verme, con seguridad tuvo que haberme gritado con toda la fuerza de su voz frágil, una voz inexistente a una distancia mayor a tres metros, no la oí, seguí hasta la casa de la vecina, me uní a la cuadrilla, me recibieron indiferentes, sin asombrarse de mi presencia, como si fuera mi deber y llegara retrasado.  En el fondo sabíamos que era nuestro deber estar allí porque con seguridad aquella teja estaba fuera de sitio por el efecto de nuestras correrías infantiles.

En el trazo de una U de una persona diestra estábamos organizados así: Rafa (el mayor de todos), Walter (antiguo morador de esa casa), Aury, Álvaro el loco (mi mejor amigo), justo después me ubiqué yo, y al lado mío Édgar (el hermano de Rafa). Al empezar, rápidamente noté que era una labor sencilla: levantar la teja por el lado donde estaba ubicado Walter, girarla en sentido contrario a las manecillas del reloj hasta alinearla con las otras tejas y empujarla en dirección al caballete para encajarla. Todos lo sabíamos. Cuando nos dispusimos a comenzar, Walter se echó hacia atrás dando el espacio para poder levantar la teja, pero justo allí Rafa perdió el equilibrio porque, sin saberlo, el pie de Walter le servía de contrapeso. Fue un suceso rápido, aunque para mí fue eterno.

Rafa, al verse vencido por la gravedad, hizo un último esfuerzo por sostenerse y se impulsó hasta el caballete del tejado mientras extendía sus brazos para agarrarse con un gesto técnico increíble, como de gimnasta Ruso. Lo logró; se marcaban por encima de la piel de los brazos, todos sus músculos contraídos; pero el caballete cedió ante su peso y Rafa se precipitó en caída libre hacia el interior de la habitación donde solían dormir las dos hijas de la vecina llevándose consigo una sección del caballete, los restos de la teja rota, las primeras gotas del aguacero y su dignidad pisoteada. Vi la angustia en sus ojos y quizá un par de lágrimas; se arqueó como un gato; la agilidad improvisada del que está en problemas; desde mi perspectiva calculé que caería sobre una de las camas; calculé mal; Rafa cayó con el costado izquierdo sobre la cabecera de una de las camas y dejó salir un grito lastimero que no puedo reproducir fielmente por las limitaciones del lenguaje escrito o a lo mejor por mis limitaciones como narrador. Para acercarnos al grito, el lector puede imaginarse como si lo golpearan con un garrote en las costillas al tiempo en que intenta entonar una canción de cuna; con eso en mente imagínese entonces a Rafa gritando casi sin aire, casi sin sentido, un único vocablo: “Hospital”.

Quedamos petrificados un tiempo relativo e incalculable; el aguacero ya empezaba a soltarse por completo; quedamos nuevamente en una U incompleta, faltaba Rafa; luego sentí en mis oídos el estruendo de la carcajada chillona, fuerte y burlona de Édgar, el hermano de Rafa, que lo señalaba y le decía casi ahogándose de risa: “Cuál hospital, si Zoila nada más dejó los tres mil del arroz; así que párate que ya se debe estar quemando”. Rafa, con el dolor en el costado, con una mezcla de lluvia y llanto incipiente sobre la cara y derrotado por las leyes físicas, no tuvo otra salida más digna que la de asentir en silencio con la cabeza, devolverle una sonrisa a Édgar y pararse como pudo para ir a bajarle la llama a aquel fogón en donde empezaba a quemarse un arroz blanco.