domingo, 23 de junio de 2013

La barra de cambios


Era común que Régulo nos visitara los sábados. Llegaba de tarde en un campero Land Rover Serie III que estacionaba en el frente de la casa. Luego se sentaba en una de las mecedoras momposinas que teníamos en la sala y conversábamos por horas junto con mi madre.

En una de esas jornadas de tertulia, movido por un impulso que ahora juzgo como primario, interrumpí la charla, me levanté de la silla y le pedí a Régulo las llaves de su carro con tal naturalidad que me las entregó de inmediato, sin objeciones, sin cuestionamientos, sin que perdiera el hilo de la conversación y sin hacer pausa en lo que estaba diciendo.

Los vasos de jugo de tamarindo en el piso habían formado grandes charcos por la agonía del calor; desde la ventana la calle lucía desteñida y desenfocada por el vaho del asfalto; lo único que nos aliviaba un poco eran las espaciadas corcheas de brisa que venían desde la ciénaga y se colaban por el fondo del patio; mi madre no dejaba de echarse fresco con un abanico cuadrado hecho de hojas de palma seca que había sido diseñado para avivar las brasas de un fogón, y parecía, en efecto, que con cada oscilación de su mano, en lugar de refrescarse, se avivaran un poco más los tizones encendidos del aire de las tres de la tarde.

Con la llave en la mano y sin levantar sospecha atravesé el umbral de la puerta de la calle; tuve que esperar a que mis ojos se acostumbraran al brillo del sol; acomodé bien los dedos de los pies entre el frenillo de las chancletas y con parsimonia nerviosa me dirigí al Land Rover que reposaba en el frente de mi casa. Era un hermoso, robusto y casi extinto especimen con una latonería del color de la aceituna verde y de techo blanco. Lo primero que sentí cuando me senté en el interior fue el golpe del fogaje intenso, un insoportable calor comprimido que me hacía difícil la respiración y que al poco rato ya me había dejado empapado en sudor.

Si bien conocía algo de la teoría de la conducción de vehículos, la poca experiencia que tenía a mis escasos trece años se limitaba a una bicicleta escueta y al lomo de un burro que me subió, arreado por el dueño, hasta lo alto del cerro de La Popa en unas festividades locales. Sin embargo esta vez, por la intuición y la determinación, metí la llave y, pisando con fuerza el embrague, la giré hacia la posición de arranque y de inmediato sentí el abrupto despertar de aquella bestia.

El habitáculo contaba con un único asiento de cuero negro que se extendía abarcando todo el ancho del vehículo; era como si un sofá rudimentario hubiera sido encajado a medida entre las dos puertas delanteras. El timón, también negro de un liso acabado, ardía en la palma de mis manos como un carbón pulido. Y, por supuesto, también estaba la barra de los cambios, esa bendita barra de cambios: una varilla maciza de hierro colado que nacía de las entrañas mismas de la transmisión y remataba en una empuñadura negra con forma de pera inconclusa, gastada y brillante de tanto uso. En los automóviles de hoy, en esa misma empuñadura, viene impreso el mapa con la ubicación de las velocidades; en aquel dinosaurio espléndido este detalle, si es que alguna vez estuvo incluido, había sido borrado por una erosión sistemática de manos y años. En ese momento no me preocupó aquella cuestión porque mi intención era hacer todo el recorrido sin pasar de la primera marcha. No eran grandes mis aspiraciones.

La ruta que yo tenía en mente era sencilla: arrancando hacia el lado sur de la calle, seguía en dirección hacia el puente que atraviesa el caño Matute: un caño cienaguero de diez centímetros de caudal en verano, pero que por efecto de basuras y sedimentos, se crece en los meses de invierno inundando el barrio con aguas pestilentes. Una vez atravesara el puente, la idea era girar a la derecha y avanzar hasta la calle de los policías a unos 60 metros; allí daría la vuelta aprovechando que es una calle ancha y completaría el resto del circuito recorriendo nuevamente el camino  transitado, pero en sentido inverso.

Tuve que descalzar mi pie derecho para poder sentir el acelerador. Sentí el acero caliente entre el pulgar y el índice, y sentí el temblor en el talón desnudo contra el piso, y allí supe que ya no había vuelta atrás. En una torpe sincronización de movimientos fui liberando el embrague al tiempo que pisaba el acelerador. Agónica empezó la marcha; sin ver la señal de pare, seguí de largo; por suerte no había nadie más en el mundo; de modo natural mis manos sobre el timón obedecieron al camino; subí el puentecito aquel; no me hizo falta el freno; bajé del puentecito aquel y enseguida giré 90 grados a la derecha; todo iba como en el plan original; me faltaba destreza, eso sí; qué irresponsabilidad; todo eran maniobras de novato; en medio del giro una de las llantas traseras se subió a la acera; no pensaba en el freno; salvo por el detalle de la acera todo iba bien; pero qué angustia la que sentía: eso de ir a la mitad y saberse aún lejos es peor que la angustia de decidirse a comenzar.

Lo que seguía eran los 60 metros ligeramente curvados hasta la calle de los policías; sentía que conducía bien; avancé 20 metros; luego 30; 40 metros; el instinto me despertó la necesidad de disminuir la velocidad; 50 metros; pisé tímidamente el pedal del freno; 60 metros; ya era momento de girar; debía lograr una U completa; era una calle ancha; procedí de acuerdo al plan; giré por completo la pesada dirección mecánica a la izquierda; pisé fuerte el freno; oí el crujido de la carrocería protestándole a la inercia; pensé que la calle iba a ser más ancha; no me daban los cálculos; tampoco me daba el ángulo de las ruedas; no había otra solución que frenar por completo.

Frené pero sin la precaución de pisar el embrague y sentí las abruptas arcadas de la transmisión; se apagó el motor; giré la llave hacia abajo y luego de nuevo a la posición de arranque; para completar el circuito debía dar marcha atrás y reorientar el carro; me preocupé; sudando eché de menos un mapa de las velocidades para poder ubicar la reversa; puse la barra de cambios en posición de neutro; de alguna forma que hoy no recuerdo pude encajar la reversa; no pensaba con claridad; aturdido retrocedí como pude; quedé atravesado en la intersección de las dos calles; ahora solo tenía que poner la primera marcha otra vez y concluir así el recorrido.

Pero fue justo allí que empezaron mis problemas porque, por más que lo intenté, me fue imposible ubicar nuevamente la primera marcha. Llevaba la barra a la posición de neutro y luego, cuando creía que había puesto la primera, me encontraba con que en realidad había vuelto a poner la reversa que estaba ubicada justo al lado de la primera. Y así una y otra vez. Era una situación verdaderamente frustrante y cuando pensaba que las cosas no podían ir peor, sentí de pronto un estruendo ensordecedor, un estrépito que me puso el corazón en la garganta: era la bocina gigante de un bus urbano cuyo conductor, que normalmente viven de afán, sonaba insistentemente para que le diera paso. Ya la gente empezaba a asomarse por las ventanas; otros ya se animaban, a pesar del sol, a salir a la calle para mirar más de cerca; por mi parte yo seguía atravesado en la calle, empapado en sudor, casi llorando de angustia y sin poder encontrar la primera velocidad.

Sonó de nuevo la bocina del bus; varios transeúntes ya me miraban a través de los cristales del vehículo; ya se había formado una fila de 4 carros detrás de mí. Entonces, resuelto, decidí enmendar la situación: a la fuerza quise hallar la primera encontrando en cada intento otra vez la reversa. En un último aliento, ofuscado por la gente, por el calor, por el pito de los carros, por la recurrente reversa obtusa, le imprimí toda la determinación y toda mi fuerza a hallar esa primera y esquiva marcha: no sé si fue alivio lo que sentí cuando en lugar de conseguir encajar la primera, me vi con la barra de cambios en mi mano, rota desde la raíz y totalmente desprendida de la transmisión. Sonó nuevamente el escándalo de la bocina del bus. Me bajé del vehículo y, tardío pero gallardo, hice lo que tenía que hacer: desde la calle le grité al conductor del bus mientras apretaba la barra de cambios con mi mano “come mierda hijueputa”. Me sentí derrotado y agobiado al imaginar a Régulo desde la mecedora inclinándose hacia su izquierda para alcanzar el vaso de jugo de tamarindo y no ver el Land Rover estacionado en el frente de la casa.