viernes, 18 de mayo de 2012

Una Bala Perdida

El 25 de diciembre de 1988 mientras jugaba dominó con sus hermanos, a mi padre lo mató una bala perdida.

Le he dado muchas vueltas en mi mente a ese suceso -como en aquellas películas en donde cuentan la misma historia muchas veces desde diferentes puntos de vista, como Faulkner en Mientras Agonizo o como Gabo en La Hojarasca- y siempre me queda la imagen del laberinto de lunares en la mesa de dominó, la dinámica enrevesada de la mente que piensa la jugada siguiente, las manos ansiosas del que aprieta un doble seis amenazado de muerte; un abrupto final prematuro decretado a la fuerza por la desgracia autoritaria y mezquina.

El componente de azar está fuera de nuestro control, pero su trazabilidad es lo que da la posibilidad de transitar mejor un camino recorrido anteriormente. Por ello, una vez cae sobre la mesa la última ficha de la partida, la llave perdedora especula siempre sobre el posible desarrollo del juego cambiando alguna movida, barajando estrategias.

Uno se sienta a una mesa de dominó llevando consigo una historia reciente de errores que no quiere repetir, un conjunto de estrategias generales que buscan inclinar las probabilidades a nuestro favor, un subconjunto de estrategias particulares formadas tácitamente a lo largo de otras partidas con el compañero de llave; pero nunca se prepara uno para defenderse de una bala perdida. Un concepto tan absurdo que pareciera no tener explicación posible. Sin embargo el componente de azar está en  la  forma en que se desarrollan las acciones, no así en la voluntad de ejecutarlas. Es así como he trazado exactamente la trayectoria de la bala hasta el momento mismo del disparo, y aún más, hasta el momento mismo en que el impulso nervioso extiende la ignorancia hasta el índice que acciona el gatillo, obedeciendo una orden cerebral, que más que una orden es el camino de sinapsis natural que tienen las mentes burdas cuyos propietarios tienen la posibilidad de comprar armas y balas y sentirse de fiesta.

Porque del razonamiento físico más simple en cuanto al movimiento parabólico que se enseña en los primeros años de escuela, se deduce que todo objeto lanzado o disparado a cierto ángulo, describe una trayectoria parabólica (entiéndase como una especie de u invertida) donde la velocidad final es aproximadamente igual a la velocidad inicial, es decir, la velocidad con que se dispara es muy cercana a la velocidad con que una bala impacta. Quien se detenga a pensar en ello, tal vez puede llegar a la conclusión de que una bala disparada “al aire”, “perdida”, tiene todo el potencial de matar cualquiera.

Pero como nuestros eruditos gatilleros piensan que las lecciones de física no les van a servir para ejercer el oficio de bandido, aquel 25 de diciembre de 1988 mientras jugaba al dominó con sus hermanos, mi padre no pudo gritar “dominé” como él hubiera querido sino que lo que le tocó decir debido al suceso imprevisto, casi sin aliento y mientras se desvanecía, fue: “me mataron”.