miércoles, 27 de julio de 2011

Paraíso y Porvenir.


Es la burla fina, la carcajada silente, la bofetada disfrazada de caricia, qué le vamos a hacer. Lo mejor es no haberla visto nunca ni haberla sentido, se vive mejor así; otros tenemos que sufrirla estoicamente y, con más amargura que simpatía, devolverle la sonrisa, no así la bofetada.

Cómete las verduras y tómate toda la sopa para que crezcas fuerte; no le cortes tanto el cabello que se le daña; ya tienes edad suficiente para un trago. Pasan los años y se voltean los argumentos. Mírate cómo estás de tanto comer; ya va siendo hora de que te cortes el pelo; el alcohol terminará matándote. Pasan los años; pasan del sí al no, de lo simple a lo importante, de lo inmortal a lo corruptible, de lo eterno a lo instantáneo, sin evaluar los corolarios, concluyendo de la nada.

Era un barrio de casas iguales y alineadas en una geometría pueril, casas de dos pisos blancas y simples. Al principio cada una tenía sembrada en el frente una palmera siendo quizá ese su único atractivo, una mínima muestra de vida en medio del cemento monótono y calles destapadas, todas sembradas a la misma altura, alineadas en el mismo trazo, mínima muestra de una vida cuadriculada. Ellas le daban el nombre al barrio: Las Palmeras. La burla es que todos arrancaron las palmeras que estaban sembradas en cada frente para darle paso a los garajes de sus casas; la carcajada es que ninguno tenía para comprar un carro.

De clase media baja, por no decir de pobres y honrados trabajadores, pasaron a clase media wanna be, que no son más que esos mismos pobres que, por el servicio de una antena pirata a un precio módico, han descubierto cómo se visten los raperos norteamericanos y han aprendido cuál es el lado correcto en que se deben orientar la viseras de las gorras, ayer de Tres Esquinas y Pintuco, hoy de Quicksilver y Nike.

Del Joe Arroyo y la melodía roída del centurión de la noche inyectada desde el vinilo hasta el oído a través de la aguja de un tocadiscos que lleva encima una moneda de veinte pesos, pasaron a equipos de alta fidelidad de beats repetitivos. Pasan los años; pasan de la aguja al láser, del vinilo al disco compacto, de la inocencia al humo y del humo a la aguja, en ciclo vicioso y perverso.

La carcajada de hoy va por cuenta de aquel cantante venido a menos que engañó con retirarse unos años; mientras que la burla es que en realidad se encuentra de gira mal cantando las canciones de un maestro que, queriendo cantar por cien años, le tocó morir en la mitad de la ruta.

Aquí es cuando la bofetada llega disfrazada de caricia -más allá de la nostalgia de unas casas blancas, de los discos de vinilo y de una voz férrea- porque siendo Las Palmeras el barrio en el que crecí, el mismo lugar del que les cuento, que añoro y del que me duelo, curiosamente se encuentra ubicado justo en medio del paraíso y del porvenir en ironía desnuda; porque, lejos de cualquier aproximación poética, El Paraíso y El porvenir son en realidad dos barrios marginales de calles polvorientas y de gente de corazones cansados que aprovechan cada aguacero para salir del barro y de las calles enfangadas para pasear la libertad, para armarse de valor, de palos y de piedras, y en frenético duelo sin palabras, se ubican justo frente a mi casa para matarse entre sí.

lunes, 25 de julio de 2011

En el borde


Le tocaba el turno y sólo quedaban cinco bolas en la mesa de billar, exactamente las que necesita embocar para ganar el primer asalto de una partida pactada a siete. Ya había perdido los tres asaltos anteriores por lo que un nuevo revés le habría costado perder la apuesta. 

Quedaban en su orden las bolas numeradas del once al quince en una distribución manejable para un tacador de talla media; sin embargo bajo la presión de no poder fallar, del pestañeo incesante de la lámpara de neón sobre la mesa y de la gota de sudor escurriéndole por el escapulario ceñido al cuello, la secuencia a ejecutar ya no era la misma trivial que en una jornada de billar cualquiera habría resuelto con movimientos rápidos en sendos tiros precisos, y menos fácil se le hacía por lo delicado de la apuesta. 

En un ambiente cargado de humo y noche, inclinado sobre la mesa con el pie derecho ligeramente adelantado y firme sobre el suelo de tablón áspero, el izquierdo apoyado sobre la punta, la barbilla rozando el taco haciendo las veces de mira, la mano izquierda sujetando con fuerza la parte posterior, la derecha formando un anillo entre el pulgar y el índice encerrando lo más delgado del afilado cilindro, con el alma hecha hielo, con el grito congelado en medio del pecho, con el dolor de la angustia que se siente en el vientre, el miedo físico, la muerte misma. 

Con un suave movimiento pendular ensaya 7 veces el tiro antes de ejecutarlo, levanta la vista, aprieta los labios, un nueva gota de sudor colorea de verde intenso el paño de la mesa, la lámpara de neón pestañea desde lo alto, hace su lance, se oye el sonido seco del golpe suave del taco sobre la bola blanca que avanza elegantemente rozando apenas el paño, un instante después y en perfecta ejecución estalla el golpe de un choque totalmente inelástico en el ángulo preciso para embocar la bola once en una de las troneras del centro, mientras la bola blanca sigue el curso que las leyes físicas le dictan, moviéndose apenas en danza delicada de avance mientras gira sobre su eje. 

Es inevitable y ha jugado lo suficiente al billar para saberlo de sobra. La carcajada afilada del rival también lo anticipa. Pegada a la banda se escurre
sin prisa en su danza macabra, brillante y grácil como una de las bailarinas de Degás, hacia aquella esquina de la mesa que guarda en el fondo de la tronera la más amarga de las derrotas. Hasta aquí llego yo, maestro; justo hasta aquí, que es el borde mismo y el lugar preciso donde los hombres pierden; ahora disponga usted de mi alma.