jueves, 23 de abril de 2015

El derecho a la buena champeta

La buena música nunca ha sido un asunto de diplomacia ni lisonjas, sino una cuestión de calidad. Punto. Es inaceptable reclamar reconocimiento por el solo hecho de tener cierta antigüedad en un oficio, como si la mera cuenta de los años trajera por sí sola un caudal de talento. No; así no es como funciona. Primero hay que procurar hacer un buen trabajo, y solo cuando se insiste bastante en ello, con dedicación honesta, una y otra vez, es que la experiencia entrega sus frutos. Es que el arte de los músicos, como el de los artesanos, debe refrendarse día a día y para ello es indiferente si se empezó ayer o si se tiene una trayectoria de veinte años.
Es por eso que la champeta, a pesar de la gran difusión de la que hoy goza, no se reconoce como un género de calidad. Por un lado, aquellos que se proclaman como los dueños y fundadores de este ritmo, desde hace tiempo entraron en esa cómoda etapa de exigir créditos por antigüedad; haciendo lo mínimo; como si el estudiante más viejo fuera, por fuerza, el más aventajado. Y, por el otro lado, muchos de los nuevos intérpretes no han entendido que su éxito radial y de ventas se debe más a una agresiva campaña de mercadeo que a la calidad de sus producciones. Esto convierte a la música en un insumo desechable, con lo cual, salvo unas muy notables excepciones, sigue siendo percibido como un producto de mediocre factura.
Pero no siempre fue así. Los champetúos somos, antes que nada, amantes de la buena música y no tenemos por qué conformarnos con menos. En la tradición Caribe, la palabra champeta siempre se ha usado para resumir el conjunto de ritmos que le gustan al champetúo. Por eso me sorprende la arrogancia con que algunos se adjudican su propiedad. Pues, mucho antes de que apareciera esta reciente interpretación criolla, las primeras champetas fueron los jíbaros puertorriqueños. Después fueron las socas y calypsos antillanos, el reggae jamaiquino y ciertas tonadas brasileñas. Más tarde fue la música disco norteamericana, el soukous, el high life y el bitzuki africanos y también algunos ritmos asiáticos, entre muchos de los que entraron por el puerto de Cartagena para anclar en los atronadores equipos de sonido de los barrios populares. Por ello, reclamar como propia esta multicultura que se extiende por cuatro generaciones es, por decir lo menos, una falta de sensatez.
Atrás quedaron los bajos imponentes, las guitarras virtuosas, los metales y la percusión precisa. Pues ahora, después de asistir a varias presentaciones, puedo decir que la champeta se reparte entre descoordinadas bandas que suenan muy mal y triviales pistas prefabricadas de beats repetitivos y básicos. Y mejor ni hablemos de las destrezas vocales. En medio de todo esto, son pocas las propuestas que se destacan, entre ellas Colombiáfrica, Tribu Baharú, Charles King y la Bazurto All Stars.
La música no es estática y mucho menos la de origen popular. Este dinamismo es lo que ha permitido que los intérpretes locales hayan adaptado algunas formas melódicas e impuesto nuevos sonidos. Pero, paradójicamente, entre aquellos supuestos fundadores de este género hay un discurso unánime en torno a la defensa de un presunto purismo en el que quieren envolverlo. Esto no es más que una reacción temerosa. Es la inseguridad de atreverse a hacer cosas mejores. Es el miedo a desaparecer de un escenario en el que se están volviendo obsoletos. Esa falsa defensa no es más que el miedo a que mejores propuestas ganen espacio. La champeta es alegría, es brillo, es encontrar nuevas formas de estremecer al bailador. Por eso siempre estaré a favor de que nuevos elementos la enriquezcan, y no me faltarán energías para rechazar aquellos que la degraden. Pues bien lo dijo el gran pianista cubano Chucho Valdés: solo hay dos tipos de música, la buena y la mala.
Los champetúos desde los orígenes hemos buscado en la música la libertad que el entorno nos quita y por ello no vale la pena ser condescendientes con la mediocridad. Tenemos el pleno derecho a volver a la buena champeta, a la senda que abrieron las canciones de Mbilia Bel y Tabu Ley. Tenemos el derecho a cuestionar ese éxito que solo se mide por la popularidad de un estribillo insulso. Reclamamos buenos músicos, aquellos que dejen el alma en el escenario, que al final son los que trascienden y enaltecen nuestra música. Esos son los imprescindibles. Los otros que sigan en esa farsa de autotune y sus softwares para armar pistas musicales, hasta que se reviente la burbuja comercial.
Está entonces en las manos de los artistas volver a ganarse los corazones y los oídos de los champetúos recios, los de verdad. Y además, ahora que tienen la atención y los reflectores, tienen la oportunidad servida para mostrarle al mundo la buena champeta. Está en sus manos hacer de este género o bien uno desechable, o elevarlo al plano de los mejores. Aquel lugar al que se llega con trabajo y que no necesita defensores, porque la buena música, como la buena comida, se defiende sola.

No hay comentarios:

Publicar un comentario