jueves, 23 de abril de 2015

A la salud de las cachorras

Frente a mi mesa hay tres mujeres tomando cerveza ligera y fumando cigarrillos mentolados. Dos de ellas me dan la espalda; la otra me queda de frente. Solo unos pocos pasos nos separan y es por eso que el humo reciclado de sus pulmones me pica en la nariz. Esa es la razón por la cual hace un momento quise cambiarme de sitio; pero han transcurrido tres minutos desde entonces y aún no me muevo de aquí. Es que justo cuando empezaba a levantarme, me llamó la atención la forma en que sus ademanes exagerados y sus ropas juveniles no se corresponden con la cuenta de sus años que —calculo— ya pasó de los cincuenta.
Entonces decidí quedarme a beber una cerveza.
Para no delatar mis intenciones finjo que reviso alguna cosa en mi celular; pero en realidad estoy tomando nota de todo lo que dicen. Si aquí sigo a pesar del humo es porque, además de sus atuendos y maneras, me resulta divertido que hablen del calcio, del dolor en las articulaciones, de sus calores repentinos y demás achaques de la mediana edad con el mismo lenguaje que los jovencitos usan en las redes sociales.
A una de ellas le suena el teléfono. Tiene una curiosa distribución de canas que comienzan en su frente y le cubren, hacia atrás, hasta un tercio del pelo. El timbre de la llamada es un reguetón de moda. Contesta. Es rápida y locuaz. Mientras busca alguna referencia en la calle —un cartel publicitario, una señal llamativa— se esfuerza para dar a su interlocutor las instrucciones de cómo llegar. Esta ciudad no se rige por calles y carreras numeradas, así que dar una dirección no es un asunto sencillo. Por eso la señora, que ahora se enreda en los detalles, se da vuelta para pedirme ayuda sin dejar el teléfono y sacudiendo con la otra mano las cenizas del cigarrillo.
La verdad es que conozco poco y no puedo ayudarle. No señora, ni idea, le digo haciéndome el despistado. Entonces, sin interrumpir la llamada, me guiña un ojo como agradeciendo por nada mientras se traga otra bocanada de humo. De algún modo se las arregla con las indicaciones porque al final de la conversación se despide diciendo que bueno, pero no te demores porque ya pedimos. De esa forma me entero de que están esperando a una cuarta amiga para salir de fiesta aprovechando que los jueves en la noche, en la mayoría de los bares, las mujeres no pagan cover.
Pido entonces otra cerveza solo para seguir escuchando.
Ahora que acaba de llegar la amiga que faltaba es que me percato que entre ellas se llaman cachorras. Curioso remoquete para unas mujeres que bien podrían estar mimando nietos. La recién llegada, que es la más desenvuelta, propone un brindis; uno muy poco común pues no lo hacen chocando los vasos de cerveza sino sus cigarrillos apagados, que van encendiendo uno a uno, al tiempo que repiten “a la salud de nosotras”.
Siguen la conversación en medio del humo. Ahora los temas se alternan entre las minucias amorosas de la oficina, sus publicaciones en las redes sociales y los chistes recibidos por Whatsapp. Suspenden la charla un momento para escrutar sin recato a dos muchachos que entran al restaurante. Luego de la recia inspección, en medio de risitas cómplices, las cachorras intercambian un cuchicheo inaudible que —intuyo— está cargado de una morbosa picardía. Vuelven a mirar con el rabillo del ojo y sueltan la carcajada.
Para disimular la risa, clavo mis ojos en la pantalla estéril de mi celular que ya se va quedando sin batería.
Allí viene la mesera con la cerveza que pedí. Cuando pasa por el lado de las cachorras, la recién llegada, con falsa severidad y conteniendo la risa, le reclama que ellas habían ordenado primero. La mesera sonríe nerviosa; se sonroja. Entonces levanto el vaso para disculparme y ellas me devuelven el gesto de la misma manera. Yo imaginaba que estas señoras refinadas habían ordenado algún plato liviano: una ensalada o tal vez una bandeja de frutas. En lugar de eso, un mesero les trae a cada una un delantal plástico, un mazo y una tabla, y pone sobre la mesa cuatro cubos llenos de cangrejos.
La destreza para horadar y sacar la carne de debajo del cascarón, contrasta con sus uñas largas y peinados perfectos. Entre succiones, golpes del mazo, malabares de la lengua y sorbos de cerveza van acabando, implacables, con patas y tenazas. La cachorra del pelo entrecano, interrumpe de pronto. Cuenta con impostada tristeza que comer cangrejos era el plan favorito de su exmarido. Dice que se separó de él hace once años por un caso de compatibilidad extrema de caracteres. Las caras de desconcierto de sus amigas no la sorprenden. Será incompatibilidad, le corrige una. Pero ella, imperturbable, bebe un largo trago de cerveza y explica sin sobresaltos: no, querida; compatibilidad extrema de caracteres; es que a él también le gustan los hombres. Entonces se hace un silencio tenso. Todas la miran. Ella se lleva a la boca otra pata de cangrejo. Luego levanta los ojos, mira una a una a sus amigas, y estalla en una sonora carcajada que contagia a sus amigas y de paso a mí.
En vano trato de esconderme con mi insostenible técnica de mirar el celular totalmente descargado.
Son mujeres en la plenitud de su desparpajo y se lo gozan sin ataduras ni complejos. Ahora que terminaron de comer piden café. Una de ellas dice que es lo mejor para la hora porque les abre la mente y les reactiva el ánimo. Al oír estas palabras, la cachorra que llegó de último, se incorpora de repente y propone que entonces le agreguen a cada taza dos copitas de aguardiente para ver si, además de la mente, se abren los sentidos y quién quita que otras cosas también. Vuelven a reir.
Hacen enrevesados juegos de palabras con el divorcio y la intolerancia a la lactosa, con sus maduros pretendientes y medicamentos azules, con la pista de baile y el óxido en las articulaciones, con los muchachos y las bondades del colágeno. Todo eso con sus gestos y palabras juveniles.
Yo ya no puedo más. En este punto mi fachada del celular es inútil. No puedo evitar reirme con descaro. Ahora las cachorras se ríen abiertamente conmigo celebrando sus propias ocurrencias. Me han hecho la noche. No me queda sino pagar la cuenta. Antes de irme me despido de ellas y les invito otra ronda de cervezas deseándoles en silencio una larga vida de desparpajo mientras brindo por la salud de las cachorra.

Retrato de un pesimista

Justo cuando cerré la puerta del taxi, y antes de que pudiera articular alguna palabra para anunciar mi destino, el conductor me preguntó a quemarropa: «bueno hermano, ¿por cuál trancón nos vamos?»
El taxista era un señor procaz que rondaba los sesenta años; con unas pocas hilachas blancas sobre el cráneo casi pelado; de piel curtida y vestimenta opaca; de uñas cortas y sucias en unas manos de labriego. Me sorprendió su estilo directo en un gremio que en la ciudad de Bogotá es más bien de reticencias. Sus cansados ojos inquisitivos, fijos sobre los míos en el espejo retrovisor, esperaban por mi respuesta.
—A esta hora —dije por salir del paso— no creo que haya mucho tráfico.
—¿Que no? ¡Ja! Eso es lo que usted cree. ¿Sabe si allá derecho hay salida?
—La verdad, señor, es que no sé.
—Si no sabe, mejor doy la vuelta aquí mismo —dijo mientras hacía una maniobra prohibida.
En el viejo tablero del Chevrolet Chevette parpadeaban las 3:36 de la tarde. Enrollado en la base del retrovisor un rosario de plástico iba golpeando el cristal, sin compás, según la marea de la calzada. La tapicería de los asientos era de una tela mustia que en algún momento fue negra. Al lado de la guantera, sin marco y pegada con silicona, había una pequeña fotografía de dos niñas sonriendo. A una de ellas le faltaban dos dientes. Entonces, señalándolas con la uña aporreada del dedo índice, me dijo que eran sus nietas, su adoración, por las que se joroba trabajando.
En una jornada de doce horas de trabajo, y luego de pagar la tarifa que exige el dueño del carro, un taxista en Bogotá puede ganar, en promedio, cuarenta mil pesos; unos dieciséis dólares. Esta misma cantidad la completaría un empleado raso en Nueva York en solo dos horas de labor. Pero aquí en Colombia, esos cuarenta mil pesos diarios, son el equivalente al doble del salario mínimo. Que es un sueldo comparable con el que tendría un profesional recién egresado. En ese punto, sin dejar de señalar la fotografía, el taxista se quejaba de que la plata apenas si le alcanza para cubrir lo básico.
Por el fuerte olor a gasolina moví la perilla un cuarto de vuelta para abrir un poco la ventana.
—Tenga cuidado con ese celular, ¿oyó? Por ahí cabe una mano —me alertó con desdén—. ¿Y al fin? Aún no me ha dicho por dónde nos vamos a ir.
—Voy para la calle 74 con carrera 9na —le dije—. Usted que conoce, escoja la mejor ruta.
—Ay hermano, es que uno escoge la ruta y después el pasajero se molesta si hay tráfico.
—Tranquilo que no llevo afán.
—Pero la idea no es quedarse dos horas en una sola carrera; ¿no ve que yo vivo de esto?
Estábamos en la localidad de Fontibón, al occidente de Bogotá, sobre la calle 13 con carrera 106. En los parlantes sonaba La Ventana, el programa radial de la cadena Caracol. «Mucha locota ese man, ¿sí o no?», dijo de repente refiriéndose al locutor. «Eso es lo que tiene a esta humanidad pero jodida, hermano: ahora resulta que los maricas ganan más plata que uno. Malísimo ese programa. Puros chismes». Cuando le pregunté por qué entonces seguía escuchándolo, me dijo que no cambiaba el dial para evitarse la fatiga de volver a sintonizarlo más tarde, cuando empezara La Luciérnaga: «no hermano, ¿qué tal y después no encuentre la emisora?»
Con las manos sobre el volante estiraba el cuello hacia el parabrisas como tratando de medir la densidad de carros que tenía delante.
—Todo el día el tráfico ha estado hijueputa, ¿oyó? —me dijo en su estilo perpendicular.
—Qué raro —le refuté—, si esta mañana no me demoré nada por esta misma calle.
—Lo que pasa es que como es viernes con puente festivo, hay restricciones para camiones.
—Por eso mismo; la verdad no creo que nos vaya mal con el tráfico —traté de animarlo.
—Pues, ojalá nos vaya bien; pero no le aseguro nada.
Ante la insistencia para que me decidiera por una ruta, le pedí que siguiera derecho por la calle 13 hacia el oriente. Le dije que en las otras veces que había venido, por lo menos hasta la Avenida Boyacá, no me había encontrado con embotellamientos graves.
—Pues yo pienso todo lo contrario, ¿sabe?: de aquí a la Boyacá es que el tráfico está peor.
—No, hombre; le aseguro que a esta hora eso es rapidito —le dije en automático.
—Usted disculpe que lo baje de la nube, pero la realidad es que no. Ya verá.
El conductor siguió quejándose durante todo el trayecto. Se quejó del locutor en la radio, de sus penurias diarias, de las decisiones del alcalde, del estado de las vías, del tráfico congestionado en los días normales, de lo malo que se pone el trabajo en los días festivos, de los recorridos largos, de los pasajeros indolentes que no tienen sencillo... Cuando notó que por el camino en que íbamos no estaba el tráfico que había vaticinado, no volvió a hablar. Solo se limitó a describirme la ruta que seguiría a partir de allí: «vea, hermano, voy hasta Las Américas, después me salgo para Corferias, de ahí cojo la 30 y después subo por la 74; pero no le garantizo nada, ¿oyó?». Desde el asiento trasero asentí y, en un acto temerario, cerré los ojos por un momento.
Iba despreocupado y feliz con la brisa fresca mitigando el sol de la hora. Incluso alcancé a soñar. Al poco rato sentí la voz del taxista que me despertó casi con rabia:
—¡Oiga hermano!, ¿por cuál entrada lo dejo?
—¡Ah, ya llegamos! Eso fue rápido. ¿Si ve que no nos fue mal? —Le dije con picardía.
—Pues, ¿qué le dijera yo, hermano? Contamos con suerte. Pero espere y verá el tráfico tan hijueputa que se va a encontrar a la salida.

No quiero morirme

Creíste que sería fácil, y mira en la que te encuentras. Todo porque no escuchas. Desde la orilla todo se ve sencillo, en la orilla nadie se ahoga. Pero no entendiste que ese miedo congénito a los yates, lanchas, botes, balsas, chalupas y casi todo lo que flote, no era gratuito. Te fuiste de valiente y aquí estás, luchando ahora por salir a la superficie.
Desde el mismo momento en que elegiste los zapatos verdes, supe que aquello iba mal. Pero no escuchas. Ir al río con zapatos verdes siempre ha sido señal de mala fortuna. No lo sabías, cierto es; pero sospecho que tampoco te habría importado. Diste tu palabra y eso fue todo. No tuviste alternativa. No es posible llevarle la contraria a una morena como esa.
En la oficina de excursiones viste cómo te sudaban las manos; y ni así diste marcha atrás. En mal momento llegaron los otros también a inscribirse, pues tú, valiente galán, no ibas a ser menos que ellos, ni de fundas. Y entonces compraste los boletos. Y no es que tuvieras esa obligación. No. Bien sabías que era un actividad innecesaria. De simple recreación. Palabrería rápida en el trajinado discurso de los negociantes de San Gil. Hábiles vendedores que te engatusaron con la idea de la aventura para que te olvidaras del miedo.
En vano estuve advirtiéndote desde temprano: hice que trastabillaras cuando te ponías la bermuda; hice que olvidaras la billetera sobre la mesa de noche; hice que te pisaras los cordones al salir. Nada funcionó. No escuchas. Al contrario: en menos de una hora ya estabas acomodado en la balsa de hule —todavía en tierra— recibiendo las instrucciones de cómo sortear las aguas rápidas del río Fonce.
Pero el mapa de la desgracia se teje nudo a nudo. Para empezar, los chalecos salvavidas que se compran al por mayor no están hechos para gente de tu talla. Luego, con la razonable idea de que la fuerza física viene atada a la robustez, te situaron en la punta izquierda de la balsa —donde la corriente azota más duro— con la esperanza de que ayudaras a impulsar mejor la remada. Y, para colmo, como si todo eso no fuera ya suficiente desventaja, unas gotas burlonas de incipiente lluvia empezaron a azuzar al animal contenido, al río montaraz.
Pero ya es tarde para arrepentirse. Ahora la espuma blanca de este remolino te tiene contra las cuerdas. Atrás quedaron los primeros rápidos que sorteaste bien. Atrás quedaron los saludos de remos con los compañeros, la valentía en el pecho, la confianza en la labor. Aquí tampoco tuviste alternativa: ese último rápido fue demasiado brutal. La balsa intrusa se convirtió en juguete del Fonce y terminó por voltearse. Y tú, solo tú, saliste arrastrado al centro de la corriente rabiosa. Solo tú por ir en la punta izquierda. Allá arriba está la luz y el aire; aquí abajo, solo nosotros y el agua. El chaleco, aliado por principio, es ahora nuestro enemigo anclado en tu cuello. Así que, si no es mucha molestia, escúchame por una vez en tu vida: ya estabilizaron la balsa de nuevo, y allí va tu morena, con risa grande, remando en dirección a tu hija que está más abajo, en la otra orilla, esperándolos en el pueblo. Así que, si no es mucho pedir, patalea más fuerte, agárrate de la vida y haz un último esfuerzo por salir de estas aguas brutas, porque yo tampoco quiero morirme.
San Gil.jpg

Las manos de Rosina

En el camino que va de mi casa a la de Rosina, hace veinte años, se veía una tienda de barrio, un equipo de sonido gigantesco, un colegio mixto de educación básica, un cementerio de pobres, un mercadito en la calle, una esquina de drogadictos y un motel. Media humanidad resumida en menos de un kilómetro.
Partiendo de la última calle de Las Palmeras había que alcanzar la esquina y girar a la derecha hacia El Porvenir. Curioso nombre para un barrio que en aquel entonces era una colección desordenada de casas sin número, de calles polvorientas en verano y de fangales imposibles con la lluvia. Frente a esa esquina estaba la tienda de Rodrigo. Un señor correcto de eternos pantalones de popelina amarrados a la altura del ombligo. Recio de carácter y serio en el trato. Aunque había otras tiendas más cercanas, con dependientes más joviales, yo prefería ir a la de Rodrigo solo por la esperanza de que me atendiera Ana María, su hija mayor. Pero no, nunca la vi. Todas las veces me encontré con los pantalones de popelina y aquellos ojos fríos bajo un ceño fruncido que al parecer descifraban bastante bien mis intenciones. Con ese regusto amargo compraba un confite cualquiera, daba media vuelta y seguía mi ruta.
Después de eso algo en el pecho me quedaba desencajado. Era como un malestar entre las costillas. Otro fracaso para contarle a Rosina. Pero, por fortuna, ese era un asunto que se arreglaba rápido. Porque a treinta metros de la tienda, cuando pasaba frente al equipo de sonido gigantesco —que por estas tierras se llama picó— sentía cómo todo se estremecía por la potencia de las ondas del bajo sonando al máximo volumen. Un bajo antillano que vibraba en los cristales de las ventanas y que le arrancaba a los caballetes los techos de cinc. Ese mismo resonar atronador que ponía a bailar a la gente y que aliviaba las tensiones, recomponía también, con su golpe cíclico, uno que otro corazón desubicado en el tórax; entre ellos, el que yo llevaba.
La música se oía hasta el final de la calle, que no era más que un largo camino primitivo que se estrellaba con la Avenida Pedro Romero, frente al sector La Puntilla del barrio Olaya Herrera, en Cartagena de Indias. En esa intersección, a pocos pasos del cementerio, estaba situada la escuela de primaria Fe y Alegría. Eran niños que tenían que sortear a diario, además del sol inclemente, las cunetas de barro, los charcos pestilentes y las nubes de mosquitos, solo para cumplir con la rutina de ir a estudiar. De esos estudiantes, la mayoría no tenía otro almuerzo que un cuaderno elemental de cincuenta hojas y un lápiz por la mitad marcado a dentelladas. No sé con cuánta fe ni con cuánta alegría entraban esos muchachos a las clases. No sé con qué esperanzas salían después. Tampoco quiero imaginar cuáles de ellos aportaron al aumento de las cifras del cementerio de pobres que tenían en frente. Algunos habrán sumado como difuntos; otros, como verdugos de ocasión. En todo caso, la vida en Olaya Herrera siempre ha sido una pelea contra el hambre y la desigualdad que unos resuelven a cuchillo; otros, a pulso; y algunos otros, a lápiz.
En ese punto giraba a la izquierda, en la dirección de un mundo remoto; de una ciudad ajena. El barrio Olaya Herrera quedaba lejos de todo. Lejos del progreso, de los gobernantes, de la literatura, de los servicios públicos, de las oportunidades. Lo único cercano era la Ciénaga de la Virgen. Una laguna litoral llena de mosquitos y desperdicios en la orilla, porque al fondo de esas callecitas interminables que se desprenden de la Avenida, no llegaba ni el camión de la basura. Pero Rosina no vivía por allí. Su casa estaba del otro lado, donde la gente andaba un poco menos jodida. Gente pobre pero feliz. Entonces no era necesario adentrarse en esa maraña sino que había que seguir en paralelo por la traza de la Avenida. Pero un día, a la mitad de ese trayecto, vi cómo un tipo se acercaba con parsimonia llevando un revólver en la mano. Cruzó frente a mis ojos, avanzó algunas zancadas, montó el gatillo y, sin que le temblara la mano, le disparó en el oído a uno de los vendedores de mangos del mercadito en la calle, y luego se perdió de vista por una de las callecitas que llevan a la ciénaga, sin cambiar de expresión y sin alterar la parsimonia de sus pasos.
Después del estallido hubo un silencio de caras perplejas. Luego se desató el caos. Pero ya no había nada que hacer porque en Olaya Herrera hay cosas que es mejor no averiguar ni remover. Ese es el único asesinato que he visto. Desde entonces, ese camino que yo transitaba cada semana dejó de ser un paseo apacible para convertirse en una senda de paranoia. Aquella vez, como pude apuré mi marcha. Los drogadictos no se apartaron un ápice de su mundo de humo para ir ver al muerto. «Seguro era un faltón», escuché que dijeron cuando pasé.
Seguí caminando en automático anonadado por el suceso. Tanto que al llegar a la última esquina no tuve los ánimos para asomarme a la entrada del motel Sanssoucie —como hacía siempre— para ver a qué pareja de conocidos sorprendía allí. Giré a la izquierda, camino al barrio 13 de Junio, y subí la loma que me llevaba donde Rosina. Iba pálido y empapado en sudor. Cuando llegué a la puerta de su casa, desbocado empecé a contarle el suceso. Entonces ella puso su dedo índice en mis labios y enseguida comenzó a quitarme el sudor de la cara con sus manos. Las mismas manos menudas con que en su juventud le arrancaba frutos a la tierra; las mismas con que crió y sacó adelante a ocho hijos; las manos con que descascaraba los tamarindos que crecían en su patio.
Entonces Rosina Zambrano, mi abuela, me ofreció esa vez un mecedor, me preguntó por mi madre, me preguntó por el colegio, que si el sol estaba caliente, que si quería un vaso de agua panela, me mostró un cuaderno donde tenía anotada la fecha de la próxima pelea de Mike Tyson, me preguntó que si tenía hambre. Y solo cuando me vio calmado, entornando su pequeños ojos grises, fue que me dijo: bueno, ya hablamos de lo importante; ahora sí cuéntame el chisme del muerto ese.
A los pocos años murió mi abuela. Y ya no tuve más motivos para andar a pie el camino que me llevaba a su casa. Con ella murió el palo de tamarindo del patio. Con ella murió esa etapa de mi vida. Solo me queda de ella un retrato donde aparece con sus eternos vestidos de luto, con sus ojos grises que les hacían juego, con su estatura menuda apretándome entre sus manos: aquellas manos recias y campesinas, que eran también las mismas manos desnudas y tiernas con que me secaba el sudor de la cara y con que fabricaba, a fuerza de mimos, la risa de sus nietos.

El derecho a la buena champeta

La buena música nunca ha sido un asunto de diplomacia ni lisonjas, sino una cuestión de calidad. Punto. Es inaceptable reclamar reconocimiento por el solo hecho de tener cierta antigüedad en un oficio, como si la mera cuenta de los años trajera por sí sola un caudal de talento. No; así no es como funciona. Primero hay que procurar hacer un buen trabajo, y solo cuando se insiste bastante en ello, con dedicación honesta, una y otra vez, es que la experiencia entrega sus frutos. Es que el arte de los músicos, como el de los artesanos, debe refrendarse día a día y para ello es indiferente si se empezó ayer o si se tiene una trayectoria de veinte años.
Es por eso que la champeta, a pesar de la gran difusión de la que hoy goza, no se reconoce como un género de calidad. Por un lado, aquellos que se proclaman como los dueños y fundadores de este ritmo, desde hace tiempo entraron en esa cómoda etapa de exigir créditos por antigüedad; haciendo lo mínimo; como si el estudiante más viejo fuera, por fuerza, el más aventajado. Y, por el otro lado, muchos de los nuevos intérpretes no han entendido que su éxito radial y de ventas se debe más a una agresiva campaña de mercadeo que a la calidad de sus producciones. Esto convierte a la música en un insumo desechable, con lo cual, salvo unas muy notables excepciones, sigue siendo percibido como un producto de mediocre factura.
Pero no siempre fue así. Los champetúos somos, antes que nada, amantes de la buena música y no tenemos por qué conformarnos con menos. En la tradición Caribe, la palabra champeta siempre se ha usado para resumir el conjunto de ritmos que le gustan al champetúo. Por eso me sorprende la arrogancia con que algunos se adjudican su propiedad. Pues, mucho antes de que apareciera esta reciente interpretación criolla, las primeras champetas fueron los jíbaros puertorriqueños. Después fueron las socas y calypsos antillanos, el reggae jamaiquino y ciertas tonadas brasileñas. Más tarde fue la música disco norteamericana, el soukous, el high life y el bitzuki africanos y también algunos ritmos asiáticos, entre muchos de los que entraron por el puerto de Cartagena para anclar en los atronadores equipos de sonido de los barrios populares. Por ello, reclamar como propia esta multicultura que se extiende por cuatro generaciones es, por decir lo menos, una falta de sensatez.
Atrás quedaron los bajos imponentes, las guitarras virtuosas, los metales y la percusión precisa. Pues ahora, después de asistir a varias presentaciones, puedo decir que la champeta se reparte entre descoordinadas bandas que suenan muy mal y triviales pistas prefabricadas de beats repetitivos y básicos. Y mejor ni hablemos de las destrezas vocales. En medio de todo esto, son pocas las propuestas que se destacan, entre ellas Colombiáfrica, Tribu Baharú, Charles King y la Bazurto All Stars.
La música no es estática y mucho menos la de origen popular. Este dinamismo es lo que ha permitido que los intérpretes locales hayan adaptado algunas formas melódicas e impuesto nuevos sonidos. Pero, paradójicamente, entre aquellos supuestos fundadores de este género hay un discurso unánime en torno a la defensa de un presunto purismo en el que quieren envolverlo. Esto no es más que una reacción temerosa. Es la inseguridad de atreverse a hacer cosas mejores. Es el miedo a desaparecer de un escenario en el que se están volviendo obsoletos. Esa falsa defensa no es más que el miedo a que mejores propuestas ganen espacio. La champeta es alegría, es brillo, es encontrar nuevas formas de estremecer al bailador. Por eso siempre estaré a favor de que nuevos elementos la enriquezcan, y no me faltarán energías para rechazar aquellos que la degraden. Pues bien lo dijo el gran pianista cubano Chucho Valdés: solo hay dos tipos de música, la buena y la mala.
Los champetúos desde los orígenes hemos buscado en la música la libertad que el entorno nos quita y por ello no vale la pena ser condescendientes con la mediocridad. Tenemos el pleno derecho a volver a la buena champeta, a la senda que abrieron las canciones de Mbilia Bel y Tabu Ley. Tenemos el derecho a cuestionar ese éxito que solo se mide por la popularidad de un estribillo insulso. Reclamamos buenos músicos, aquellos que dejen el alma en el escenario, que al final son los que trascienden y enaltecen nuestra música. Esos son los imprescindibles. Los otros que sigan en esa farsa de autotune y sus softwares para armar pistas musicales, hasta que se reviente la burbuja comercial.
Está entonces en las manos de los artistas volver a ganarse los corazones y los oídos de los champetúos recios, los de verdad. Y además, ahora que tienen la atención y los reflectores, tienen la oportunidad servida para mostrarle al mundo la buena champeta. Está en sus manos hacer de este género o bien uno desechable, o elevarlo al plano de los mejores. Aquel lugar al que se llega con trabajo y que no necesita defensores, porque la buena música, como la buena comida, se defiende sola.

El Gabo que conocí

La muerte de Gabo me conmovió hasta la raíz del alma. No sé bien el porqué. Hacía varios años que Gabo había dejado de escribir y se encontraba en una edad donde morirse no es ninguna sorpresa. No éramos parientes, no fuimos amigos, nunca me firmó un libro, jamás lo vi en persona y tampoco conozco a nadie que lo haya conocido. Lo más cerca que estuve fue una vez que, entrando a un restaurante, mi mujer me dijo que creyó haberlo visto sentado y rodeado de varias personas todas vestidas de blanco. No me detuve y seguí derecho hasta las mesas del fondo. Aunque a ella nunca la he notado muy convencida de aquello que vio, de todas formas mi timidez no me habría dejado proceder de otra manera; ni siquiera para asomarme con una mirada furtiva.
Me conmovió su muerte, digo, y sospecho que fue por el gran aprecio que le tengo a su obra; y también por esa admiración secreta que siempre he tenido por los hombres y mujeres que, habiendo nacido en el mismo áspero salitre que yo, encontraron la forma de sobreponerse a la adversidad con la fuerza de su talento. Desde muy niño ya sabía que el talento y la disciplina eran la vía para ganarle al hambre; lo que a esa edad no imaginaba era que nuestra raza también pudiera aspirar a las cosas más grandes y además lograrlas. Es que en la mentalidad caribe de aquella época, con el fin de ahuyentar al fantasma del fracaso mediante un cómodo conformismo, los padres solían transmitirle a sus hijos en su carga genética un pesimismo metódico que nos hacía creer que los grandes triunfos estaban reservados para unas manos diferentes a las nuestras. Con el paso de los años eso fue cambiando hasta el punto que hoy, si bien nos alegramos y las celebramos, las victorias dejaron de ser un motivo de asombro y, por el contrario, casi que se nos ha vuelto una exigencia triunfar sin complejos.
Pero a mis diez años la historia era otra. Aún llevábamos marcados en la frente los mismos temores de nuestros mayores, pero que de a poco iban borrándose gracias a las enseñanzas de algunos buenos profesores que veían en nosotros las esperanzas de sembrar el entusiasmo que en ellos mismos no había alcanzado a germinar. De aquella época tengo el recuerdo nítido de la primera vez que escuché nombrar a Gabo. Fue en una clase de ciencias sociales en que la profesora Ana Isabel Roncallo, saliéndose del tema por una pregunta indiscreta de una estudiante y con una capacidad de evocación sorprendente, nos contaba retazos de su infancia en su pueblo natal. Nos confesó que solía esconderse en el baño para leer algunos textos prohibidos que los adultos consideraban nocivos para las mentes jóvenes. Entonces, con una sonrisa involuntaria por la satisfacción del recuerdo, se puso de pie y tomó todo el aire que le cabía en los pulmones para revelar el nombre del autor. Lo hizo regodeándose con cada letra y con una solemnidad de hierro para que sus estudiantes lo recordáramos bien por el resto de nuestras vidas: "Gabriel Eligio García Márquez, único premio Nobel colombiano y nuestra gloria más grande en la literatura".
El nombre no me significó nada; lo que me estremeció fue el orgullo con que lo dijo. Yo no solo ignoraba lo que era un premio Nobel, sino que además no tenía idea de quién era García Márquez. Por la solemnidad de la profesora Ana Isabel entendí que se trataba de un hombre fuera de serie; su calidad de Nobel, sin embargo, por mero desconocimiento, la interpreté como otro de los tantos títulos que se le otorgaban a las personas adineradas y que eran tan diferentes a nosotros, como lo eran el presidente, el alcalde o el rector del colegio, pues en ese entonces tenía la idea de que para ser escritor había que nacer en cuna de oro porque de otra forma no podía entender que alguien se dedicara a escribir en lugar de ponerse a trabajar. Con el tiempo entendí que la gran virtud literaria de Gabo no fue haber ganado el Nobel, como se enseña en la escuela primaria; la gran virtud de Gabo fue llegar a la convicción absoluta de preferir morirse de hambre, aún en las condiciones más duras de la vida, antes que renunciar a su vocación y a su talento de narrador.
Por los días de su muerte me sorprendió la cantidad de historias que se publicaron. La mayoría de ellas se referían a encuentros personales de los autores con Gabo; otras eran lastimeras cavilaciones figuradas para llorar su muerte empleando el mismo lenguaje de sus libros; otras pocas fueron cargas de odio y escupitajos a su figura y su obra; incluso tuve el infortunio de leer un desvergonzado publireportaje disfrazado de crónica en donde el autor se apoyaba en una muy improbable visita del Nobel a cierto restaurante con el fin único de hacerle propaganda. Mi caso, en cambio, es tal vez más simple y, a la fuerza, menos pretencioso porque yo solo conocí al Gabo de sus libros; y fue un genio de una prosa bellísima y monumental. Y así como yo, seguro que fueron muchos los que solo lo conocieron a través de la letra impresa que es el lugar que la historia le ha reservado a su memoria. Imagino entonces que a eso era que se refería David Sánchez Juliao cuando dijo que los hombres escriben para que la muerte no tenga la última palabra.

Diatriba contra Juan Pablo Montoya

Hace días me encontré una emotiva entrevista a Juan Pablo Montoya publicada en la revista Bocas. Parte de lo que me llamó la atención es que en la introducción que hace el entrevistador, sin pudor alguno, asegura que la carrera profesional de este piloto bogotano «es una de las más brillantes del automovilismo mundial». Y va más allá: dice que su historia —la de Montoya— empezó con una leyenda que se convirtió en mito. Tendré entonces que revisar a fondo esos dos términos: leyenda y mito.
Mientras tanto me pregunto si ese Juan Pablo Montoya, al que lo precede una fama de antipático y un palmarés raquítico, es el mismo personaje que yo tengo en mis recuerdos. Porque en mi memoria, que es abundante para lo intrascendente, no le veo mayor brillo que el tenue destello de una promesa jamás cumplida.
Pero, antes de que me extravíe en el plano de la apreciación personal, es mejor examinar los números porque ellos no conocen de pasiones ni de delirios. En el registro oficial Juan Pablo Montoya tiene un total de 94 carreras de las cuales ganó 7 y que a la larga no le representaron ningún título en la máxima categoría. Y es importante resaltar que me refiero solo a la máxima categoría porque es el rasero con el que se miden los verdaderos talentos. Todo lo demás no son más que logros de aficionados; que es apenas un poco más que nada.
En contraste, Michael Schumacher, de las 307 carreras que hizo en Fórmula 1, ganó 91 y obtuvo 7 títulos, 5 de ellos de forma consecutiva y por la misma época en que Montoya corría. Tal vez exagere, pero frente a estos números solo un muy subjetivo y benévolo juicio arrancado del fondo del corazón podría calificar a Montoya de brillante. No es arbitraria esta severidad; es que no puedo evitar la comparación con mi gran héroe de toda la vida que, a pesar de todos sus escollos personales, sí que sabía ganar: Pambelé defendió 18 veces el título mundial y de sus 106 peleas ganó 91. No hay necesidad de sacar las cuentas para ver la diferencia abismal.
Al lado de Pambelé o de cualquiera de nuestros grandes deportistas, lo alcanzado por Montoya luce tan pequeño que la única razón que se me ocurre para que en el año 99 le otorgaran la Cruz de Boyacá es porque es bogotano. Porque, digámoslo de una vez, la Fórmula CART (hoy Indy) solo tuvo relevancia en la prensa local cuando fue un colombiano quien la ganó; después de eso ha tenido la misma importancia que el torneo de segunda división de fútbol y, en todo caso, es una categoría inferior a la Fórmula 1.
Contrario a lo que podrían pensar sus defensores, con esto no quiero decir que sea un mal piloto; solo digo que no está a la altura de los más grandes. Pero, como la humildad no es su virtud, Juan Pablo Montoya en estos días se ha comparado con Lionel Messi. Dice él que es en el sentido en que Messi solo se enfoca en ganar; y me parece bien que tenga esas aspiraciones porque, como vimos, sus números han demostrado que en realidad las grandes victorias no son lo suyo. Sin embargo —y esto es lo otro que me llamó la atención de la entrevista— dice que él se hizo corredor no para ser famoso, sino para «ser un putas». Cosa que, si acaso ha conseguido, ha tenido que ser por fuera de las pistas; claro, eso si convenimos que con «ser un putas» Juan Pablo se refiere a ser un coloso del volante; y si es así entonces habrá que cambiarle el remoquete a uno más ajustado a la realidad.
Esa fama de pedante y antipático que se ha ganado, considero que no es gratuita. Es la impresión que deja cada vez que le abren un micrófono. Y es que, en su afán por parecer directo y frentero, deja ir lo poco por lo que tal vez pudiera ser apreciado. Quiero decir, la simpatía no es obligatoria; pero la antipatía sin necesidad, tampoco.Todos sabemos que en esta patria la gran mayoría de los deportistas se forman con las uñas y sin el apoyo del estado. En este grupo están Édgar Rentería, Julio Teherán, Nairo Quintana, María Isabel Urrutia, Jackeline Rentería, Caterine Ibargüen, Rigoberto Urán, Carlos Bacca, María Luisa Calle y, como no, Juan Pablo Montoya, entre muchos otros.
También sabemos que aquellos que triunfaron lo hicieron nada más que por su propio esfuerzo y me atrevo a decir que, más allá de la gloria, todos fueron buscando un beneficio económico. Sin embargo, al único que le he escuchado que no lo hizo por su país es a Montoya. Algo en lo que no hay necesidad de insistir para saber que es cierto. Para ser más claro, ninguno de esos grandes deportistas, en términos estrictos, compite o compitió por su país; pero, en su calidad de frentero, el único que lo dice es Montoya. Aunque ahora que lo pienso bien, es posible que eso que muchos vemos como una antipatía solo sea en realidad un noble gesto de su parte: la confesión tácita de que no es digno de reconocimiento. Porque bien lo decía mi abuela: la soberbia no le luce a nadie; pero se les ve peor a los perdedores.

El juego del bate tapita

La mayor preocupación de las madres era que a sus hijos les fueran a sacar un ojo. Los muchachos, por su parte, solo se preocupaban por completar la cuota de tapas para poder entrar al juego; que es una versión simplificada del béisbol; un juego caribe producto de la recursividad y que además es de una sencillez bellísima que encaja perfecta en el desparpajo popular. Es el juego del bate tapita.
Para los muchachos el béisbol era el deporte preferido; pero tiene la enorme desventaja de que exige unos estrictos requisitos para poder iniciar un partido. Primero se necesita un espacio amplio, regular y despejado que sirva como terreno de juego. Cosa que es difícil de encontrar en los barrios populares. Lo segundo es que son nueve jugadores por equipo y aunque en nuestros barrios lo que abunda son muchachos desocupados, lo complicado, por una parte, era organizarlos en escuadras y posiciones; y, por el otro lado, la necesidad de conseguir bates, guantes y pelotas en buen estado, no se llevaba bien con nuestras carencias de infancia. Para el bate tapita, en cambio, solo se necesitaba un palo de escoba, tres jugadores por bando, una calle poco transitada y suficientes tapitas; y todo eso se conseguía fácil y gratis.
Se les llama tapitas, checas o tapillas a las tapas metálicas que sellan las cervezas de botella o las gaseosas de tamaño personal, y que se ven regadas en las tiendas de barrio o en los kioskos de música. Para entrar al juego cada muchacho debía conseguir por lo menos treinta tapas que recogían de donde podían y que guardaban en una bolsa plástica o en una gorra de pelotero. No había necesidad de contarlas porque tan curtidos estábamos en el juego que al primer golpe de vista se sabía si la cantidad llegaba al mínimo exigido.
El juego es de una concepción sencilla; pero no por eso cualquiera puede jugarlo con destreza. Es un asunto de talento y reflejos. Para jugarlo se arma un cuadrado aprovechando las líneas de guía que los constructores trazan en las calles, o se traza a mano con piedra de grava. En cada vértice se dibuja un pequeño cuadrado interior que hace las veces de base, excepto en el vértice que corresponde al home plate donde se dibuja un pequeño triángulo al que se le conoce con el nombre de «bo», que es la versión caribeña de la palabra inglesa box. El resto del terreno es la propia geografía urbana de nuestros barrios, con reglas claras y preestablecidas para los elementos insalvables, tales que, si la tapita iba a dar a un balcón, por ejemplo, o si se colaba por alguna ventana indiscreta, solo había que acudir a la norma para zanjar el asunto.
En las versiones modernas del bate tapita he visto que el número de jugadores por equipo puede llegar a siete, o que juegan a tres outs, o que dividen el juego en entradas. He visto incluso la aberración de reemplazar la tapita tradicional por la impresentable tapa plástica de un botellón de agua de cinco litros. Nada de eso corresponde con la concepción original en donde eran tres jugadores por bando, se jugaba a un solo out y ganaba el equipo que anotara la primera carrera aún cuando el rival no hubiera tenido la oportunidad de batear.
Se hacía de esa manera para agilizar el juego porque siempre había varios equipos afuera esperando para enfrentarse con el ganador de cada asalto. Cada equipo estaba conformado por un pitcher que se situaba sobre la diagonal que une la segunda base con el bo y dos jugadores de campo que se ubicaban uno a la derecha y otro a la izquierda a una distancia donde la probabilidad de atrapar un batazo de aire fuera mayor. No existía el concepto de base por bolas así que la única manera de alcanzar una base tenía que ser por el propio mérito del bateador.
El lanzamiento de la tapita se hace acomodándola en la cuenca que forman los dedos índice y pulgar asegurando que la parte plana de la tapa quede hacia arriba. El pitcher debe lograr que la tapita vuele con un movimiento de frisby y con una ligera inclinación hacia abajo, buscando que el bateador falle en el swing en tres oportunidades o tratando de que la tapita quede dentro del bo, con lo cual se decreta el out de forma automática.
Si había un batazo, entonces la reacción dependía de la naturaleza de este. Cuando la tapita no llevaba la fuerza suficiente para ir más allá del cuadro de las bases, era un out automático al que se le conocía como «aborto». Si la tapita salía por los aires, para hacer el out bastaba con atraparla antes de que cayera al piso. Si, por el contrario, la tapita iba rastrera, el jugador de campo al momento de atraparla debía gritar «¡fuera!»; si el grito se daba antes de que el corredor alcanzara la base, se decretaba out. Si el batazo era inalcanzable para el jugador de campo, entonces el corredor dependía de su velocidad para alcanzar el mayor número de bases o anotar la carrera de la victoria antes del grito de fuera. Si en el batazo la tapita alcanzaba los techos altos de las casas, entonces era jonrón y, por ende, triunfo automático.
Se jugaba desde las primeras horas de la mañana hasta bien entrada la tarde cuando ya no había suficiente luz. Se almorzaba por turnos mientras se esperaba el desenlace de algún partido. Jugábamos por el mero placer de divertirnos sin más recompensa que sentarnos al final de la tarde en alguna esquina a rememorar las mejores jugadas de la jornada mientras nos refrescábamos con bolis de corozo, kola o tamarindo.
De muchacho fui un asiduo jugador y, con poca modestia, debo decir que de los buenos, más por la constancia que por el talento natural. Pero una vez, después de tres días de juegos consecutivos, al final de la tarde, fatigado y sintiendo el sol ardiendo en mis orejas llegué a mi casa con mucho malestar. Me descubrí en la pierna dos pequeñas erupciones y lo que en principio yo había interpretado como un exceso de sol, los médicos de la clínica Madre Bernarda diagnosticaron como la fiebre de una varicela que ya llevaba tres días.
Si en aquella ocasión el bate tapita me hizo olvidar por tres días los síntomas de la enfermedad, hoy ese recuerdo me produce el efecto contrario: un dolor rancio de nostalgia, de huesos viejos, de tiempos idos. Aspiro a volver algún día a esas tardes desiertas para apretar en la delgadez de un palo de escoba la simplicidad del bate tapita; para vivir de nuevo todo lo que el progreso y las ocupaciones nos han ido quitando.

Redes sociales o el triunfo del pantallero

Tenía yo unos nueve años cuando en una tarde de juegos, emocionado y buscando agradarle a una niña del barrio, en uno de los lances del juego de La Lleva me arrojé al piso como lo haría un beisbolista profesional. Al principio pensé que había logrado mi objetivo, pero pronto supe que no, pues allí, a sus pies, la chica me espetó una mirada de desprecio al tiempo que me reclamaba "tú sí eres pantallero". 

Para no confundirnos con otras acepciones, el pantallero al que me refiero es aquella persona que tiene una marcada tendencia al protagonismo excesivo. Los hay de todo tipo: están los que se ufanan de sus lecturas y sus viajes, los que hablan de lo mucho que trabajan y se sacrifican, los que relatan siempre sus desventuras y su mala suerte, los que hacen público todo lo que compran, los que tienen grandes muestras de caridad y disposición al servicio, los de moralidad superior e íntima relación con Dios, los que siempre pregonan sus visitas a lugares exclusivos, los sufridos y abnegados, los recientes y amorosos padres, los indignados y sobreactuados activistas políticos, los políglotas, los ambientalistas y defensores de animales, los vegetarianos, los ateos... en fin, la lista es extensa. Para redondear basta incluir, por supuesto, al que publica los enlaces de sus artículos semanales. 

Hasta hace unos años esa vocación de mostrarse y pavonearse —que es el fin supremo de todo pantallero— tenía serias limitaciones. Por ejemplo, aquel que se las daba de melómano o de lector, tenía que esperar a una tertulia para hablar de lo suyo. Aquel que viajaba, tenía que esperar por el lento proceso que convierte una cinta de acetato en fotografías, y luego aguardar por alguna visita para descrestarla con las imágenes. Los sufridos, los abnegados, los desafortunados o los enfermos, necesitaban de alguien que les sirviera de pañito de lágrimas para soltar sus pequeñas tragedias cotidianas. Los que eran recientes propietarios de casas o carros debían esperar a que llegara algún curioso para poder llevarlo de tour por las habitaciones del nuevo inmueble o para mostrarle los detalles técnicos y el confort del nuevo vehículo. Hay que decirlo: eran épocas difíciles para el pantallero. 

Pero con la masificación de internet, la facilidad para comprar dispositivos móviles y la gran cantidad de aplicaciones, se abrió todo un universo de posibilidades a favor del pantallero. Ahora ya no hay que esperar a una tertulia; el pantallero solo tiene que tomarle una foto a la tapa de un libro y publicarla, aún cuando no lo haya leído. Los devotos religiosos ya no tiene que ir a la congregación para decir sus oraciones en voz alta; ahora solo tienen que escribir en su perfil de Facebook, a la vista de todos, sus más íntimas y unilaterales conversaciones con Dios. Publican además las fotos de sus vacaciones, las fotos del carro nuevo, de la casa en la que viven, de la oficina donde trabajan, de la ropa con que visten, de sus hijos pequeños, de sus tiquetes aéreos, de la finca en que descansan, del gimnasio en que se ejercitan, fotos donde amamantan a sus bebés, fotos en vestido de baño, fotos en lugares donde no se permiten fotografías, en fin, todo lo vuelven un asunto público, hasta lo íntimo; pero ay de que Facebook o Twitter cambien alguna política de privacidad porque ponemos el grito en el cielo en un contrasentido inexplicable. 

Es que también está en la naturaleza del pantallero hacer de lo absurdo y lo trivial todo un escándalo. En ese afán de pantalla, de publicar todo, se va prostituyendo nuestra intimidad y la de los nuestros a cambio de likes o retweets. De estos asuntos, la cosa más triste que he podido ver es cuando a alguien le llevan un plato de comida y antes de probar el primer bocado ya le ha tomado varias fotos y las ha publicado en todas las redes sociales. Y me parece triste porque, hasta en ese tipo de placeres tan básicos, sencillos y elementales, esa eterna actitud de pantallero deja ver que es más importante hacerle saber a los demás, antes que cualquier cosa, lo bien que lo estamos pasando; y vaya uno a saber si eso es cierto. 

Esa tarde remota en la que me pasé de pantallero con aquella niña del barrio, al ver su expresión desde el piso, comprendí de inmediato que había hecho un ridículo enorme, pero, por fortuna, fue un ridículo solo para sus ojos. Hoy, en cambio, los ridículos digitales por cuenta de las publicaciones pantalleras, no corren esa misma suerte: son miles los ojos escrutadores. En el mejor de los casos pasarán como simple fanfarronería; pero en el peor, pueden incluso poner en riesgo la seguridad personal y familiar. Pareciera que nuestras alegrías necesitaran de la aprobación ajena y nuestras penas no pudieran llevarse con privacidad digna. Parece que nos cuesta recordar que no somos estrellas de rock y que un poco de control no cae mal. Podría pensarse que escribo esto como consejo; pero no, estimados pantalleros, en realidad es un ejercicio mucho más simple: es la forma que tengo de echarles en cara lo que me molesta de sus publicaciones. Con esto me evito la fatiga de tener que corregirlos a correazos.

lunes, 5 de enero de 2015

Fútbol: escenario de riesgo

Le decían Cabas, pero nunca supimos su nombre verdadero. El remoquete surgió automático de la similitud de su pelo alborotado con el del cantante Andrés Cabas. Es que en la gente del Caribe, rebautizar a otro con un apodo, es un arte que florece al primer golpe de vista. Él era un muchacho de unos veinte años, fuerte, de huesos largos, de vestimenta descuidada y zapatos rotos, de maneras toscas e hirsutos cabellos caóticos del color del óxido. No tenía más ropa que la que llevaba puesta, ni más aspiraciones que seguir a su equipo, de ciudad en ciudad, sin tener con qué comer ni un catre donde dormir.
Esa vocación de abnegado hincha viajero era la fina línea que lo separaba de su cruel realidad de pobre para situarlo en un lugar destacado dentro de las barras bravas del Junior de Barranquilla. Y es que en ese raro conjunto de códigos, esa capacidad de abstraerse de la adversidad económica o personal para apoyar a un equipo de fútbol en cualquier circunstancia, es una virtud muy valorada en ese círculo de fanatismo. Le llaman aguante y es también un intrincado sistema moral en donde la disposición a defender los colores del equipo, a golpes o a cuchillo si es necesario, es sinónimo de prestigio y estatus dentro del grupo.
A Cabas lo conocimos en la tribuna norte del estadio Alfonso López una noche del 2004 en que se enfrentaban, por el torneo de primera división, el Atlético Bucaramanga y el Junior de Barranquilla. Para evitar enfrentamientos la tribuna norte suele ser el espacio que se reserva en los estadios para los hinchas del equipo visitante; y allí estábamos esa vez haciendo fuerza por el Junior sin saber muy bien cómo llegamos. Nos recomendaron ir sin cinturones porque los quitan a la entrada, y con camisetas de colores neutros para minimizar el riesgo de algún altercado a la salida. Esa era la segunda vez que iba a ver un partido de fútbol.
La primera había sido en el año 99, en ese mismo estadio y con los mismos equipos; sin embargo, aquella vez nos situamos en la tribuna occidental —sombra— donde los controles a la entrada eran mínimos y el ambiente festivo; incluso, algunos iban con la camiseta del Junior sin más riesgos que las típicas burlas entre aficionados. Esa tarde ganó el Atlético Bucaramanga dos goles a uno y, aún así, a la salida, a pesar de la victoria, los barras bravas de la tribuna sur, enardecidos porque salíamos contentos, nos arrojaron toda clase de objetos desde los altos del estadio.
En el partido del 2004 la situación fue muy diferente: los controles policiales en la entrada eran escalonados y exhaustivos, y el ambiente fue tenso desde el primer momento. Éramos unos extraños en medio de esa cofradía de hinchas. Luego del pitazo inicial me sorprendió ver que los miembros de las barras bravas apenas si atendían el partido; casi todos estaban absortos en una especie de trance, saltando todo el tiempo, descamisados algunos, agitando el brazo en lo alto, ondeando banderas rudimentarias y entonando sin descanso unos cánticos básicos de torpe rima con impostado acento argentino, aún cuando la mayoría de ellos era de origen caribe. Esta situación fue invariable hasta que sonó el silbatazo que marcó el final de la primera parte.
El segundo tiempo fue un calco del primero, con la única novedad de que hacia el final del partido Hayder Palacios, mediocampista de Junior, anotó un gol de tiro libre. Esto provocó un estallido de euforia, un instante de caos, un momento de locura colectiva. La gente bajaba corriendo desde las gradas altas atropellando todo a su paso. Y entonces entonaron con más fuerza los mismos cánticos de toda la noche y lo que al principio para nosotros fue una chispa de alegría, derivó rápido en un agitado nerviosismo. A nuestro alrededor todo era alboroto y saltos y más cánticos. En la tribuna diametralmente opuesta la barra del Atlético Bucaramanga hacía lo propio tratando de alentar a su equipo, y en ese vaivén de ánimos encontrados se fueron los minutos que quedaban.
Si durante el partido estuvimos inquietos y nerviosos, la salida estuvo peor: tuvimos que salir resguardados por el escuadrón antidisturbios de la policía y un grupo de carabineros montados. Después entendí que el fin de esta maniobra era proteger más al resto del estadio que a los propios escoltados; el objetivo era alejar el peligro unas diez cuadras; porque la barra brava del equipo local, que conoce bien estas operaciones, esperan a que el cerco policial se disuelva para emprender la batalla contra los hinchas rivales. Ante la advertencia que nos dieron los hinchas veteranos nos escabullimos por las callecitas aledañas a la Universidad.
Nunca supe en qué terminó esa noche. No supe si al final hubo pelea. Solo sé que por cuatro o cinco días Cabas estuvo viviendo con nosotros porque el bus de la barra brava se fue sin él y no tenía con qué devolverse para Barranquilla. Nuestro presupuesto no alcanzaba sino para darle posada y ofrecerle dos platos fiados de comida al día. Cabas no hablaba de otra cosa que no fuera el barrismo; día y noche; nos recitó un origen incierto y un dudoso recuento histórico de las barras bravas; con su voz deshilachada nos cantó algunos estribillos de apoyo al equipo; para ello siempre ponía ese raro acento argentino; nos contó de sus viajes y sus peleas; las veces que salía se armaba de un exacto —que en otra regiones se le conoce como bisturí o estilete y sirve para cortar cartón o papel— porque vivía en una constante paranoia de que iba a ser atacado por los enemigos. Ignoro si estudiaba, trabajaba o tenía familia; parece que no tenía otra vocación que ser hincha furibundo.
Desde esa vez comprendí que ser barra brava no tiene nada que ver con ganar o perder. En la victoria o en la derrota la paranoia, la rabia y la violencia son las mismas. El partido de fútbol y los colores del equipo son apenas el vínculo que necesitan para no sentirse vándalos sino héroes. Piensan que están haciendo lo correcto porque ese retorcido condicionamiento moral, que es su honor y que ellos creen superior, les da la idea de legitimidad. Se agrede porque es un deber, se ataca porque el bando contrario hace lo mismo, no es su culpa —piensan— si por la calle otra persona, imprudente, lleva en su camiseta los colores equivocados. Así el fútbol ha dejado de ser espectáculo para convertirse en un escenario de riesgo.

No tenemos todo el día; la tarde sí

Para mí era una gran angustia que mi madre caminara tan rápido. Se me perdía entre el tumulto de gente en las callecitas estrechas del centro. Su afán no daba tregua. Por eso, siendo niño, mi mayor preocupación era pensar que un día se adelantaría tanto que ya no sería capaz de alcanzarla. Yo, que siempre he sido de paso lento, no entendía por qué todas sus diligencias tenían que ser con ese apuro. Me la pasaba esquivando transeúntes, portones y chazas de dulces para tratar de seguirle el ritmo; pero por mucho que lo intentara siempre iba rezagado. Ella, sin dejar de caminar, casi levitando, de tanto en tanto volvía la cabeza y, sin mirarme, levantaba desafiante la barbilla como diciendo «apúrate que no tenemos todo el día».
En aquel entonces el centro de Cartagena no era el apacible corral para turistas que es hoy sino un lugar bastante agitado y popular por donde se movía casi todo el comercio de la ciudad. En medio del gentío, a pesar de su vocecita casi inexistente, las instrucciones de mi madre eran implacables. Apura que vamos para la gobernación y después para la alcaldía; rápido que cierran el banco; ya que estamos por aquí saquemos una copia del registro civil, es que uno nunca sabe; aprovechemos para que te tomen las fotos del colegio, espérame que ya vengo; pero no te quedes atrás que te puedes perder; cortemos camino por el Magali París, que además nos refrescamos con el aire acondicionado; pero cansado de qué si aún no hemos caminado nada...
Cuánta agonía para un niño que nada entendía de afanes. Pero mi gran consuelo, después de tanto correr persiguiéndola y después de tanta fatiga bajo el sol, era que cuando llegaba la una de la tarde todo ese ritmo frenético se detenía de tajo; y entonces ella, mi madre, me compraba un milo gigante en los puestos de jugos de la avenida Venezuela y después entrábamos a comer en el Dragón de Oro. Cómo me gustaba ese arroz chino y el acuario de peces raros y la decoración de atuendos orientales y, sobre todo, el aire acondicionado. Mi madre apenas si probaba bocado, pedía una coca cola helada y con eso tenía. Luego de comer, el resto de la tarde era un largo paseo, que era siempre el mismo paseo, y del que nunca me aburría.
Del restaurante íbamos al parque Fernández de Madrid por un raspao de kola. Luego pasábamos por la iglesia Santo Toribio cuando aún no era una próspera empresa de asuntos sacramentales; allí mi madre mascullaba alguna oración desde las puertas gigantes y cuando terminaba íbamos a la plaza de San Diego a comprar galletas griegas nada menos que al Griego —a don Luis Mármol— con su pregón de «es que no me oyen o es que no me ven». Después veíamos los restos agónicos de La Serrezuela como un monumental, horadado y circular esqueleto de desidia. Bordeábamos las murallas hasta llegar a Las Bóvedas. Subíamos a las murallas por la rampa y era justo allí que ante mis ojos se abría el mar espléndido, que era como quitarle el velo a la monotonía para descubrir, todas las veces, la infinita turquesa del Tuerto López.
Seguíamos entonces la línea de las murallas con el mar y la brisa a la derecha. A veces pasaba algún vendedor de paletas y de vez en cuando se veía alguna pareja de enamorados al lado de las garitas. Luego bajábamos para ir al parque de La Marina que, por fortuna, hace poco fue recuperado del sórdido parqueadero en que lo habían convertido; allí nos sentábamos en el borde de la fuente para refrescarnos con las chispas de agua y después rematábamos la jornada con las funciones vespertinas de los teatros Colón, Bucanero, Cartagena o Calamarí: grandes piezas arquitectónicas hoy tiradas al olvido. Ahora que hago esta pequeña remembranza caigo en la cuenta de que Cartagena cada vez se parece menos a la de mis recuerdos: lo popular muta a lo exclusivo; lo cultural es válido cuando es rentable; el caos busca imponerse como nueva identidad y el cerco de exclusión está cada vez más apretado; es decir, cada día va un poco peor. Confío en que pronto despertemos.
Pero, mientras eso, me quedo con los buenos recuerdos que son incorruptibles. De aquellas lejanas jornadas con mi madre entendí, con el tiempo, que aquel afán en sus diligencias era en realidad la manera que ella tenía de asegurar la tarde para nosotros. Para no sucumbir a la rutina. En esos largos paseos era poco lo que hablábamos porque pocas personas son tan inexpresivas como ella y yo; pero no nos hacía falta; al contrario: cuando hay dos personas que caminan y se ríen juntas, me parece que las palabras estorban.

Luces que son puentes

Con las puntas de unas tijeras va rizando un trozo de cinta roja y dorada que poco a poco va tomando la forma de una flor. Ella me mira, sonríe y me corrige: no es una flor; es un lazo. Estimo que le tomará toda la tarde completar los que le faltan. Dice que le invertirá el tiempo que sea necesario. Entonces levanto los ojos y al verla a contraluz, seria y rodeada de cintas, escarcha, renos de felpa, guirnaldas y luces, noto que la navidad ha llegado este año a mediados de un noviembre frío que es ajeno a nuestra manera de celebrar. Percibo en su forma de decorar, tan meticulosa y dedicada, un silencioso ritual que busca paliar la amarga nostalgia de saberse lejos.
Mis torpes manos de elefante, que apenas si me alcanzan para teclear sin confundir las letras, no pueden ayudarle en esa fina tarea. Me limito entonces a aportar con fuerza física donde el talento no cabe, y con un poco de vigor en actividades secundarias. Eso quiere decir levantar y mover cajas, sostener las tiras de luces para que no se enreden, buscar y conectar las extensiones eléctricas y dar un benévolo concepto en caso de que ella lo pida. En resumen mi labor es sostenerle el andamio mientras ella se encarga de llenar de luz y color lo que hasta ayer era gris.
Es que en nuestra memoria la navidad es diferente. Es una navidad de casas apretadas. Con cadenetas de colores que cruzan la calle de lado a lado, de una casa a la de enfrente, hasta formar un techo discontinuo, ondulante y translúcido que va de una esquina a la otra dejando con el sol un mosaico multicolor a lo largo del pavimento. Una navidad donde se pintan de blanco los bordes de las aceras y los postes de luz. Una donde cada tantos metros se dibujan un par de campanas. Una donde los vecinos ponen canciones navideñas y regalan comida. Es decir, la navidad que tenemos en la memoria es de un ambiente sencillo y cotidiano que resulta de una voluntad colectiva y simple.
Pero ahora, con los años que llevamos aquí, nos parece que los únicos indicios de que la navidad ha llegado son las luces intermitentes y los arbolitos decorados que se alcanzan a ver allá detrás de las ventanas remotas y desconocidas; bueno, también lo son las novenas sin niños y la imposibilidad de conseguir taxis. Es un desencanto que se entiende mejor con cifras: este es un conjunto de cinco torres, cada una de diecisiete pisos y en cada piso hay cuatro apartamentos; saquen la cuenta. Y dentro de esa mole de vidrio, cemento y luces, en la nochebuena pasada, no habían más de tres apartamentos con música y vida. Son costumbres, es cierto; pero no son las nuestras.
Por eso en esta tarde que se va cerrando prematura con el sol de las cinco y media, aquí adentro, lo que era un reguero de cintas, renos, guirnaldas y luces, ahora son, por obra suya, una pequeña maravilla que alivia el pecho y que empuja hacia afuera ese gris que busca encajarse en los huesos. Ella no lo nota, pero cuando cuelga el último lazo una sonrisa se le asoma por sus labios de negra. Con esa misma sonrisa mira complacida cómo le ha quedado todo. Y yo aquí, en silencio, siento que no necesito nada más porque con esa sonrisa suya, con esa sola sonrisa, sé que en realidad no estoy tan lejos.

De chismosas y borrachines

Hay dos elementos que no faltan en un barrio popular: un grupito de borrachines y una cuadrilla de chismosas. Elementos que con frecuencia son complementarios. Cuando la agitada agenda de las chismosas se queda sin novedades, entonces recurren al inagotable comodín de criticar a los borrachitos de siempre; y cuando los borrachines se quedan sin trago, motor etílico de sus tertulias y sus noches, se consuelan achacando su mala fama a las viejas chismosas que han renunciado al noble propósito del buen vivir por el fin abnegado de entrometerse en la vida ajena.
De estos dos bandos, en términos generales, simpatizo más con el de los borrachos. Primero porque los borrachines de barrio, salvo algunas excepciones, son una especie de logia donde la camaradería gira alrededor de su embriagante afición que solo los compromete a ellos. El solitario oficio de las chismosas, en cambio, es de mezquina y descarnada saña contra los demás y, en mayor medida, contra sus propias colegas. Además, el método de los borrachines suele ser de un efecto discreto; el de las chismosas, de estridente imprudencia.
Aún cuando pudiera pensarse que chismosas y borrachines son militantes de tiempo completo, en realidad no es así; pues, como en todo oficio, tienen jornadas definidas que además son opuestas. Los borrachines inician su faena poco después de que la última chismosa se acuesta, se beben tres o cuatro botellas del trago más barato y finalizan su turno justo antes de que salga el sol. Las chismosas, por su parte, tienen una rutina más compleja: aún con ropa de dormir salen a la calle con los primeros gallos, llevan una escoba en las manos como pretexto, simulan barrer el frente de sus casas aguzando el oído, furtivas, listas para cazar cualquier conversación, porque es en el fresco de la mañana cuando mejor se transmite el sonido. Con esto complementan lo que hayan podido escuchar o imaginar la noche anterior a través de las paredes alcahuetas.
Esta etapa de cacería acaba cuando hijos y maridos salen hacia sus estudios y labores. Después de eso, los datos que han recogido pasan por un aplicado proceso de exageración, adaptación, edición y tergiversación. Tanta es la experiencia que tienen en este oficio que un primer borrador es suficiente. Entonces, cuando cada chismosa tiene su versión retocada o degenerada de la realidad, a modo de calentamiento, empiezan a soltar unos concisos y calculados titulares para generar expectativa y tantear el impacto potencial de cada boletín. El objetivo es concentrar el veneno en los dardos más eficaces: «quién lo iba a pensar, la que no mataba una mosca», diría una; «es que entre cielo y tierra no hay nada oculto», replicaría otra; «no tengo necesidad: hasta la puerta de mi casa me llegan todos los cuentos». Como ninguna quiere precipitarse a revelar sus cartas, estas primeras escaramuzas se hacen bajo la modalidad de la indirecta.
Aunque simulan no hacerlo, cada chismosa escucha atenta cada pregón y en seguida deciden si es una agresión a rebatir o si son elementos que le dan soporte a sus propias versiones. Dependiendo de ello, preparan las siguientes rondas bien sea con contraataques o con confabulaciones provisionales: «tú ni hables que todos saben que tu marido te sacó de un burdel», grita la una; «eso sí es verdad, y de eso dan fe esas carnes trajinadas», apoya la otra; «si a eso vamos, mis amores, aparte de servirme de colchón parece que ustedes hicieron bastantes horas extras», se defiende la aludida. Y así sigue la dinámica viperina subiendo de intensidad, color, volumen e improperios de ida y vuelta hasta que llega al punto en que una de las chismosas, vencida en su dignidad, dice que mejor se mete a su casa porque no le gusta el chisme. Lo sorprendente es que casi nunca se pasa del insulto al golpe. Al rato las chismosas siguen con sus labores del día a día.
Los borrachines, por su lado, se dedican a alguna actividad sencilla que no implique madrugar y que les permita rebuscarse lo de la cuota diaria de ron. Luego esperan la noche quieta para sentarse en torno a la botella y empezar un nuevo ciclo de cotidianidad. Aunque la forma puede ser discutible, lo que destaco es que en el fondo, chismosas y borrachines, han encontrado la manera de vencer al tedio sin matarse. Por ello, esa afición por el vidrio por parte de los borrachines, y la afición por la lengua por parte de las chismosas, las anoto como un triunfo del ocio intrascendente y del lenguaje desparpajado sobre aquella otra violencia de extremos que nos pesa tanto y que es la que al final se impone llevándose por delante tantas vidas. Salud entonces a las recias chismosas y a los perniciosos borrachines.

Un asunto de memoria

Una tarde de diciembre caminaba por el Paseo de la Castellana. A varios metros, en una placita, vi un conjunto de unos veinte pupitres dispuestos en un amplio cuadrado. En cada uno había un muchacho silencioso, cabizbajo y pensativo. En el interior del cuadrado un señor corpulento iba de puesto en puesto en una ronda perpetua. Se trataba de una partida simultánea de ajedrez.
No conozco Madrid. Por ello, el Paseo de la Castellana al que me refiero no es otro que aquel centro comercial que está enmarcado entre la Avenida Pedro de Heredia y la Avenida del Consulado, cerca a la clínica Blas de Lezo en Cartagena de Indias. La diligencia que me ocupaba esa vez era la de recoger unas fotografías 3x4 fondo azul que me habían tomado el día anterior. Yo lucía serio, con el pelo recién cortado, bien peinado y formal; en fin, fotos de carné. En aquellos locales de fotografía solían entregar una tirilla ínfima que se debía presentar al momento de retirar las fotos. Yo la había perdido; así que, aunque la cara impresa en la película era la mía, y a pesar de que en el archivador de cuentas había un recibo del servicio pagado, la joven del mostrador se negó a entregarme las fotos. Cuando el protocolo se hace muy estricto el desconcierto me ahoga. La única solución que me dio fue esperar a la gerente del local para que autorizara la entrega; es decir, esperar dos horas.
Por fortuna, cuando se es joven y desempleado lo único que se tiene de sobra es tiempo. Entonces, para distraer la espera, caminé hasta los pupitres para ver de cerca la partida. Me interesaba porque yo mismo era un asiduo perdedor del ajedrez de a cinco minutos contra los pensionados eternos del parque de Bolívar que, al igual que yo, tenían todo el tiempo del mundo; excepto en su día de pago. Por eso se los veía a diario acomodados en los escaños del parque moviendo alfiles y caballos en lances frenéticos, atropellados, automáticos, pensando apenas las jugadas.
En la formación de pupitres ya uno había quedado desocupado por un jaque mate prematuro. El silencio de la partida estaba cercado por una baranda metálica en la que yo apoyaba los codos. Desde allí podía ver al maestro en su recorrido por cada pupitre moviendo las piezas con el tedio de quien ha anticipado con bastante suficiencia las intenciones de su adversario. Yo, por mi parte, jugaba en mi mente con la idea de que podía vencerlo porque pocos días atrás ─como nunca─ había derrotado a Ariel: el más desocupado y recio de mis veteranos contendores en el parque de Bolívar. Así que en una de las rondas, cuando el maestro estuvo cerca, venciendo mi terrible timidez, le pregunté si podía participar. Sin detenerse a mirarme pero con amabilidad me dijo desde el otro lado de la baranda, con marcado acento caribe, que debía hablar con los organizadores.
iLos organizadores! Resulta que lo que creí que era una partida libre y espontánea era en realidad un evento privado al que había que inscribirse con dos meses de antelación y donde había que pagar una tarifa para poder jugar. Cada participante, sin importar el resultado de la partida, recibiría al final un diploma junto con una estatuilla de recuerdo en forma de alcatraz y una foto con el maestro cubano de ajedrez contratado para la ocasión. Sentí pena por los muchachos y por el maestro que habían sido utilizados para ese burdo exhibicionismo; para esa vanidosa necesidad de atención. Odié ─tal vez sin motivos válidos─ ese añejo anhelo colonial de pavonearse ante el resto de los mortales igual de jodidos. ¿Por cuál otra razón se usaba un espacio abierto al público para un evento privado? ¿Acaso no era más cómodo un elegante salón de hotel? Los organizadores eran los padres de algunos de los muchachos en los pupitres y tenían que demostrar a toda costa lo mucho que hacían por sus hijos.
Decepcionado empecé a alejarme del lugar. Cuando había avanzado unos pocos pasos, desde el otro lado de la baranda, el maestro cubano que había seguido mi conversación con los organizadores, me gritó: «oye chico ¿al fin vas a jugar?». «No estoy inscrito», le dije con desgano. «Entra, siéntate y arma el tablero». Los pocos espectadores aplaudieron el gesto del maestro al salirse del protocolo. Yo estaba disgustado, pero rechazar aquella partida habría sido responder con una cachetada a la mano extendida del maestro. El tablero era de cartón y las piezas de plástico. Jugaría entonces con las negras. Los organizadores me hicieron saber que no habría diploma ni estatuilla ni foto. La soberbia de algunos es la vergüenza de otros.
El maestro siguió con su rutina. Cuando llegó a mi puesto me tendió la mano, sonrió y me dijo «tú tranquilo, que el que decide quién juega soy yo». Abrió con peón de rey y yo respondí con la defensa siciliana. Aunque sé que a usted, estimado lector, le encantaría saber el detalle de aquella partida, debo decir que es poco lo que recuerdo, o lo que quiero recordar; que al fin y al cabo vienen siendo lo mismo. Un asunto de memoria, supongo. Lo cierto es que a las pocas rondas ya el maestro me tenía contra la cuerdas. Yo no encontraba salida. Ya había perdido la dama, un caballo y una torre. El desenlace era claro. Cuando el maestro llegó de nuevo a mi puesto una ráfaga repentina de viento tiró el tablero y las piezas por el suelo desbaratando la partida. Viendo las piezas regadas por el piso se me escapó una sonrisita de alivio. El maestro, impasible, esperó a que pasara la brisa, me miró a los ojos y con naturalidad pasmosa me dijo: «no te preocupes chico, yo me acuerdo dónde estaba cada pieza».