jueves, 26 de diciembre de 2013

El Picó de Rodolfo Murillo

En cada casa había un aparato de música. Desde grabadoras estéreo y radios monofónicos, hasta pequeños radios de bolsillo a baterías. Era una época en la que nos faltaba de todo, excepto la música. Música popular de radio estaciones o de viejas cintas de cassettes que iba por el aire saliendo por puertas y ventanas para juntarse con el olor a manteca caliente.

En esa época de carencias en donde todos teníamos -cuando mucho- una grabadora escueta, Rodolfo Murillo tenía, en cambio, un equipo de sonido completo y una colección de discos de vinilo. Era una máquina de un elegante acabado de aluminio; con controles analógicos de perilla; con dos líneas horizontales y paralelas de luces verdes, amarillas y rojas para indicar la intensidad del sonido; con dos baffles equipados cada uno con dos parlantes de 10 pulgadas y una pequeña bocina de brillo. Era una belleza, sin duda, pero no le alcanzaba para ser un picó.

Rodolfo Murillo, que es un tipo espigado y que por aquellos tiempos podía estar en la mitad de los 30 años, es además un hombre de hogar, alegre, comedido y poco bebedor. Pienso por eso que su afición era más la de ser un administrador de discos que la de ser el propietario de una potente máquina de volumen ensordecedor.

Esto lo llevó a decorar con estridentes colores fosforescentes las tapas de tela que cubrían sus modestos parlantes con la silueta de una pareja fundida en el singular baile de la champeta. También mandó a instalar un doble tocadiscos con luces alrededor y una tapa protectora en cuyo espejo interior se podía leer su nombre de batalla en encendida caligrafía picotera: "El Gran Rodo". Ese picó a escala, modesto, que era su orgullo y su alegría, era también nuestro picó.

Y era nuestro porque Rodolfo, auspiciando el desenfreno juvenil por el baile, todos los viernes sacaba a la puerta de su casa los coloridos baffles de "El Gran Rodo" para armar una verbena infantil, solo para nosotros, en donde él mismo fungía de picotero, que es como los champetúos le llamamos a los disc jockeys.

Por la aguja del tocadiscos, que llevaba encima una moneda para darle peso, sonaban las canciones del Joe Arroyo, los éxitos Africanos en ritmo de soukous, los arreglos de trompetas de Richie Ray, los aguinaldos puertorriqueños de Héctor Lavoe, la salsa de El Gran Combo, la voz de Tito Gómez y las canciones de Ana Gabriel. Como lo lee: las canciones de Ana Gabriel en medio de una fiesta Caribe.

Y éramos pequeños hombres y mujeres bailando por horas hasta que nuestros padres nos llamaran a gritos desde la verja de las casas porque ya era momento de dormir. Bailábamos sin más combustible que la música y sin ventiladores en medio del calor con el ritual conservador de la época: Las niñas, con los brazos extendidos, ponían la palma de las manos en los hombros de los niños; con esa distancia los niños ponía la palma de las manos en la cintura de las niñas y, acoplados en el baile, nunca se miraban a los ojos.

Pero era esa la precisa razón para que allí estuvieran, coladas en el baile, las canciones de Ana Gabriel. Porque con ellas teníamos una especie de licencia tácita para romper el protocolo conservador de aquel baile a distancia. Y entonces, por esos tres minutos y medio que duraba la canción, podíamos acercarnos hasta nuestra pareja de baile y abrazarnos para mecernos apenas de lado a lado con el ritmo lento de la balada, para juntar nuestras mejillas mojadas de sudor, para sentir la danza en las caderas, para ser grandes por un momento y, a veces, para jurarle amor eterno al oído de aquella que había bailado con uno varias canciones africanas de duración eterna solo para esperar el turno fugaz de un abrazo completo por cuenta de Ana Gabriel. Es por eso que guardo un lugar especial en mi corazón para aquella mexicana que no tiene idea de cuan feliz me hicieron sus canciones alguna vez.

Hace rato que me alejé de las calles polvorientas de mi infancia y pocas veces he vuelto a andar por ellas. No sé qué habrá sido del legendario picó de Rodolfo; no sé si, como Ana Gabriel, él tampoco tiene idea de la cantidad de niños a los que alegró y nutrió con su música. En esa época en la que nos faltaba de todo, nosotros teníamos el picó de Rodolfo Murillo.

sábado, 3 de agosto de 2013

Los cachacos se suicidan más

Hace unos días buscaba en internet las razones por las cuales en el mar la vida es más sabrosa. Tras un examen rápido me di cuenta que eso no es cierto, quiero decir, que no depende exclusivamente del mar. Piense usted, por ejemplo, en el mar del norte, el mar de china, el mar ártico o la patagonia. No sé si estará de acuerdo conmigo pero el concepto que yo tengo de sabrosura no encaja en ninguno de estos lugares; sin duda serán unos parajes de una belleza incomparable, pero una cosa no tiene que ver con la otra. Reduje entonces mis observaciones al mar caribe.


Cada quién encontrará sus motivos para quererlo o para odiarlo; algunos hablarán de la comida, otros de la música; algunos otros del caos; otros del clima. Estas apreciaciones, aunque válidas, siempre serán subjetivas. Por ello quise averiguar por una razón absoluta y en mi opinión la más sincera que la raza humana puede gritarle al mundo: la tasa de suicidio.


Fue así como llegué a una noticia de la BBC refiriéndose a  un informe de la OMS donde decía literalmente “En el caribe se suicidan menos”. Entonces busqué las estadísticas de Colombia al respecto y encontré que la ciudad que registró más suicidios fue Bogotá con 277 casos para una tasa de 14,66%, seguida de Medellín con 6.08%, Cali con 3,91%, Pasto con 1,85% y finalmente Cartagena y Barranquilla cada una con 1,64%. En efecto, en el caribe se suicidan menos.


Con estos datos escribí en mi cuenta de Twitter lo mismo: “En el caribe se suicidan menos”. Ni una palabra más. Un comentario más dentro de los 23 mil que he escrito. Lo que yo no esperaba es que la sabrosura de unos fuera la amargura de otros.


A los pocos segundos me replicó una chica diciéndome que la costa atlántica tenía muchos problemas de corrupción, pobreza y servicios públicos. Eso nadie se lo discute; pero lo que yo dije fue que en el caribe se suicidaban menos. Ella siguió su argumentación diciendo que habían ciudades que estaban a 1000 metros sobre el nivel del mar y también se suicidaban. No me van a creer pero tuve que aclararle que el caribe está a 0 metros del mar. Ella siguió su embestida diciendo que entonces en el psiquiátrico de Pereira habría que poner calefacción y colgar unas marimondas para prevenir los suicidios. Es común que los oriundos de las regiones andinas piensen que el caribe es sólo color y calor, porque hay una sistemática costumbre de molestarse con las alegrías ajenas. En la discusión finalmente intervino otro señor que comentó que Japón era una isla y que allá los suicidios eran muy comunes. No me van a creer pero tuve que aclararle al señor que Japón, aunque es una isla, no está en el caribe. No era mi intención explicar a esta edad lo que normalmente se ve en los primeros años de escuela, así que tuve que cortar la conversación.

Lo que concluyo de este episodio simple, con un postulado tan sencillo como “en el caribe se suicidan menos”, es que al fin no supe por qué en el mar la vida es más sabrosa, pero sí supe por qué los cachacos se suicidan más.

domingo, 23 de junio de 2013

La barra de cambios


Era común que Régulo nos visitara los sábados. Llegaba de tarde en un campero Land Rover Serie III que estacionaba en el frente de la casa. Luego se sentaba en una de las mecedoras momposinas que teníamos en la sala y conversábamos por horas junto con mi madre.

En una de esas jornadas de tertulia, movido por un impulso que ahora juzgo como primario, interrumpí la charla, me levanté de la silla y le pedí a Régulo las llaves de su carro con tal naturalidad que me las entregó de inmediato, sin objeciones, sin cuestionamientos, sin que perdiera el hilo de la conversación y sin hacer pausa en lo que estaba diciendo.

Los vasos de jugo de tamarindo en el piso habían formado grandes charcos por la agonía del calor; desde la ventana la calle lucía desteñida y desenfocada por el vaho del asfalto; lo único que nos aliviaba un poco eran las espaciadas corcheas de brisa que venían desde la ciénaga y se colaban por el fondo del patio; mi madre no dejaba de echarse fresco con un abanico cuadrado hecho de hojas de palma seca que había sido diseñado para avivar las brasas de un fogón, y parecía, en efecto, que con cada oscilación de su mano, en lugar de refrescarse, se avivaran un poco más los tizones encendidos del aire de las tres de la tarde.

Con la llave en la mano y sin levantar sospecha atravesé el umbral de la puerta de la calle; tuve que esperar a que mis ojos se acostumbraran al brillo del sol; acomodé bien los dedos de los pies entre el frenillo de las chancletas y con parsimonia nerviosa me dirigí al Land Rover que reposaba en el frente de mi casa. Era un hermoso, robusto y casi extinto especimen con una latonería del color de la aceituna verde y de techo blanco. Lo primero que sentí cuando me senté en el interior fue el golpe del fogaje intenso, un insoportable calor comprimido que me hacía difícil la respiración y que al poco rato ya me había dejado empapado en sudor.

Si bien conocía algo de la teoría de la conducción de vehículos, la poca experiencia que tenía a mis escasos trece años se limitaba a una bicicleta escueta y al lomo de un burro que me subió, arreado por el dueño, hasta lo alto del cerro de La Popa en unas festividades locales. Sin embargo esta vez, por la intuición y la determinación, metí la llave y, pisando con fuerza el embrague, la giré hacia la posición de arranque y de inmediato sentí el abrupto despertar de aquella bestia.

El habitáculo contaba con un único asiento de cuero negro que se extendía abarcando todo el ancho del vehículo; era como si un sofá rudimentario hubiera sido encajado a medida entre las dos puertas delanteras. El timón, también negro de un liso acabado, ardía en la palma de mis manos como un carbón pulido. Y, por supuesto, también estaba la barra de los cambios, esa bendita barra de cambios: una varilla maciza de hierro colado que nacía de las entrañas mismas de la transmisión y remataba en una empuñadura negra con forma de pera inconclusa, gastada y brillante de tanto uso. En los automóviles de hoy, en esa misma empuñadura, viene impreso el mapa con la ubicación de las velocidades; en aquel dinosaurio espléndido este detalle, si es que alguna vez estuvo incluido, había sido borrado por una erosión sistemática de manos y años. En ese momento no me preocupó aquella cuestión porque mi intención era hacer todo el recorrido sin pasar de la primera marcha. No eran grandes mis aspiraciones.

La ruta que yo tenía en mente era sencilla: arrancando hacia el lado sur de la calle, seguía en dirección hacia el puente que atraviesa el caño Matute: un caño cienaguero de diez centímetros de caudal en verano, pero que por efecto de basuras y sedimentos, se crece en los meses de invierno inundando el barrio con aguas pestilentes. Una vez atravesara el puente, la idea era girar a la derecha y avanzar hasta la calle de los policías a unos 60 metros; allí daría la vuelta aprovechando que es una calle ancha y completaría el resto del circuito recorriendo nuevamente el camino  transitado, pero en sentido inverso.

Tuve que descalzar mi pie derecho para poder sentir el acelerador. Sentí el acero caliente entre el pulgar y el índice, y sentí el temblor en el talón desnudo contra el piso, y allí supe que ya no había vuelta atrás. En una torpe sincronización de movimientos fui liberando el embrague al tiempo que pisaba el acelerador. Agónica empezó la marcha; sin ver la señal de pare, seguí de largo; por suerte no había nadie más en el mundo; de modo natural mis manos sobre el timón obedecieron al camino; subí el puentecito aquel; no me hizo falta el freno; bajé del puentecito aquel y enseguida giré 90 grados a la derecha; todo iba como en el plan original; me faltaba destreza, eso sí; qué irresponsabilidad; todo eran maniobras de novato; en medio del giro una de las llantas traseras se subió a la acera; no pensaba en el freno; salvo por el detalle de la acera todo iba bien; pero qué angustia la que sentía: eso de ir a la mitad y saberse aún lejos es peor que la angustia de decidirse a comenzar.

Lo que seguía eran los 60 metros ligeramente curvados hasta la calle de los policías; sentía que conducía bien; avancé 20 metros; luego 30; 40 metros; el instinto me despertó la necesidad de disminuir la velocidad; 50 metros; pisé tímidamente el pedal del freno; 60 metros; ya era momento de girar; debía lograr una U completa; era una calle ancha; procedí de acuerdo al plan; giré por completo la pesada dirección mecánica a la izquierda; pisé fuerte el freno; oí el crujido de la carrocería protestándole a la inercia; pensé que la calle iba a ser más ancha; no me daban los cálculos; tampoco me daba el ángulo de las ruedas; no había otra solución que frenar por completo.

Frené pero sin la precaución de pisar el embrague y sentí las abruptas arcadas de la transmisión; se apagó el motor; giré la llave hacia abajo y luego de nuevo a la posición de arranque; para completar el circuito debía dar marcha atrás y reorientar el carro; me preocupé; sudando eché de menos un mapa de las velocidades para poder ubicar la reversa; puse la barra de cambios en posición de neutro; de alguna forma que hoy no recuerdo pude encajar la reversa; no pensaba con claridad; aturdido retrocedí como pude; quedé atravesado en la intersección de las dos calles; ahora solo tenía que poner la primera marcha otra vez y concluir así el recorrido.

Pero fue justo allí que empezaron mis problemas porque, por más que lo intenté, me fue imposible ubicar nuevamente la primera marcha. Llevaba la barra a la posición de neutro y luego, cuando creía que había puesto la primera, me encontraba con que en realidad había vuelto a poner la reversa que estaba ubicada justo al lado de la primera. Y así una y otra vez. Era una situación verdaderamente frustrante y cuando pensaba que las cosas no podían ir peor, sentí de pronto un estruendo ensordecedor, un estrépito que me puso el corazón en la garganta: era la bocina gigante de un bus urbano cuyo conductor, que normalmente viven de afán, sonaba insistentemente para que le diera paso. Ya la gente empezaba a asomarse por las ventanas; otros ya se animaban, a pesar del sol, a salir a la calle para mirar más de cerca; por mi parte yo seguía atravesado en la calle, empapado en sudor, casi llorando de angustia y sin poder encontrar la primera velocidad.

Sonó de nuevo la bocina del bus; varios transeúntes ya me miraban a través de los cristales del vehículo; ya se había formado una fila de 4 carros detrás de mí. Entonces, resuelto, decidí enmendar la situación: a la fuerza quise hallar la primera encontrando en cada intento otra vez la reversa. En un último aliento, ofuscado por la gente, por el calor, por el pito de los carros, por la recurrente reversa obtusa, le imprimí toda la determinación y toda mi fuerza a hallar esa primera y esquiva marcha: no sé si fue alivio lo que sentí cuando en lugar de conseguir encajar la primera, me vi con la barra de cambios en mi mano, rota desde la raíz y totalmente desprendida de la transmisión. Sonó nuevamente el escándalo de la bocina del bus. Me bajé del vehículo y, tardío pero gallardo, hice lo que tenía que hacer: desde la calle le grité al conductor del bus mientras apretaba la barra de cambios con mi mano “come mierda hijueputa”. Me sentí derrotado y agobiado al imaginar a Régulo desde la mecedora inclinándose hacia su izquierda para alcanzar el vaso de jugo de tamarindo y no ver el Land Rover estacionado en el frente de la casa.

domingo, 26 de mayo de 2013

El hilo que nos ata

Las varas de caña venían clavadas, unas contra las otras, formando esos rústicos y pequeños guacales que unas veces van llenos de tomates y otras veces de aguacates o de yucas. Venían acomodadas entre los complicados y apretados cargamentos que desde el mercado llegaban a las tiendas de esquina en el lomo de esos pesados y briosos bueyes de motor que son los Jeep Willys. Venían organizadas de cualquier manera, puestas en donde hubiera espacio, recias entre el resto de la carga, bravas desde su clasificación botánica popular. El papel seda, en cambio, de un origen más elaborado, llegaba delicadamente acomodado en pliegos multicolores, impecables y de bordes perfectos.

Con genuina ilusión pueril los esperábamos: las primeras se conseguían entre los desechos luego del desembarque; el último entre vitrinas de vidrios.

Lo primero era rescatar a las varas de cañabrava de entre los restos de la carga en medio de cabuyas, cartones, cintas, amarres, bolsas plásticas y mercancía estropeada, es decir, se conseguían gratis. Por el papel seda, en cambio, había que pagar para poder tenerlo. Rara vez el privilegio de la belleza, la gracia y el color viene de forma gratuita.

Lo siguiente era liberar a las cañas de la agonía de los clavos y al papel de su cepo de cristal; luego, por mecanismos de cordeles, manos, tijeras y pegante, darles alas y sentenciarlos a volar juntos, al papel y a la caña, en la forma de un barrilete.

Nunca se es demasiado desafortunado. La escasez nunca es tanta. En el caso nuestro bastaba con ir hasta la parte de atrás de los patios, del otro lado de la última pared, en un solar baldío, ir hasta alguno de los montículos de barro seco que las dragas iban apilando para dar la ilusión de progreso y una vez allí, con barrilete en mano, darle la espalda a la brisa salada que venía de la ciénaga y, en libertad dosificada, soltar el hilo en el ritual de izamiento. No es fácil: hay que insistir y tener cuidado con los cables de la electricidad; hay que saber interpretar las caprichosas ráfagas cienagueras; hay que ajustar, si es necesario, la curvatura del arco y el peso de la cola de tela. Una vez arriba, hay que oírlo zumbar y verlo balancearse majestuoso en el cielo de agosto y deleitarse con ese intruso entre nubes porque elevar un barrilete es también elevarnos un poco.

Elevar un barrilete es el arte de disfrutar de la espera; es como ir de pesca; es un desafío contra sí mismo; es un hilo lo que nos ata; es un hilo lo que no deja que nos perdamos en la incertidumbre; es el cordón que nos conecta con el motivo y es la delgada línea que nos separa de la soledad. Pero mientras que en la pesca la espera se justifica con la ilusión del pez, al elevar un barrilete no hay una recompensa aparte y es por eso una actividad de completa sinceridad desinteresada cuyo medio y fin están atados a ese hilo que lo mantiene, desde la mano, suspendido en el aire.

En términos de la mezquina inmediatez neoliberal, un barrilete en las manos de un niño no será de gran aporte para un mundo ávido de beneficios y utilidades; y es que no hay necesidad; simplemente no lo hace peor y eso ya es mucho. En aquella infancia lejana nos ocupábamos de realizar los sueños a mano y, en literalidad poética, darle alas a la imaginación. A veces el hilo que nos ataba se rompía y el barrilete se iba sereno a alimentar los sueños de otros niños remotos que lo encontrarían para darle alas nuevamente: nunca se es demasiado desafortunado; un barrilete en el aire nunca es perdido; por ello, si de lanzar al aire se trata, siempre preferiré una cometa y no una bala.

lunes, 22 de abril de 2013

Al Cuchilla



Desde la distancia vi a la multitud agitada y formada en círculo y lo primero que imaginé fue que había una pelea. Cuando estuve más cerca quedé confundido porque solo había un único peleador. Cuando presté mayor atención entendí que la gente lo rodeaba, como para que no se escapara, como para retenerlo un instante más, no a un púgil sino a un artista de la narración oral, a un mago de la palabra, del verbo simple, picante y certero: se trataba de Edelberto “El Cuchilla” Geles. Esa fue la primera vez que lo vi en el parque del Centenario en Cartagena de Indias.

Años después, cuando tuve la oportunidad de hablar serena y largamente con él, me explicó que su nombre de escena y que a la larga pasó a ser su nombre verdadero, “El Cuchilla”, nació de su paso fugaz por el boxeo y su facilidad para abrir, con la fuerza de sus golpes, profundas heridas en los párpados y pómulos rivales. “Cortaba como una Cuchilla”, me dijo enfático agitando la mano izquierda, “y así me quedé” remató complacido.

En la madrugada de un 6 de Diciembre llegó al apartamento en donde yo vivía, algo indispuesto por lo largo del viaje y más que eso por la larga ausencia de ron: 12 horas de abstinencia. El Cuchilla Había viajado de Cartagena a Bucaramanga porque era el invitado de honor a la fiesta anual del 7 de Diciembre que la colonia de la costa atlántica de la Universidad Industrial de Santander organizaba para aliviar un poco aquella nostalgia amarga de hallarse lejos, en una tierra amable pero que prende las velas, sin ron y sin música, a las 6 de la tarde y no a las 4 de la madrugada como se hace en el caribe.

Media botella de ron viejo de Caldas, fue lo que respondió cuando se le preguntó si quería desayunar. De cerca, El Cuchilla era un hombre de carnes magras y músculos estrechos, como de gallo fino; era de poco comer y de expresión comedida y seria. Allí noté que sus palabras de grueso calibre no eran parte de su léxico cotidiano sino que eran un mero elemento retórico y de apoyo dentro de su obra; a esa altura de su vida se había convertido en un hombre frágil por el abuso del goce, de una inteligencia clara y una memoria privilegiada: características que suelen encontrarse en los grandes narradores.

Él se denominaba a sí mismo como un cuentachistes; otros lo consideraban cuentero; yo pienso que encasillarlo en una categoría es desconocer la versatilidad que tenía; era un verdadero contador de historias que, dependiendo de sus propósitos, cambiaba la expresión, la cadencia, la gesticulación y hasta el tono de la voz; lo invariable, eso sí, era la chispa y lo picante de su narrativa.

Aquella noche del 7 de diciembre nos fuimos caminando juntos las 10 cuadras que nos separaban del lugar en donde haría su presentación; se le veía un tanto nervioso porque, según su propia explicación, en sus actuaciones del parque del centenario en Cartagena él era quién llegaba primero y luego su audiencia; pero en aquella noche Bumanguesa ya una amplia multitud lo esperaba en la intersección de la calle 10 con carrera 28; al llegar al sitio y justo antes de despedirse quiso que nos tomáramos una foto; luego se dejó arrastrar confundido por un rio de gente que lo llevó hasta al centro. Allí lo vi nuevamente en medio de la multitud formada en círculo, como la vez aquella; el tiempo le había dibujado una expresión de resignación en su rostro; antes de empezar la función, un animado miembro de la audiencia le llevó un trago de ron: “Es que hay gente sapa”, fue la respuesta de El Cuchilla al gesto aquel. Y desde ahí las carcajadas no cesaron hasta la madrugada.

Esa fue la última vez que lo vi; cerrando la historia con el mismo cerrojo, completando el ciclo, desde una tarde lejana y cotidiana en Cartagena a una madrugada nostálgica de diciembre. Poco después El Cuchilla murió por complicaciones de una cirrosis hepática, que es la enfermedad laboral de los poetas. Porque poeta no es solo el que con espumosos versos le canta a la luna y a la mar y la rosa gastadas; poeta es aquel que puede construir lo mágico y lo extraordinario con las mismas palabras que todos conocen y en los lugares que ven a diario. Esa es la habilidad de los magos de la palabra. Ese es el legado de Edelberto El Cuchilla Geles.

A veces, para cortar la historia en dos, basta con una cuchilla.

domingo, 17 de marzo de 2013

Mi padre: el hombre que le ganó al campeón mundial

Hubo una época por el año de 1994 en que me interesé por los filósofos griegos; bueno, no en todos; de hecho sólo en uno: Sócrates.

Fue así como me vi, debajo de uno de los arcos de la torre del reloj público del centro de Cartagena, regateando con una vieja librera por cuatro folletos destartalados y piratas de Los Diálogos de Platón que narran los razonamientos de Sócrates. Cada uno costaba 2200 pesos y yo en el bolsillo sólo tenía 8 mil representados por un billete de 5  y un ejército de monedas.

El improbable argumento de la librera para no ceder en el precio era que los conservaba desde 1963. Pero justamente con ese mismo argumento yo me apoyaba para persuadirla de qué tanto podrían representar 800 pesos a la vuelta de 30 años de estar archivados en esos anaqueles de polvo. Después de regatear por una media hora finalmente me recibió los 8 mil pesos y ni se molestó en contarlos siquiera.

Crucé la avenida Venezuela y me senté en uno de los escaños del parque del centenario a hojear los tesoros recientemente adquiridos. El Banquete fue el primero de los diálogos que leí; sin embargo menos por el bullicio de la convocatoria de público que a viva voz hacían los comediantes criollos Cuchilla Geles y El Zorro que por el hostigamiento del sol de las 3 de la tarde, decidí refugiarme en las sombras del parque de Bolívar -en el centro amurallado- que era más propicio para mis introspecciones filosóficas de cartón.

Sólo se oían las ráfagas atropelladas de movimientos de fichas sobre el tablero en el vertiginoso ajedrez de a 5 minutos. Jaque, jaque, jaque. Y yo sonreía porque si me hubiera jugado esos 8 mil pesos al ajedrez con los pensionados eternos, seguro me hubieran despojado hasta el último peso, como era costumbre y además, como era costumbre también, les habría tocado regalarme lo del pasaje del bus para devolverme a mi casa. Esa vez fue distinto y me sentía henchido de orgullo por mi decisión de haber comprado los libros.

Al terminar La Apología de Sócrates, los pensionados eternos me invitaron a jugar. Decliné el ofrecimiento. Se rieron: especularon que tal vez ya había perdido la plata en algún otro lado; en el dominó tal vez. Y fue justo allí que caí en la cuenta de que esos 8 mil pesos que había pagado de buena gana en la torre del reloj era el único dinero que llevaba encima. No tenía con qué devolverme a mi casa. La gota fría de Emiliano empezó a bajar por mi columna vertebral. No tenía presentación volver donde la vieja librera después de haber regateado tanto. Me senté abatido, apoyé la cabeza contra las tablas de la banca y me perdí un momento entre ramas de árboles y nubes.

El plan B era ir hasta el paradero de buses cerca de la India Catalina y esperar a que alguno de los choferes me llevara gratis; el plan C era pedirle desvergonzadamente a un transeúnte cualquiera que me regalara lo del pasaje; el plan A era seguir esperando sentado hasta que me decidiera por alguno de los otros dos planes.

“Siempre me pueden encontrar en el camellón de los mártires después de las 3 de la tarde para lo que necesiten”, reaccioné al recordar aquellas palabras que Rodrigo Valdez, El Rocky, había pronunciado en una conferencia. Y yo estaba a unos metros del camellón de los mártires. El Rocky Valdez, dos veces campeón mundial de boxeo en los años 70, es un hombre apacible, vistoso y generoso que lo mismo regala almuerzos en el mercado de Bazurto, inaugura obras en la ciudad de la mano del alcalde o se queda a conversar largamente con quién quiera sentarse junto a él. Era de los míos,  pues El Rocky había vivido en la misma calle del barrio Olaya que mi padre, cerca del centro de recreación para adultos fogosos, Sanssoucie, que yo atravesaba dos veces por semana para ir a visitar a mi abuela en la calle contigua.

Con algo de inseguridad por mi timidez crónica me dirigí entonces al camellón de los mártires, que está ubicado junto al muelle de los pegasos, caminando con paso deliberadamente lento y buscando ansioso en el piso algún billete o moneda que me salvara de la angustia. No encontré nada en todo el trayecto. A lo lejos vi al Rocky. Rodeado de sus amigos de siempre y gesticulando jabs de izquierda, rectos de derecha y ganchos al aire. Me acerque temeroso pero decidido. Antes de pronunciarlas calculé bien mis palabras para que no me dijera que no. Hay ocasiones en las que las palabras son lo único con lo que se cuenta y hay que escogerlas bien y pronunciarlas con el tono preciso. Y le dije: “Hey Rocky, compré estos libros y me quedé sin plata; regálame para coger un bus de Olaya”. Dejó de lanzar golpes al aire, suspendió la charla, el silencio se hizo y yo no tenía más palabras que esas.

Me preguntó incrédulo: “¿Compraste esos cuatro libritos y te quedaste sin plata para el bus?”. Yo asentí con la cabeza sin decir palabra alguna porque ya las había dicho todas. Antes de darme lo del pasaje me dijo con su voz atropellada de vocablos escasos: “a mí me sirvieron más estos puños que los hijueputas libros”. Sus contertulios y él rieron a carcajadas y yo había quedado como el tonto intelectual de cartón que compra libros y luego no tiene ni para el bus. Era completamente cierto lo que decía El Rocky, pero ese toque burlón típico del Cartagenero que sabe que lleva la ventaja, me había sembrado una espina de ira inmadura y adolescente. Cuando tuve los 1000 pesos en la mano, que fácilmente me alcanzaban para dos trayectos o más, y ya aliviado de toda angustia, entonces le riposté con un jab tímido: “Yo soy el hijo de Guido”. El Rocky esquivó el golpe con un leve movimiento de cintura: “¿Cuál Guido?”. Entonces fue cuando le mandé el recto de derecha: “Guido, el que te levantó a trompadas allá en Olaya lo mismo que al gordo Danilo”. Lo conecté en el arco superciliar. Y antes de que tuviera tiempo de reaccionar le tire el uppercut a la mandíbula: “con ese no te sirvieron los puños”. Aquella había sido una pelea que me contó mi abuela de cuando ambos, mi padre y El Rocky, aún eran muchachos; dónde ni el uno sabía que iba a ser campeón mundial ni el otro sabía que iba a ser mi padre.

El Rocky esbozó una sonrisa pícara dejando ver su nombre de combate grabado en letras de oro sobre sus dientes y me dijo en tono burlón: “Nojoda si lo sé, no te doy nada; de esa pelea no me acuerdo, no está en mi record”. y al final apuntó: “Dios lo tenga en su gloria; pegaba duro ese hijueputa”.

sábado, 23 de febrero de 2013

Un ovni en el litoral


Era ese el único día del año en que los niños son los dueños de la madrugada. Gruesas y paquidérmicas lágrimas de parafina verdes y rojas y azules descienden del ojo amarillo de las velas trasnochadas y gastadas de tanto arder y divertir. No sé si lengua ardiente diminuta o cíclope de brillo simplificado. No sé si copa que se contiene a sí misma: transmutando su tamaño, cada vez más disminuido, en su propio contenido que juguetea en el borde y que al final se derrama en gruesas y paquidérmicas lágrimas de parafina. Y así de nuevo, y así en un espeso ciclo de llanto cada vez más tenue, y así hasta agotar la materia prima que es su propia existencia, quedando resumidas, a la postre, en un coral de colores blandos y asimétricos. Un siete de diciembre de madrugada y de niños y de hileras de velas encendidas.

Unos, más osados, atraparon el brillo entre faroles, como encarcelando al sol para poderlo tocar, con la misma ilusión del que guarda el mar dentro de un caracol. Otros, por no tener la costumbre de jornadas de tan fresca brisa, para calentarse tomaron el chocolate que preparó María; un chocolate que no era chocolate sino maíz, pero que sabe igual: un triunfo de la alquimia culinaria del caribe. Otros, recogieron voraces los restos apagados de lo que horas antes habían sido mini novas verticales, con la intención de recrear, más tarde y fuera de la vista de los mayores, una miniatura de volcán echando dichos restos dentro de una tapa de gaseosa que, sostenida por los pilares marchitos de dos bengalas infantiles, se avivaba desde abajo con una llama sobreviviente; a ese ingenioso conjunto le llamaban el caldero del diablo; al final, un acertado escupitajo en el centro de la tapa de gaseosa desataba la revancha volcánica y desde el fondo de la tapa ascendía, de vuelta, una larga lengua de fuego que quemaba pestañas, espantaba sueños y anticipaba la aurora. Y algunos otros, acostando el cansancio bocarriba, nos quedamos mirando el firmamento.

Álvaro fue el primero que lo vio. Ya acostumbrados a su imaginación surrealista, no le creímos. Una estrella le sacó ventaja a las demás. Ya no era un punto insignificante dentro de un conglomerado majestuoso. El cometa Halley ya había pasado el año anterior mientras yo compraba un litro de leche que me había encargado mi madre, y me resulta curioso ahora que nuestra galaxia se llame precisamente la vía láctea. No era el Halley. Decúbito dorsal silente y ojos cada vez más abiertos por una estrella que se aproximaba justo a la calle nuestra, la última del barrio, justo sobre nosotros.

El progreso era lento, pero sin duda se estaba acercando. Porque a nuestros pueblos todo llegaba lento, incluso los fenómenos estelares. Emprendió una tosca trayectoria de primer boceto a mano alzada; de ahí sospechamos que no era una estrella. El grito de avión en la boca de Ana Milena fue silenciado por el susurro anónimo de que por aquí nunca antes había cruzado uno. El veredicto entonces lo dio su descubridor: un ovni. Aunque el resto de nosotros desconocía el significado de la palabra, nos pareció que ciertamente no se parecía a ninguna otra cosa que se haya visto antes; debía, entonces, ser un ovni.

Una vez que descendió hasta la altura de nuestro entendimiento, pudimos ver un cubo perfecto, de caras iluminadas de colores y que giraba sobre su propio eje, con parsimonia, como dando el tiempo para registrarlo bien en la memoria de un litoral típicamente amnésico. Así se sostuvo un momento, balanceándose en el aire, como canoa de pesca en el mar adentro, como cadera en la cumbia; pero un minuto después, en una marejada inesperada de brisa, se perdieron los controles, se ofuscaron las aristas, se desdibujaron los bordes; y entonces la decisión, imagino, fue la de descender del todo: en maniobra agresiva el cubo viró a estribor y cruzando en parábola descendente por el techo de las casas se nos perdió de vista aterrizando en el solar baldío detrás de las paredes de los patios.

Al llegar corriendo a la vuelta del solar, alcanzamos a ver, entre la candela, lo que quedaba de la nave: unas delgadas varillas de caña brava atadas con hilo rojo formando el esqueleto de un poliedro maltrecho y abrazándose a ellas unos jirones de papel silueta que buscaban evitar ser alcanzados por la llamas de un mechero malherido; los tripulantes ya habían huido. A nuestro ovni, los adultos le dieron el sorprendente nombre de cajón aerostático, y trataron de convencernos de que había sido fabricado por algún niño de algún barrio cercano. Hábil artesano o cubo galáctico. En esa discusión se fue lo que quedaba de la madrugada.

Cuando el sol se levantaba en luz, supe que ya no podría olvidar aquella madrugada de diciembre, porque cubo galáctico y cajón aerostático, en el recuerdo de una infancia feliz, vienen siendo la misma cosa.


domingo, 17 de febrero de 2013

Cada tercer sábado

Cuando descendí presuroso del último escalón ya mi madre me esperaba impaciente con un par de tijeras en la mano.

No estoy seguro si aún no eran populares los corta-uñas o si en realidad eran las tijeras su instrumento de tortura favorito, o acaso, era la única herramienta eficaz para combatir mis uñas férreas heredadas de mi padre y que este a su vez había heredado también de su padre. Lo cierto es que era el tercer sábado del mes y, según las normas de la casa, era el día de cortarse las uñas de los pies. No me daban esa tarea directamente a mí porque aún era muy pequeño y más que eso, porque ningún niño preferirá cortarse las uñas un sábado en la mañana en lugar de ir a correr descalzo y feliz por las calles destapadas.

Pinchazos de amor en las cutículas, cortes de ternura en el borde de los dedos, amoroso alicate horadando en una uña encarnada, dulces gritos de tatequietos, preciosos ojos fuera de órbita e inyectados de sangre, delicada respiración espesa y entrecortada de impaciencia. Ella le llamaba la amorosa agonía de ser madre; yo en cambio le llamo la implacable tortura de ser hijo. Tal vez el lector lo sospeche, mi madre no era la más diestra en el arte de la pedicura.

Me ubicó a la altura perfecta sobre una mecedora de dónde me sobresalían los pies en la justa medida; trabó los balancines con trapos para evitar que me meciera; justo debajo de mis pies ubicó un banquillo enano de madera rústica y puso sobre él una taza de agua caliente y el resto de la artillería pesada; con su mano suave me empujó por el pecho hasta quedar totalmente recostado al espaldar; sonreía mientras se encajaba los ojales de las pequeñas tijeras entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha; cuando con los mismos dedos, pero de su mano izquierda, me aprisionó el meñique indefenso y sentí la punta de la tijera acercándose a la uña, se desató una descarga eléctrica desde el centro de terror de mi cerebro hasta la extremidad cautiva, echando chispas y disparando por los aires pinzas, alicates, limas, cremas, cepillos, piedras pómez y, claro, la taza.

La taza de agua caliente se elevó por los aires, ingrávida, sin un ápice de inclinación, como gobernada por los invisibles hilos de un talentoso e invisible duende titiritero y llegó hasta la altura de mis ojos. Luego algo sucedió con el duende, se le extraviaron los hilos y se activaron en cambio los hilos, invisibles también, que todo lo halan hacia el núcleo de la tierra y en la siniestra dinámica de los fluidos el perfecto centro de gravedad perdió el equilibrio, situándose en la única posición posible para que todo el contenido de la taza se derramara sobre la cabeza de mi madre. Si no se controlan, las leyes físicas pueden llegar a ser fatales.

Enfurecida en silencio, ella; aterrado en silencio, yo; no articuló palabra alguna; bastó con que señalara la puerta de la casa; salí corriendo despavorido; atravesé el solar de cada tercer sábado.

Allí encontré a mi padre bajo un sol inclemente, en un terreno que no era apto ni para que pasara un tractor, una tierra dura y árida, un salitre de canales profundos, sin sombra cercana, sin vendedores, sin agua, intentando jugar a la pelota con un grupo de jugadores que no alcanzaban a completar los mínimos necesarios; algo inconcebible para un hombre amante del buen béisbol.

Luego comprendí que él aceptaba participar de esa abominación cada tercer sábado, si acaso no era él mismo quién la organizaba, para poder librarse de que mi madre le cortara también las uñas de los pies. Su abdicación era, por ende, mi tortura. Pero con lo que mi padre no contaba ese día, es que aquella taza de agua caliente sobre la cabeza de mi madre no quedaría impune; la verdugo respiraba amoníaco, transpiraba veneno, ya tenía sus armas afiladas, nos esperaba impaciente y el ejecutado, por esa vez, no sería yo...

lunes, 11 de febrero de 2013

Eruditos de cartón


Hay dos cosas que me molestan en los hombres. Fueron más o menos las palabras que me dijo la bella y aguda observadora.

La primera, más o menos en sus palabras, es que los hombres viven los viajes por tierra en términos de kilómetros por hora, de cantidad de combustible, de peajes, de policías en la vía, del estado de la carretera y, sobre todo, de cuánto se demoran en ir de un sitio a otro; la velocidad. Nunca detallan, agrego yo, en aspectos como el paisaje, los pueblos, transeúntes o habitantes; estos son simplemente otros elementos ineludibles en la ruta.

La segunda, más o menos en sus palabras, es que en cuanto a la música, a los hombres les parece muy importante conocer los datos biográficos del intérprete, el álbum, el compositor, el año de grabación e incluso las historias secretas detrás de cada canción. 

Estoy de acuerdo, sobre todo con la segunda afirmación. Yo he caído varias veces en ambas conductas y creo que no he sido el único. Ahora caigo en la cuenta: no veo cómo puede mejorar (o empeorar) la obra de García Márquez el hecho de conocer el origen de la palabra Macondo; no veo cómo puede mejorar (o empeorar) la obra de Bela Bartok el hecho de que sea el compositor favorito del Nobel Colombiano; no veo cómo puede embellecer (o estropear) Las Cuatro Estaciones de Vivaldi el hecho de saber a qué estación corresponde cada movimiento; no veo cómo puede mejorar (o empeorar) los arreglos de trompetas de Richie Ray el hecho de saber su nombre de pila completo; no veo cómo La Cuna Blanca de Raphy Leavitt puede ser una mejor (o peor) canción por el hecho de que sea inspirada en Luisito Maisonet, trompetista fallecido en un accidente que tuvo con Raphy. no veo cómo.

Muchos de los que decimos ser conocedores, al escuchar una canción de nuestro interés podemos citar la información del álbum, cantante, arreglista y hasta la nómina completa de la Orquesta que la interpreta. Es decir nos conviertimos en conocedores de las arandelas, de los detalles adjuntos, pero no de la obra misma; eruditos de la envoltura. Saber la cifra exacta de las copias que vendió el álbum Thriller de Michael Jackson, no lo hace a él mejor artista (o peor) ni a usted un mejor conocedor de la música. El contexto histórico, sentimental, económico o social si bien son los elementos inspiradores de la obra (la musa, si se quiere), hay que convenir que no hacen parte del lienzo o de la partitura; es decir, son elementos externos a la obra, y aunque en plena medida son inseparables de ella no implica que esto necesariamente le agregue o le quite valor estético, porque una obra de arte -cualquiera que sea y por encima del mensaje- es ante todo una expresión estética.

Por ello considero inadmisible que el valor estético de una pieza musical o de una pintura dependa de los elementos que menciono, o de cualquier otro elemento. Una obra de arte debe defenderse por sí misma, mostrarse con la sinceridad desnuda de lo que no necesita explicación ni motivos, hablar por sus propios medios, sin interlocutores. No puede ser que un observador o un escucha no halle todo lo que necesita sólo con ver la pintura o con sólo escuchar la música. 

Descuidando así lo importante, nos hemos vuelto eruditos de lo externo, de la envoltura, del empaque. En fin, eruditos de cartón.

martes, 15 de enero de 2013

La vez que la vida se detuvo. (Anécdotas de infancia)


En el amague de pisar el acelerador y luego el freno inmediato y brusco  -con el afán de seguir embarcando pasajeros en donde no cabía uno más-  el conductor dictaba en la gente el ritmo hipnótico de resignación de aquel que sabe que de nada vale protestar ni pedir celeridad. Tan lento íbamos que podía ver a los transeúntes adelantar frente a mi ventana con la amarga sensación de que estábamos retrocediendo. Era de verdad una jornada agónica en mi desespero inútil; pero no había más alternativa, porque toda la zona era una larga procesión de buses repletos como en un entierro sin luto y sin muerto. Y así era a diario. 

Eran las seis y cuarenta de la mañana y yo iba muerto de sueño y de calor en un bus ruidoso, lento y lleno de gente y, como siempre, tarde.

Al llegar al final de la avenida Pedro Romero, que marca el inicio del mercado de Bazurto, la situación empeoró: el tráfico se detuvo por completo; pero en aquella ocasión era diferente porque no sólo el tráfico estaba detenido sino que la vida también lo estaba. Nada se movía, nadie respiraba, los conductores estaban impávidos fuera de sus vehículos, los vendedores ambulantes silenciaron sus pregones, no hervía el aceite en los calderos de las fritangueras y hasta en los puestos de agáchate del mercado los compradores permanecían erguidos. Sólo el reloj implacable y monótono seguía su marcha y, con él, mi desespero en aumento.

Todos miraban hacia el mismo lado, a la izquierda y hacia arriba convergiendo en una escalera de mano apoyada sobre un poste de luz. En el peldaño más alto se equilibraba un negro descamisado y con la piel brillante de sudor por los rayos de un sol incipiente que se alzaba enorme sobre el cielo como una gigantesca arepa de huevo. Con una mano se aferraba al poste de luz y con la otra sostenía por uno de los extremos una vara larga de madera que tenía enganchada, en el otro extremo, una jaula que encerraba un canario en uno de sus tres compartimentos. Los otros dos compartimentos de la jaula eran trampas de las cuales el hábil cazador ya tenía preparada una, con el objetivo de atrapar a un segundo canario que trinaba sereno y libre sobre la lámpara que corona al poste.

Era una danza de movimientos lentos, fluidos y acompasados, como una especie de Tai Chi Chuan tropical, cuyo objetivo era acercarse paulatinamente pero sin alertar al desprevenido canario. Era una danza serena de hamaca en trance, de lumbalú minimalista, moviendo sólo los músculos necesarios, goteando el sudor por el codo y con las venas a reventar en el brazo con que sostenía la vara. 

En un acertado movimiento final y ayudado por la persuación del canto del canario cautivo, el negro pudo atrapar al segundo canario que trinaba sereno y libre sobre la lámpara y esto desató un júbilo general, una lluvia de aplausos, una confusión de carros y gente, una algarabía omnipresente, una disonante sinfonía de cornetas de buses. En resumen la vida había vuelto, porque en el caribe lo asombroso nunca es suficiente sino que además las cosas, para hacerlas creíbles, hay que agrandarlas y mitificarlas, de tal forma que, a pesar de que todos habíamos visto la proeza, a los pocos segundos ya se manejaban segundas y terceras versiones dentro del bus en que íbamos. Que el negro era un experto hipnotizador de aves; que sostenía la vara con la boca; que ya no había capturado uno sino que en realidad fueron dos canarios; que en lugar de trampa lo agarró con sus propias manos; que yo sé dónde vive; que es el pretendiente de mi hermana; que no es tan bueno como creen; que no sabe tanto de pájaros; que yo cazo canarios también; que no fueron dos sino uno solo; que ese negro no fue sino aquel otro; que el segundo canario siempre estuvo en la jaula; que yo no vi a ningún canario ni a ningún negro...

Al final ni yo mismo estuve seguro si todo eso que vimos en realidad sucedió. Pero el reloj avanza y con él la vida, y yo aún iba tarde. Al bajarme del bus al final del recorrido lento y tortuoso, tuve que resolver el laberinto diario que son las callejuelas del centro de Cartagena de Indias; al alcanzar el final de la calle del Tejadillo, me encontré con que el blanco y frío portón de la entrada del colegio de la esperanza ya estaba cerrado, y no hubo forma, tal como me sucede hoy día, de que el celador me dejara entrar. Sin embargo me dio la opción de hablar con el rector para exponer las excusas de mi retraso.

A Don Jorge de Irisarri siempre lo recordaré por ese perfume inconfundible que no le puede pertenecer a nadie más. Sacó de su guayabera un pañuelo blanco con su monograma bordado, se quitó las gafas y limpió suavemente los lentes bifocales sin pronunciar palabra alguna. Se acomodó nuevamente las gafas y fue entonces que levantó la mirada, con la cabeza ligeramente inclinada y mirando por encima del marco de las gafas. Sudé frío. Quedé petrificado. Finalmente me dijo con voz cansada: joven, si viene con la misma historia del canario con que me han venido todos, mejor no diga nada y siga rapidito a su salón de clases.