jueves, 26 de diciembre de 2013

El Picó de Rodolfo Murillo

En cada casa había un aparato de música. Desde grabadoras estéreo y radios monofónicos, hasta pequeños radios de bolsillo a baterías. Era una época en la que nos faltaba de todo, excepto la música. Música popular de radio estaciones o de viejas cintas de cassettes que iba por el aire saliendo por puertas y ventanas para juntarse con el olor a manteca caliente.

En esa época de carencias en donde todos teníamos -cuando mucho- una grabadora escueta, Rodolfo Murillo tenía, en cambio, un equipo de sonido completo y una colección de discos de vinilo. Era una máquina de un elegante acabado de aluminio; con controles analógicos de perilla; con dos líneas horizontales y paralelas de luces verdes, amarillas y rojas para indicar la intensidad del sonido; con dos baffles equipados cada uno con dos parlantes de 10 pulgadas y una pequeña bocina de brillo. Era una belleza, sin duda, pero no le alcanzaba para ser un picó.

Rodolfo Murillo, que es un tipo espigado y que por aquellos tiempos podía estar en la mitad de los 30 años, es además un hombre de hogar, alegre, comedido y poco bebedor. Pienso por eso que su afición era más la de ser un administrador de discos que la de ser el propietario de una potente máquina de volumen ensordecedor.

Esto lo llevó a decorar con estridentes colores fosforescentes las tapas de tela que cubrían sus modestos parlantes con la silueta de una pareja fundida en el singular baile de la champeta. También mandó a instalar un doble tocadiscos con luces alrededor y una tapa protectora en cuyo espejo interior se podía leer su nombre de batalla en encendida caligrafía picotera: "El Gran Rodo". Ese picó a escala, modesto, que era su orgullo y su alegría, era también nuestro picó.

Y era nuestro porque Rodolfo, auspiciando el desenfreno juvenil por el baile, todos los viernes sacaba a la puerta de su casa los coloridos baffles de "El Gran Rodo" para armar una verbena infantil, solo para nosotros, en donde él mismo fungía de picotero, que es como los champetúos le llamamos a los disc jockeys.

Por la aguja del tocadiscos, que llevaba encima una moneda para darle peso, sonaban las canciones del Joe Arroyo, los éxitos Africanos en ritmo de soukous, los arreglos de trompetas de Richie Ray, los aguinaldos puertorriqueños de Héctor Lavoe, la salsa de El Gran Combo, la voz de Tito Gómez y las canciones de Ana Gabriel. Como lo lee: las canciones de Ana Gabriel en medio de una fiesta Caribe.

Y éramos pequeños hombres y mujeres bailando por horas hasta que nuestros padres nos llamaran a gritos desde la verja de las casas porque ya era momento de dormir. Bailábamos sin más combustible que la música y sin ventiladores en medio del calor con el ritual conservador de la época: Las niñas, con los brazos extendidos, ponían la palma de las manos en los hombros de los niños; con esa distancia los niños ponía la palma de las manos en la cintura de las niñas y, acoplados en el baile, nunca se miraban a los ojos.

Pero era esa la precisa razón para que allí estuvieran, coladas en el baile, las canciones de Ana Gabriel. Porque con ellas teníamos una especie de licencia tácita para romper el protocolo conservador de aquel baile a distancia. Y entonces, por esos tres minutos y medio que duraba la canción, podíamos acercarnos hasta nuestra pareja de baile y abrazarnos para mecernos apenas de lado a lado con el ritmo lento de la balada, para juntar nuestras mejillas mojadas de sudor, para sentir la danza en las caderas, para ser grandes por un momento y, a veces, para jurarle amor eterno al oído de aquella que había bailado con uno varias canciones africanas de duración eterna solo para esperar el turno fugaz de un abrazo completo por cuenta de Ana Gabriel. Es por eso que guardo un lugar especial en mi corazón para aquella mexicana que no tiene idea de cuan feliz me hicieron sus canciones alguna vez.

Hace rato que me alejé de las calles polvorientas de mi infancia y pocas veces he vuelto a andar por ellas. No sé qué habrá sido del legendario picó de Rodolfo; no sé si, como Ana Gabriel, él tampoco tiene idea de la cantidad de niños a los que alegró y nutrió con su música. En esa época en la que nos faltaba de todo, nosotros teníamos el picó de Rodolfo Murillo.