jueves, 29 de mayo de 2014

El Corroncho Es Universal

Uno de los comportamientos más extraños que he podido observar es aquel que le sigue a la llegada de un avión a su sitio de parqueo. Hombres, niños y mujeres saltan de sus asientos al pasillo del avión como si se les activara un resorte en el momento en que este se detiene. Y no entiendo ese desespero porque la tripulación abre la puerta solo cuando estima que es seguro hacerlo. Además, caminar desde el último asiento hasta la puerta no le toma a uno más de tres minutos. Aparte, muchas veces, luego de salir del avión hay que esperar en un autobús por el resto de personas. Y si después de todo eso además hay que esperar por las maletas frente a una banda transportadora ─maletas que en el mejor de los casos llegan diez minutos después que uno─ entonces ese impulso salvaje de desabrochar el cinturón, invadir el pasillo y quedarse allí parado a esperar a que abran la puerta es una corronchada completa. Y como esto lo he vivido en toda clase de vuelos, con pasajeros de diferentes nacionalidades y por distintas aerolíneas, puedo inferir entonces que el corroncho es universal.


En las regiones del caribe el término «corroncho» tiene un amplio rango de usos. Uno de ellos es para referirse a los desaciertos en la vestimenta. Por eso, se les llama corronchos a aquellos que tienen un sentido de la estética tal que, sin sonrojarse, combinan un pantalón negro con zapatos blancos; o una bermuda de rayas con una camisa a cuadros; o llevan la guayabera por dentro; o corbata con camisa manga corta; o usan sandalias con medias.

En otras ocasiones se usa para nombrar el afán por alardear de lo recién comprado. Es el caso de un primo al que sus padres le regalaron una motocicleta en su temprana juventud. Si recuerdo bien creo que era por motivos de documentos que no podía salir en su moto; sin embargo, eso no fue impedimento para que, mientras se completaban los trámites, él anduviera por allí a pie llevando orgulloso la llave colgada en el cuello. Yo también hace poco compré una cajetilla de habanos sin saber siquiera cómo se fuman; pero, como buen corroncho, igual la conservo visible en uno de los estantes de mi casa.

Otras veces se refiere al desconcierto que produce el ingenuo desconocimiento de las cosas. Son esos que en la inauguración de un centro comercial hacen largas filas para subirse a las escaleras eléctricas. O aquellos que prefieren servirse la comida fría para no tener que enfrentarse a un horno microondas. O como le pasó a una vieja amiga que, estando de viaje en Bucaramanga, quiso sorprender a su familia en los Montes de María llevando en el bus de regreso diez kilos de arroz, dos manos de plátano y una caja de yuca. Yo mismo fui víctima de ese desconocimiento la primera vez que entré a una ducha de agua caliente, y creo que el lector podrá hacerse una idea de lo que sucedió.

Pero en su acepción más despiadada el término «corroncho» se usa para castigar la falta de sentido común. Como cuando la gente decide casarse de smoking en una iglesia a puerta cerrada, sobre las tres de la tarde y con treinta grados de temperatura. O cuando bajo el mismo sol abrasador entusiastas muchachos salen vestidos con pasamontañas y buzos. O cuando hombres, niños y mujeres se paran en el pasillo de un avión a esperar a que abran la puerta.

Estoy seguro de que en todos los países del mundo existe este tipo de comportamientos y quizá otros que no imagino. En ese sentido se reafirma mi tesis de que el corroncho es universal. Pero, a pesar de eso, también estoy seguro de que son muy pocos los países en donde tantas personas votan por un candidato a la presidencia que ha mentido, que abiertamente ha dicho que prefiere la vía armada al diálogo, que desconoce las instituciones democráticas, que propuso hundir la ley de víctimas y que además no tiene independencia e ideas propias porque sus movimientos obedecen a los hilos y designios de un titiritero mayor. Y ese, querido lector, es un contrasentido que no se explica con la corronchera, sino con la estupidez.

domingo, 11 de mayo de 2014

Nostalgias de un cuarto piso

Tengo la buena suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar lo bastante alto como para tener una bonita vista, para tener a los insectos fuera de alcance y para que llegue diluido el ruido de carros apurados y niños corriendo; y a la vez no es tan alto como para fatigarme subiendo las escaleras cuando el ascensor no funcione.Tengo además la buena suerte de tener un balcón al que salgo los sábados y por el que me asomo por encima de los techos para ver el tren de la sabana y los cerros bogotanos.

Pero tengo también la mala suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar ubicado justo debajo de un apartamento en donde vive un matrimonio que parece feliz. Yo nunca los he visto, aclaro, pues sucede que en esta ciudad de ocho millones de habitantes la gente no se mira entre sí; pero deduzco que son felices por el ajetreo que se siente en algunas noches y porque de unas madrugadas para acá se oye el llanto de un infante que supongo fue producto de ese ajetreo. Esto trae consigo trasnochadas canciones de cuna que se cuelan hasta mi cama y que tienen el mismo poder conmovedor de un metrónomo y el mismo efecto arrullador de un grillo de solitaria cuerda metálica. Claro, sé por experiencia que los hijos llenan a los padres de una alegría enorme; pero esa alegría ajena es la tortura que hoy me toca. No me quiero imaginar cuando esa alegría empiece a gatear y a estrellar los juguetes contra el piso.

De la misma forma tengo la mala suerte de tener un balcón al que salgo los sábados. Pues, al ver el tren y los cerros y a esos niños pateando un balón vestidos de jean y pesados abrigos, la nostalgia se me hace ojos bajo las gafas. Nadie lo nota pero el alma me da un salto a la memoria: un salto de 2600 metros hacia abajo y 25 años hacia atrás y aterriza girando como flor de roble en un caribe ardiente cubierto de un polvillo rojo por donde caminé descalzo y descamisado, escuálido entre bermudas de palmeras brillantes, con la camiseta en una mano, las chancletas de tres puntas en la otra y en la boca la felicidad agarrada de la comisura de mis labios.

Desde ese mismo balcón veo a mi hija vestida de jean y pesado abrigo y va sonriendo y saludándome con la mano mientras pedalea los últimos momentos de su niñez equilibrando en esa bicicleta este destino andino que le tocó y las nostalgias de un mar que aún le adeudo.

jueves, 1 de mayo de 2014

Desagravio a una dama roja


Antes de saber a qué sabía, fue el rojo lo que me atrajo. El rojo de satín bajo esa piel de cristal. Esa nota escarlata y justa entre un pentagrama de colores. Ese rojo eterno y elemental. Pero, como los tiempos que corren no admiten demora y la demanda es inoportuna y feroz, se hizo necesario trasquilarle la cabellera a la prosa y dejarla de un trágico estilo militar porque el tendero no sabe sino de urgencias menudeadas. Un insolente mercachifle que no ve más allá del vidrio y las letras blancas. Con esa misma negligencia rencorosa con que un cotero carga un piano, el tendero me tiende lo que él entiende como una botella ─ bella dama de curvas renacentistas─ sin antes exigir el pago por adelantado. Quédese con el cambio, tendero desalmado, pero antes despácheme un pan de queso que es el complemento legítimo para esta Kola Román, bella dama que usted agravia cuando insiste en ponerla al mismo nivel de las demás gaseosas.