martes, 30 de agosto de 2011

Periodismo a pesar de las tetas

Quería publicar antes un cuento en este blog La Palangana; pero resulta que incluso para escribir un cuento mediocre se necesita tiempo y un corrector de estilo que, en mi caso, tiende a ser exigente sin que conozca el oficio (yo mismo). Como no lo he terminado aún, quiero expresar entonces mis opiniones a propósito de la más reciente columna de María Jimena Duzán publicada en la revista semana titulada “Sin tetas sí hay periodismo”.

Escribe María Jimena que “Para demostrar que uno es una periodista arrojada y valiente no necesita empelotarse” para resumir así su posición acerca de la decisión de las periodistas de la W radio de salir desnudas en la revista Soho. Decisión que, aunque respeta, no la comparte por considerar que le resta seriedad a la labor periodística. Unos párrafos más arriba, Duzán escribe que el periodista debe ser libre e independiente; acto seguido resalta su formación profesional en ciencias políticas, la influencia que tuvo a temprana edad del periodismo a través de su padre y enuncia apartes de su trabajo como la gran periodista que es.

Sin embargo considero que las razones que aduce la columnista son argumentos ad-hominem que en la lógica formal se considera una falacia, y que consiste en valerse de la reputación y actuaciones de un individuo para rebatir o descalificar sus opiniones, lo cual resulta similar en gran medida a lo que hace Álvaro Uribe y Jose Obdulio Gaviria para descalificar las opiniones, investigaciones y denuncias de León Valencia por el hecho de haber pertenecido al ELN.

A un periodista o a un escritor se le debe juzgar, en el plano profesional, por su obra; por tanto el respeto, seriedad y credibilidad dependerán exclusivamente del contenido de lo que este publica y no de sus posiciones ideológicas, aspiraciones personales o fantasías sexuales. En ese sentido no resulta verosímil asociar el valor de la obra periodística o literaria con los asuntos personales del autor. Para nadie es un secreto, por ejemplo, la naturaleza irreverente, mordaz y muchas veces apátrida de Fernando Vallejo; pero condicionar y criticar su obra exclusivamente por su particular forma de ser, es una insensatez mayúscula.

Si bien es cierto que no hace falta desnudarse para ser una periodista arrojada y valiente, también es cierto que quién, siendo arrojado y valiente, opte por desnudarse no dejará de serlo por ese simple hecho. Es común que en los espacios de prensa actuales se emplee mucha tinta para abogar por la igualdad de derechos, rechazar los estereotipos machistas, rechazar el maltrato, denunciar la ridiculez de los nazis criollos. Pero le resulta imposible a la columnista evitar caer en el juego de los estereotipos, escribiendo primero, hace unas semanas, una ácida columna sobre el excéntrico Carlos Mattos donde lo critica simplemente por tener gustos diferentes, no por dineros mal habidos ni por desfalcar al estado. Hoy pone en duda la seriedad del trabajo de las periodistas de la W por su decisión de desnudarse, sin citar siquiera el trabajo de las aludidas.

No pretendo con esto defender el trabajo de estas mujeres de la W porque estaría cayendo en el mismo error, y porque además pienso que su credibilidad y seriedad periodística dependen únicamente de lo que puedan  decir a través de los micrófonos. Por ello, y sobra decirlo, cada oyente que sintonice la W podrá formarse, a partir de ahí, su propio criterio.

Pienso entonces que, en el mejor de lo casos, encasillar las opiniones y actitudes personales es una acción tan discriminatoria como la de encasillar por el color de piel y la orientación sexual; y digo en el mejor de los casos, porque en el peor, terminan grafiteros muertos a bala.

miércoles, 27 de julio de 2011

Paraíso y Porvenir.


Es la burla fina, la carcajada silente, la bofetada disfrazada de caricia, qué le vamos a hacer. Lo mejor es no haberla visto nunca ni haberla sentido, se vive mejor así; otros tenemos que sufrirla estoicamente y, con más amargura que simpatía, devolverle la sonrisa, no así la bofetada.

Cómete las verduras y tómate toda la sopa para que crezcas fuerte; no le cortes tanto el cabello que se le daña; ya tienes edad suficiente para un trago. Pasan los años y se voltean los argumentos. Mírate cómo estás de tanto comer; ya va siendo hora de que te cortes el pelo; el alcohol terminará matándote. Pasan los años; pasan del sí al no, de lo simple a lo importante, de lo inmortal a lo corruptible, de lo eterno a lo instantáneo, sin evaluar los corolarios, concluyendo de la nada.

Era un barrio de casas iguales y alineadas en una geometría pueril, casas de dos pisos blancas y simples. Al principio cada una tenía sembrada en el frente una palmera siendo quizá ese su único atractivo, una mínima muestra de vida en medio del cemento monótono y calles destapadas, todas sembradas a la misma altura, alineadas en el mismo trazo, mínima muestra de una vida cuadriculada. Ellas le daban el nombre al barrio: Las Palmeras. La burla es que todos arrancaron las palmeras que estaban sembradas en cada frente para darle paso a los garajes de sus casas; la carcajada es que ninguno tenía para comprar un carro.

De clase media baja, por no decir de pobres y honrados trabajadores, pasaron a clase media wanna be, que no son más que esos mismos pobres que, por el servicio de una antena pirata a un precio módico, han descubierto cómo se visten los raperos norteamericanos y han aprendido cuál es el lado correcto en que se deben orientar la viseras de las gorras, ayer de Tres Esquinas y Pintuco, hoy de Quicksilver y Nike.

Del Joe Arroyo y la melodía roída del centurión de la noche inyectada desde el vinilo hasta el oído a través de la aguja de un tocadiscos que lleva encima una moneda de veinte pesos, pasaron a equipos de alta fidelidad de beats repetitivos. Pasan los años; pasan de la aguja al láser, del vinilo al disco compacto, de la inocencia al humo y del humo a la aguja, en ciclo vicioso y perverso.

La carcajada de hoy va por cuenta de aquel cantante venido a menos que engañó con retirarse unos años; mientras que la burla es que en realidad se encuentra de gira mal cantando las canciones de un maestro que, queriendo cantar por cien años, le tocó morir en la mitad de la ruta.

Aquí es cuando la bofetada llega disfrazada de caricia -más allá de la nostalgia de unas casas blancas, de los discos de vinilo y de una voz férrea- porque siendo Las Palmeras el barrio en el que crecí, el mismo lugar del que les cuento, que añoro y del que me duelo, curiosamente se encuentra ubicado justo en medio del paraíso y del porvenir en ironía desnuda; porque, lejos de cualquier aproximación poética, El Paraíso y El porvenir son en realidad dos barrios marginales de calles polvorientas y de gente de corazones cansados que aprovechan cada aguacero para salir del barro y de las calles enfangadas para pasear la libertad, para armarse de valor, de palos y de piedras, y en frenético duelo sin palabras, se ubican justo frente a mi casa para matarse entre sí.

lunes, 25 de julio de 2011

En el borde


Le tocaba el turno y sólo quedaban cinco bolas en la mesa de billar, exactamente las que necesita embocar para ganar el primer asalto de una partida pactada a siete. Ya había perdido los tres asaltos anteriores por lo que un nuevo revés le habría costado perder la apuesta. 

Quedaban en su orden las bolas numeradas del once al quince en una distribución manejable para un tacador de talla media; sin embargo bajo la presión de no poder fallar, del pestañeo incesante de la lámpara de neón sobre la mesa y de la gota de sudor escurriéndole por el escapulario ceñido al cuello, la secuencia a ejecutar ya no era la misma trivial que en una jornada de billar cualquiera habría resuelto con movimientos rápidos en sendos tiros precisos, y menos fácil se le hacía por lo delicado de la apuesta. 

En un ambiente cargado de humo y noche, inclinado sobre la mesa con el pie derecho ligeramente adelantado y firme sobre el suelo de tablón áspero, el izquierdo apoyado sobre la punta, la barbilla rozando el taco haciendo las veces de mira, la mano izquierda sujetando con fuerza la parte posterior, la derecha formando un anillo entre el pulgar y el índice encerrando lo más delgado del afilado cilindro, con el alma hecha hielo, con el grito congelado en medio del pecho, con el dolor de la angustia que se siente en el vientre, el miedo físico, la muerte misma. 

Con un suave movimiento pendular ensaya 7 veces el tiro antes de ejecutarlo, levanta la vista, aprieta los labios, un nueva gota de sudor colorea de verde intenso el paño de la mesa, la lámpara de neón pestañea desde lo alto, hace su lance, se oye el sonido seco del golpe suave del taco sobre la bola blanca que avanza elegantemente rozando apenas el paño, un instante después y en perfecta ejecución estalla el golpe de un choque totalmente inelástico en el ángulo preciso para embocar la bola once en una de las troneras del centro, mientras la bola blanca sigue el curso que las leyes físicas le dictan, moviéndose apenas en danza delicada de avance mientras gira sobre su eje. 

Es inevitable y ha jugado lo suficiente al billar para saberlo de sobra. La carcajada afilada del rival también lo anticipa. Pegada a la banda se escurre
sin prisa en su danza macabra, brillante y grácil como una de las bailarinas de Degás, hacia aquella esquina de la mesa que guarda en el fondo de la tronera la más amarga de las derrotas. Hasta aquí llego yo, maestro; justo hasta aquí, que es el borde mismo y el lugar preciso donde los hombres pierden; ahora disponga usted de mi alma.

viernes, 15 de abril de 2011

Un Domingo En La Mañana


Es un hilo de sol que cabe exactamente en ese espacio estrecho que se forma en la frontera irreconciliable de dos cortinas en la ventana, es un brillo tibio y desalmado que se enfila en el único ángulo en que le es posible llegar a mis ojos, y es motivo suficiente para despertarme un domingo a las siete de la mañana.

Es natural para alguien que duerme en una cama cuyo lado izquierdo colinda con la pared, levantarse siempre con el pie derecho sin que esto suponga necesariamente muestra de buena suerte. La acción de buscar con ese mismo pie las sandalias tanteando el suelo, más que un reflejo matutino, es la vaga esperanza de postergar lo inaplazable, porque de antemano sé que frente a los pieceros ellas se quedan huérfanas apuntando siempre hacia la cabecera revelando de ese modo la ruta que me lleva hasta las sábanas cada noche.

Una vez mis dos pies se posan de lleno sobre el suelo frío en contraste desagradable con mi temperatura corporal, apoyo las manos sobre las rodillas con los brazos flexionados y los codos hacia afuera, e inicio el movimiento sincronizado de empujar con decisión las dos manos hacia abajo al tiempo que enderezo mis piernas y mi espina dorsal, de tal forma que al final del ejercicio, quedo oficialmente levantado de la cama.

Es común en los lugares en donde el sol brilla por su exagerada presencia, encontrar que los primeros embates del agua en la ducha son en realidad un caldo espeso y caliente que sube atropelladamente por el ducto como una violenta regurgitación. Sólo la pericia de un hombre de latitudes Caribes, permite evadir, con un movimiento de púgil, el ataque sorpresivo con sólo identificar el ruido de las agónicas arcadas de la tubería. Superado esto, el resto de la rutina transcurre entre sesiones cortas y alternadas de agua y jabón, que finaliza justo cuando el grifo se cierra dejándome en un estado al que yo llamo bañado.

Bañado y vestido, entonces giro la perilla de la puerta, la halo hacia mí, y luego de atravesar el umbral, invierto los movimientos anteriores para dejar la puerta nuevamente cerrada y conmigo afuera. Una vez en la calle, puestos los lentes de sol, ajustado el morral en la espalda, remangada la camisa y apretados los cordones, camino exactamente 643 pasos contados desde la acera al pie de la casa, hasta la mesa número 5 de aquel restaurante en el que pido un menjurje sazonado mayormente con cilantro, que además lleva en su interior una suerte de papa y pan picados en pequeños trozos que rodean una generosa porción hervida de lo que parece ser el costado de un rumiante; me informa amablemente la señorita que su nombre técnico es caldo de costilla y que vale 8 mil; pero para efectos prácticos le llamaré desayuno.

Terminado el desayuno y dado que puse total atención a la ficha técnica del servicio, no tengo necesidad de pedir la cuenta para saber cuánto debo pagar. Raudo entonces me apresto a saldar la deuda, para lo cual hago el movimiento característico que empleo en estas situaciones: con la mano derecha extendida y con los dedos juntos, flexiono ligeramente el codo de tal forma que el antebrazo logre un movimiento ascendente hasta que la muñeca se sitúe a la altura del cinturón; alcanzado este punto entonces ubico la mano sobre la cadera y extiendo lentamente el codo para lograr un movimiento descendente al tiempo que procuro que los dedos, todavía juntos, entren en el bolsillo del pantalón y cuando hayan alcanzado cierta profundidad, estos cambien de posición de forma tal que los dedos pulgar e índice formen una pinza con la que espero alcanzar la billetera.

No la alcanzo. Y en su lugar recorro mentalmente y en sentido inverso 643 pasos contados desde la mesa número 5 hasta la acera al pie de la casa; giro la perilla de la puerta, la empujo alejándola de mí, y luego de cruzar el umbral, invierto los movimientos anteriores para dejar nuevamente la puerta cerrada y conmigo adentro. Entonces allí veo la billetera sobre la mesa de noche en la misma posición y en el mismo lugar en que la dejé ayer justo antes de entrar a la cama por los pieceros para dormir. Sonrío amargamente, levanto las cejas, aprieto la boca, y me declaro angustiado.


domingo, 10 de abril de 2011

Copyleft

Escuchar la misma música cíclica que suena en los videojuegos de billar y pagar la cerveza al doble, es el precio por acceder a internet dignamente, sin la zozobra de la desconexión y con buen clima; tal como se lo merece cualquiera.

En aquella ocasión levanté el vaso de cerveza con su contenido a la mitad, lo llevé hasta mi boca, bebí, y antes de bajarlo hasta la mesa nuevamente, vi en el televisor las imágenes de la noticia, en diferido, del triunfo de las revueltas en Egipto humectadas por un par de lágrimas espontáneas bajando por los cachetes pálidos de la presentadora. No atiné a dejar el vaso sobre la servilleta, y aquello concordó con mi pensamiento equívoco de que el mundo ya iba por el camino de ser un lugar mejor.

Días atrás había visto todo el apoyo mediático y popular por una causa que sus defensores llamaron libertad. Yo me sumé. Y si se piensa bien, la libertad es un concepto cuya defensa ha impulsado algunas de las peores empresas, desde la guerrilla en Colombia, hasta la guerra en Irak, por no extenderme. Así somos, incoherentes.

Mientras que en las celebraciones es común tomar cerveza, en los velorios en cambio es obligatorio el tinto. Y tal vez por eso, como un mal presagio, mi presupuesto de hoy sólo alcanza para un café, aunque igual valga el doble. Café en mano pienso entonces en la conducta humana al respecto de la libertad y me desilusiono; en realidad nada en el mundo ha cambiado: por un lado se critica a Castro, Chávez o Gadafi por coartar la libertad y por el otro se critica a los distribuidores de réplicas de obras artísticas por difundirla. Los mismos que son capaces de descargar de internet toda la discografía de su banda favorita sin pagar un céntimo, critican a aquel que se la compra en la calle a un minorista “ilegal”.

Voy mas allá y no endulzo el café para que, conforme con el momento, conserve su sabor amargo. Voy mas allá, digo, para referirme al mal que los derechos de autor le ha hecho a la humanidad. Derechos de autor que en realidad es un eufemismo utilizado por las empresas editoriales, disqueras y similares para cobrar por el derecho de distribución exclusiva. Cuando el arte se supedita a los intereses de grupos económicos reflejados en volúmenes de ventas, la creatividad, calidad, expresión y originalidad son condicionados, es decir coartados. No es casualidad que conforme crece el éxito internacional de nuestros músicos nacionales, su música sea cada vez peor.

Quién se tome el tiempo de averiguar sabrá que las ventas “legales” de música no le aportan nada significativo al músico que la interpreta ni al autor que la engendra. Y voy más allá, con un sorbo largo, amargo y caliente: si, asumiendo como cierto que la piratería afecta los intereses del arte, ¿qué les hace pensar a los artistas, músicos y hombres de letras que ellos son diferentes de todos los demás?, como lo somos usted y yo.

De un razonamiento básico, se saca que la libertad siempre debe ser planteada en términos de equidad, y por ello artistas, músicos y hombres de letras deben ganarse el pan como se lo gana cualquiera de nosotros, es decir trabajando a diario. No he visto al primer carpintero que en lugar de hacer muebles, se dedique a esperar a que le paguen por cada persona que se sienta en uno de los que ha fabricado previamente.

Tal vez es que no conozco mucho del tema, pero pienso que las mejores ideas y obras fueron entregadas a la humanidad de forma gratuita: toda la base matemática, el papel, los violines, guitarras y pianos. Muy pocos, por no aventurarme a decir que ninguno, tendrán una idea tan buena y tan original que no dependa de ideas y obras anteriores; si usted es uno de esos, de los pocos, entonces tenga la seguridad que, si su genio lo amerita y mi bolsillo lo aguanta, estaré dispuesto a pagar mi cerveza al doble del precio original y esperaré el tiempo que sea necesario hasta que su obra se descargue completamente desde internet.

miércoles, 6 de abril de 2011

Una Gotera En El Techo


A mí me gusta narrar las cosas pequeñas; pequeñas tragedias para precisar. Los grandes temas son abordados por las plumas más reconocidas, con mayor trayectoria y mejores recursos. Yo que aún no llego a aprendiz, narro nada más que las cosas pequeñas porque sencillamente nunca me suceden cosas de otro tipo.

A pesar de que he contado con una generosa muestra de buena estrella a lo largo de mi vida, la cual no sé exactamente a qué se debe y que me ha permitido desde retirar plata de una cuenta sin fondos hasta encontrar mis documentos luego de seis meses de haberlos extraviado, tengo que decir que donde quiera que haya una pequeña tragedia, existe una alta probabilidad de que yo esté involucrado; para las grandes en cambio, la probabilidad es nula.

Donde quiera que haya una pequeña tragedia, una gotera por ejemplo, debajo estará mi humanidad para empaparse con ella. Si en algún viaje en bus doy con la extraña y remota casualidad de una buena película, por una u otra razón he de perderme siempre el final; en cambio si la película es mala, como lo es casi siempre, entonces sucede alguna de estas dos cosas: o el volumen es tan alto que se cuela hasta mis oídos a pesar de los audífonos, o las carcajadas del animoso compañero de asiento son tan estridentes que logran el mismo cometido. Cosas de ese tipo.

Caminar orgulloso por el auditorio, saludar a los honorables miembros de la mesa, pararme y posar en mitad de las escaleras como lo han hecho todos por generaciones, diploma en mano, elegantemente vestido, con mi mejor sonrisa en el momento justo en que al fotógrafo se le acaba el rollo. Pequeñas tragedias.

Cumplir años cada primero de Enero y que casi siempre lo noten sólo hasta dos días después cuando el guayabo ya ha pasado; que el regalo lo reciba a mediados de Marzo aprovechando los beneficios de una tarjeta preferencial; que al momento de lucir mi regalo por primera vez, que son unos magníficos lentes oscuros, ese día amanezca lloviendo en una ciudad en donde cada año hay sol en por lo menos trescientos sesenta y cuatro días desde las siete de la mañana. A ese tipo de cosas es que me refiero.

Ahora note usted el extraño y paradójico efecto que el tamaño de las tragedias imprime en el destino de las personas que las sufren. En las grandes, si se tiene la mala fortuna de morir, como mínimo habrán homenajes o grandes discursos, y si la magnitud lo amerita, hasta es posible que levanten un monumento; si por el contrario tiene peor fortuna y sobrevive, por encima de todas las secuelas físicas y sicológicas que pueda llegar a sufrir, para la gente usted siempre será un héroe símbolo de la templanza y un luchador de la vida. Ahora Imagínese en cambio qué tipo de comentarios puede merecer la noticia de morir ahogado por una gotera, con seguridad ninguno digno; y si tiene peor fortuna y lograr sobrevivir, en el mejor de los casos será el hazmerreír de sus conocidos en cada oportunidad en la que el tema salga a flote. No hay nada que refleje tan elocuentemente la decadencia como lo hace una gotera en el techo.

En todo caso si hago el promedio de lo que me dan mis malos hábitos alimenticios con lo que me dan los genes de mi abuelo, que con ochenta y cuatro años tiene dos hermanos vivos mayores que él, espero que la más grande de las pequeñas tragedias me sorprenda por allá a los setenta y cinco años, los mismos que necesitó el coronel aquella mañana, pero ante todo espero que en ese último episodio no haya ninguna gotera cerca.

lunes, 28 de marzo de 2011

El Polvo En Mis Zapatos.


Desde el último asiento contra la ventana del autobús, en medio del sueño que provoca el sol por tanto brillo, sólo se ve un panorama abrumador, extenso y uniforme, ocre y desteñido, opaco y desenfocado.

Un collage siniestro de tugurios amenazados con desbaratarse por el efecto de su propio peso y de las ondas de la música estruendosa, en medio de un aire difícil de respirar que se hace denso por el calor y por el ruido ensordecedor y caótico que sale de las bocinas a grandes chorros, amplificando los acordes y punteos brutales de las guitarras, el retumbe de pesados tambores africanos y el golpe de un bajo eléctrico omnipresente marcando el ritmo del soukus.

A esa hora cuando el tiempo se detiene por la siesta obligada de un calor eterno, insoportable, Caribe, sin ninguna brisa redentora, en un bus vacío que anda por calles desoladas, yo apenas voy llegando.

Siendo un poco más de la una de la tarde, bajo un sol abrasador y sobre un polvo ardiente que se cuela por las costuras de mis zapatos que desentonan con el clima y la geografía, me bajo del autobús varias paradas antes de la habitual. 
 
En términos prácticos eso equivale a caminar más de cuatro veces el recorrido acostumbrado, desviarme por un camino alterno, atravesar todo un barrio de casas sin número, apurar el paso por ese solar desierto, tomar la siguiente esquina y esperar a que al girar a la izquierda y me asome a su casa, ella esté sentada en el mecedor, frágil bajo un almendro, inmune al calor leyendo sus lecciones mientras todos los demás duermen ensopados en sudor. Que al girar a la izquierda y me asome a su casa del otro lado de la calle, ella esté allí con el cabello mojado terciado sobre su hombro empapando provocativamente el azul de la camisa, sin balancearse siquiera en el mecedor, sin levantar la vista del libro.

Con calculada lentitud me deslizo indeciso por el frente de su casa y con torpes movimientos avanzo: nunca puedo caminar dignamente en esas situaciones. Me deslizo lentamente con la esperanza de darle el tiempo para que levante sus ojos y me atrape en sus pestañas; pero ella no estaba allí, como es lo habitual. 
 
Mañana con seguridad haré lo mismo, y con seguridad tampoco ella estará; esa es la vida. Sin embargo lo que realmente odié de hoy no es su ausencia, ni mis penurias bajo el sol, ni el polvo en mis zapatos. Lo que realmente odié fue el hecho de no saber francés, o cualquiera que fuese el idioma en que aquella mujer cantaba, nítido y dulce, por encima del calor, por encima de los acordes de las guitarras y del retumbe de los pesados tambores; cantaba del mismo modo en que huele un café en la mañana.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Dos Pequeñas Victorias


Es un hecho: las decepciones perduran en el recuerdo por mucho más tiempo y con mejor definición que los momentos agradables. Es un reflejo involuntario que deja ver que el ser humano está hecho para sufrir; la felicidad a la larga nos incomoda.

La felicidad y el triunfo no encajan nunca del modo correcto en nuestras vidas, nos dejan un sinsabor, una zozobra permanente, un eterno desasosiego. Curiosa contradicción: nos sentimos mal cuando la alegría no se matiza con generosos toques de amargura. Fíjese usted que cuando todo marcha bien, es decir, cuando en un peaje no le devuelven billetes falsos, o cuando la persona que ama aún no le ha sido infiel y cosas de ese tipo, algo en nuestra naturaleza reacciona de modo instintivo plantando una espina de metódico pesimismo justo en el centro de placer del cerebro. No es irracional ni incoherente esta reacción, son miles de años de evolución que le han dictado al cerebro que del optimismo lo único que queda es desilusión.

Es tan espontáneo y a la vez tan incómodo este sentimiento, que para poder expresarlo es necesario apartarse de la realidad y acudir a artilugios artísticos. Por ello lo que se considera trágico o desalmado en la vida cotidiana, termina siendo un éxito de taquilla en las salas de cine. Esa es la explicación para que las películas en las que el protagonista tiene un desenlace trágico sean siempre las favoritas para ganar en los premios de la academia, salvo algunas excepciones para intentar convencernos, de golpe, que nosotros los humanos somos de corazón noble. A estas alturas tal vez ya se imagina cual es la razón de por qué Russell Crowe, Máximus en gladiador, le arrebató a Tom Hanks por Náufrago, el premio al mejor actor.

La verdadera vida consiste en molerse a golpes y al final salir perdiendo. Así es la vida, así es el amor, una eterna pelea perdida. Es por eso que mi peleador favorito nunca fue “El Happy” Lora a pesar de sus éxitos cosechados y de su plácida y “happy” vida en su finca ganadera, sino el lado reverso de la misma moneda: Antonio Cervantes “El Kid” Pambelé.

Pambelé, el héroe de mi padre y que tiempo después heredé a través de la revista Ring, es la personificación perfecta de lo que digo. Conseguir la gloria sólo con la fuerza de lo puños, para perderla luego del mismo modo; no hallo nada que sea más poético y natural.

Encuentro que usted y yo no somos diferentes al “Kid”, vivimos embriagados de nuestras glorias pasadas pero recordamos nítidamente el momento justo y el lugar preciso en el que nos cayó cada golpe certero, recordamos cada revés, cada caída, aunque testaruda e ingenuamente finjamos que no; y aunque cueste admitirlo, de ser posible, entregaríamos dos de nuestras pequeñas victorias a cambio de llevar a cuestas una derrota menos.

Todo eso, claro está, en caso de que se cuente por lo menos con dos pequeñas victorias.

miércoles, 16 de marzo de 2011

El Tercer Pantalón


Llega un momento en la vida de todo hombre, al menos uno como yo, en el que por razones de autoestima, de franca conquista o de simple salubridad, debe comprar un tercer pantalón.

No es tarea fácil, lo confieso. Y hoy entiendo a todas aquellas mujeres que son capaces de ir de tienda en tienda a lo largo de un centro comercial mirando, probándose y escogiendo cuidadosamente las prendas que han de agregar a la colección en su armario. Las entiendo porque, luego de meditarlo por un tiempo, he llegado a la conclusión de que nunca es bueno sucumbir a la primera opción; esto aplica para la foto de la cédula y para el primer amor también.

Intuyo que, en ellas y en mí, la decisión de ir a varios almacenes no obedece a las mismas motivaciones puesto que mientras que en mi caso los elementos fundamentales son el precio y la sonrisa de la niña que atiende, en el caso de ellas, aunque ignoro todo lo demás, con seguridad el precio nunca será un motivo de peso.

Sin embargo y pese a esta brillante teoría de la motivación que expuse, debo aceptar que en mi caso las elecciones se definen por la imposición de un motivo superior: la flojera, desechando así cualquier otro argumento y trayendo como resultado el ingresar sin mayor reparo a la primera tienda que encuentre y no salir de allí hasta haber comprado lo que buscaba, es decir diez minutos después.

Entro a la tienda entonces y pregunto por un pantalón. La señorita que atiende me trae tres modelos distintos exponiendo las ventajas de estilo, moda y tendencias de cada uno. Yo en cambio, fingiendo escucharla, esculco con esmero sus etiquetas con los precios. Cómo no me parecen significativamente diferentes y cómo los tres dicen hechos en Medellín, escojo el más barato. Y esto debería ser el fin de la historia.

Pero con lo que yo no contaba era que, la ávida señorita que disfraza su reales intenciones bajo el manto de una voz dulce y una carita de ángel, se viniera lanza en ristre contra mi: señor tenemos además camisas, bermudas, polos – No gracias; camisetas, boxers, medias – No gracias; pañuelos, gorras, billeteras – No gracias, ya tengo; lociones, llaveros, mentas – No gracias señorita, según mi amigo Hans, la menta adormece al león. Cualquiera que haya pasado por esa amarga experiencia podrá imaginarse sin dificultad la evolución de mis gestos ante cada arremetida.

Y lo que debieron ser diez minutos, absurdamente y a fuerza de ofertas y negativas, terminaron convirtiéndose en cuarenta minutos que nunca más recuperaré. Y es por esas razones que un hombre, al menos uno como yo, lo piensa dos o más veces y no por capricho, antes de ir a comprar un tercer pantalón.

lunes, 14 de marzo de 2011

Exorcizando un nombre.


Recuerdo de las lecciones que de niño debía memorizar a falta de un mejor método, aquella lista que nunca pude aprenderme en el orden exacto en que mi madre lo exigía y que aún la humanidad no se aprende bien del todo: los derechos fundamentales de los niños y las niñas. Y hago esta remembranza porque de tanto repetir la retahíla, una y otra vez empezando cada vez desde el principio ante la menor falla, me quedó grabado como con fuego aquel ítem 16 que era hasta donde mi memoria lograba llegar de un total de 23, y que decía que todos los niños y niñas tienen derecho a un nombre y a una nacionalidad. Un nombre, sí; una nacionalidad, también. Pero dejemos de lado por ahora el asunto de la nacionalidad puesto que son pocos los casos en los que los padres pueden elegir cual será el país en donde hemos de nacer.

Tenemos derecho a un nombre, digo, aunque cueste creerlo, pero a un nombre a secas. No se menciona nunca que el nombre deba cumplir con unos mínimos estándares de estética, que sea un nombre decente, uno que no genere risas ni rechazos entre la gente; sea pues esta la oportunidad para proponer la reforma a tan grande derecho incluyendo esta pequeña claridad resumida en la palabra dignidad. “Todos los niños y niñas tienen derecho a un nombre digno”; extenderlo a la nacionalidad ya es pedir demasiado.

Aún cuando sé que el concepto de dignidad es relativo y muchas veces ambiguo, sería bueno que un ente calificado abordara el tema antes de que seamos vinculados de por vida con el nombre que nos identificará o nos marcará según sea el caso. De ésta forma habrían pasado por un proceso de control de calidad nombres del tipo Ányelo en lugar de Angelo, Yon en lugar de John, Pool en lugar de Paul (lo he visto, en serio), Maikol por Michael y así por dar alguno ejemplos. Sin embargo cabe anotar que tales faltas pasan desapercibidas en tanto no haya oportunidad para que aparezcan impresas ante los ojos del ente burlón; por otra parte hay nombres que no tienen esa ventaja, y me refiero a: Agapito, Cleóbulo, Mamerto (lo he visto, en serio), Ruperto, Circuncisión, y un largo etcétera; y eso es otra historia. Este sería un país con niños mas felices y adultos menos acomplejados si mi humilde sugerencia fuese tenida en cuenta.

Pero a pesar de mis esfuerzos por la reivindicación de los nombres hallo que en mi caso particular hay un elemento extra, fuera de toda previsión, inexorable y férreo: el destino. Y es que es particular la forma en que se juntan diversos elementos, perfectamente maquinados, orquestados milimétricamente, para confabularse en mi contra en su acostumbrada manera. Y cuando digo destino me refiero a que de todas las personas que pudieron haberme engendrado, tenía que llamarse mi padre Guido Polo y mi madre ser Nule, y como de donde vengo esa es la tradición, por nombre llevo Guido Polo Nule; y como esto no podía ser suficiente, 30 años después se desata un escándalo de tipo contractual por cuenta de los negocios de un cuasi homónimo, incómodo por demás. Entonces es así como pasé de la amargura de mis primeros años en que nadie atinaba a repetir ni a escribir correctamente mi nombre, a la amargura de ver en mis interlocutores el cambio de expresión, hacia una de leve desconfianza, cuando me presento ante ellos.Ya decía yo que el número veintiséis nunca me ha traído buena suerte.

Por eso es que pienso que no sería una mala idea después de todo encontrar otro nombre, uno al que pueda desprestigiar por mis propios métodos, es decir un nombre digno. Pero pueda que suceda al revés y el dudoso empresario termine beneficiado de mi renombre adquirido en las letras de ningunas partes; para la muestra este botón.