jueves, 5 de junio de 2014

Protesta de sol bajo la lluvia


De este lado del mundo casi siempre llueve. Es una llovizna impertinente que desamarra cualquier anhelo y obliga a andar cabizbajo. Para mí, que vengo del sol, esto ha sido toda una contrariedad. La lluvia le impone a la vida ese afán enfermizo que detesto. Caminar se vuelve una lucha desesperante de los ojos contra las gotas en los lentes y me ofusca que la gente, presa del hábito, no tenga el menor cuidado si al pasar salpica el agua de los charcos bajo los adoquines. Nadie se disculpa, nadie se detiene, nadie mira a los ojos. Supongo que esos pequeños episodios abusivos no son más que los gajes de vivir en este lado del mundo.

Una tarde la lluvia arreció más de lo normal. Mucho más. Y yo, que vengo del sol, no tengo la costumbre de andar con paraguas. Entonces no me quedó otra opción que refugiarme en un café a sorber el tedio. Era una sola cortina líquida de esas que no admiten afán sino que, al contrario, detienen la vida por completo. Cosa que también detesto porque una vez que escampa y se reactiva la vida, todo eso que estaba represado estalla en un caos absoluto. Y es allí cuando las calles se convierten en una pesadilla, los transeúntes en zombis y los taxistas en oligarcas. Por eso, buscando anticiparme, fue que quise comprar un paraguas; pero con lo que me cobraron habría podido comer una semana; y no exagero. Y me parece insólito porque la verdad no le conozco a un paraguas otra función distinta a la de ampliar el área de cobertura de un sombrero al tiempo que desmejora la presencia del individuo que lo sostiene.

Del lado del sol, cuando llueve, huele a tierra húmeda; de este lado del mundo, a perro mojado. Tal vez sea una de las consecuencias de reemplazar lo verde por el gris del progreso. Porque en estas tierras el único progreso que cuenta es el que se arma con cemento. Y no falta el que salga a decir que soy un amargado, o el que me cuestione por andar de este lado del mundo, como si la opinión sencilla de un hombre común tuviera alguna incidencia sobre estas cuestiones añejas; como si al marcharse el que disiente todo mejorara. Esa lluvia impertinente no es otra cosa que el pretexto más cómodo para justificar las mezquindades; del mismo modo que la somnolencia selectiva es siempre el escudo de párpados para no ceder el puesto en un autobús.

Hoy voy con los hombros empapados, la nariz roja y los dobladillos sucios; en fin, males menores. O eso creía. Hasta que veo del otro lado de la calle una mujer que lucha con la lluvia porque la brisa le ha virado su paraguas al revés. A mi lado, en un paradero, un grupo de irreverentes universitarios se burla. La lluvia es inclemente. Justo suena mi teléfono celular y del otro lado mi madre angustiada me dice con voz entrecortada que el taxista que la llevaba acaba de obligarla a bajar del vehículo porque, según le dijo, estaba perdiendo mucho tiempo en ese recorrido por lo pesado que el tráfico se hace con la lluvia. Ella, que también viene del sol, no tiene con qué guarecerse. Si este es el precio por vivir de este lado del mundo, lo entiendo, pero no me callo. Como un puño cerrado, que desde el hígado me sube a la garganta, el trueno de la indignación me explota en un grito arrabalero que retumba en los tímpanos y ojalá en la conciencia de estos irreverentes de cartón: ¡coman mierda, ignorantes! Y se les borró la risa, y hunden sus ojos en el pavimento y se hacen los desentendidos.

Ahora, luego del desahogo, mientras pienso en mi madre que busca un techo bajo la lluvia fría ─que es de las cosas más tristes que un hijo puede imaginar─ camufladas entre las gotas gruesas un par de lagrimitas me lubrican el pecho para facilitar el tránsito de esta congoja hasta la vesícula biliar. Pronto nos veremos, amigo sol.