domingo, 26 de mayo de 2013

El hilo que nos ata

Las varas de caña venían clavadas, unas contra las otras, formando esos rústicos y pequeños guacales que unas veces van llenos de tomates y otras veces de aguacates o de yucas. Venían acomodadas entre los complicados y apretados cargamentos que desde el mercado llegaban a las tiendas de esquina en el lomo de esos pesados y briosos bueyes de motor que son los Jeep Willys. Venían organizadas de cualquier manera, puestas en donde hubiera espacio, recias entre el resto de la carga, bravas desde su clasificación botánica popular. El papel seda, en cambio, de un origen más elaborado, llegaba delicadamente acomodado en pliegos multicolores, impecables y de bordes perfectos.

Con genuina ilusión pueril los esperábamos: las primeras se conseguían entre los desechos luego del desembarque; el último entre vitrinas de vidrios.

Lo primero era rescatar a las varas de cañabrava de entre los restos de la carga en medio de cabuyas, cartones, cintas, amarres, bolsas plásticas y mercancía estropeada, es decir, se conseguían gratis. Por el papel seda, en cambio, había que pagar para poder tenerlo. Rara vez el privilegio de la belleza, la gracia y el color viene de forma gratuita.

Lo siguiente era liberar a las cañas de la agonía de los clavos y al papel de su cepo de cristal; luego, por mecanismos de cordeles, manos, tijeras y pegante, darles alas y sentenciarlos a volar juntos, al papel y a la caña, en la forma de un barrilete.

Nunca se es demasiado desafortunado. La escasez nunca es tanta. En el caso nuestro bastaba con ir hasta la parte de atrás de los patios, del otro lado de la última pared, en un solar baldío, ir hasta alguno de los montículos de barro seco que las dragas iban apilando para dar la ilusión de progreso y una vez allí, con barrilete en mano, darle la espalda a la brisa salada que venía de la ciénaga y, en libertad dosificada, soltar el hilo en el ritual de izamiento. No es fácil: hay que insistir y tener cuidado con los cables de la electricidad; hay que saber interpretar las caprichosas ráfagas cienagueras; hay que ajustar, si es necesario, la curvatura del arco y el peso de la cola de tela. Una vez arriba, hay que oírlo zumbar y verlo balancearse majestuoso en el cielo de agosto y deleitarse con ese intruso entre nubes porque elevar un barrilete es también elevarnos un poco.

Elevar un barrilete es el arte de disfrutar de la espera; es como ir de pesca; es un desafío contra sí mismo; es un hilo lo que nos ata; es un hilo lo que no deja que nos perdamos en la incertidumbre; es el cordón que nos conecta con el motivo y es la delgada línea que nos separa de la soledad. Pero mientras que en la pesca la espera se justifica con la ilusión del pez, al elevar un barrilete no hay una recompensa aparte y es por eso una actividad de completa sinceridad desinteresada cuyo medio y fin están atados a ese hilo que lo mantiene, desde la mano, suspendido en el aire.

En términos de la mezquina inmediatez neoliberal, un barrilete en las manos de un niño no será de gran aporte para un mundo ávido de beneficios y utilidades; y es que no hay necesidad; simplemente no lo hace peor y eso ya es mucho. En aquella infancia lejana nos ocupábamos de realizar los sueños a mano y, en literalidad poética, darle alas a la imaginación. A veces el hilo que nos ataba se rompía y el barrilete se iba sereno a alimentar los sueños de otros niños remotos que lo encontrarían para darle alas nuevamente: nunca se es demasiado desafortunado; un barrilete en el aire nunca es perdido; por ello, si de lanzar al aire se trata, siempre preferiré una cometa y no una bala.