jueves, 23 de abril de 2015

A la salud de las cachorras

Frente a mi mesa hay tres mujeres tomando cerveza ligera y fumando cigarrillos mentolados. Dos de ellas me dan la espalda; la otra me queda de frente. Solo unos pocos pasos nos separan y es por eso que el humo reciclado de sus pulmones me pica en la nariz. Esa es la razón por la cual hace un momento quise cambiarme de sitio; pero han transcurrido tres minutos desde entonces y aún no me muevo de aquí. Es que justo cuando empezaba a levantarme, me llamó la atención la forma en que sus ademanes exagerados y sus ropas juveniles no se corresponden con la cuenta de sus años que —calculo— ya pasó de los cincuenta.
Entonces decidí quedarme a beber una cerveza.
Para no delatar mis intenciones finjo que reviso alguna cosa en mi celular; pero en realidad estoy tomando nota de todo lo que dicen. Si aquí sigo a pesar del humo es porque, además de sus atuendos y maneras, me resulta divertido que hablen del calcio, del dolor en las articulaciones, de sus calores repentinos y demás achaques de la mediana edad con el mismo lenguaje que los jovencitos usan en las redes sociales.
A una de ellas le suena el teléfono. Tiene una curiosa distribución de canas que comienzan en su frente y le cubren, hacia atrás, hasta un tercio del pelo. El timbre de la llamada es un reguetón de moda. Contesta. Es rápida y locuaz. Mientras busca alguna referencia en la calle —un cartel publicitario, una señal llamativa— se esfuerza para dar a su interlocutor las instrucciones de cómo llegar. Esta ciudad no se rige por calles y carreras numeradas, así que dar una dirección no es un asunto sencillo. Por eso la señora, que ahora se enreda en los detalles, se da vuelta para pedirme ayuda sin dejar el teléfono y sacudiendo con la otra mano las cenizas del cigarrillo.
La verdad es que conozco poco y no puedo ayudarle. No señora, ni idea, le digo haciéndome el despistado. Entonces, sin interrumpir la llamada, me guiña un ojo como agradeciendo por nada mientras se traga otra bocanada de humo. De algún modo se las arregla con las indicaciones porque al final de la conversación se despide diciendo que bueno, pero no te demores porque ya pedimos. De esa forma me entero de que están esperando a una cuarta amiga para salir de fiesta aprovechando que los jueves en la noche, en la mayoría de los bares, las mujeres no pagan cover.
Pido entonces otra cerveza solo para seguir escuchando.
Ahora que acaba de llegar la amiga que faltaba es que me percato que entre ellas se llaman cachorras. Curioso remoquete para unas mujeres que bien podrían estar mimando nietos. La recién llegada, que es la más desenvuelta, propone un brindis; uno muy poco común pues no lo hacen chocando los vasos de cerveza sino sus cigarrillos apagados, que van encendiendo uno a uno, al tiempo que repiten “a la salud de nosotras”.
Siguen la conversación en medio del humo. Ahora los temas se alternan entre las minucias amorosas de la oficina, sus publicaciones en las redes sociales y los chistes recibidos por Whatsapp. Suspenden la charla un momento para escrutar sin recato a dos muchachos que entran al restaurante. Luego de la recia inspección, en medio de risitas cómplices, las cachorras intercambian un cuchicheo inaudible que —intuyo— está cargado de una morbosa picardía. Vuelven a mirar con el rabillo del ojo y sueltan la carcajada.
Para disimular la risa, clavo mis ojos en la pantalla estéril de mi celular que ya se va quedando sin batería.
Allí viene la mesera con la cerveza que pedí. Cuando pasa por el lado de las cachorras, la recién llegada, con falsa severidad y conteniendo la risa, le reclama que ellas habían ordenado primero. La mesera sonríe nerviosa; se sonroja. Entonces levanto el vaso para disculparme y ellas me devuelven el gesto de la misma manera. Yo imaginaba que estas señoras refinadas habían ordenado algún plato liviano: una ensalada o tal vez una bandeja de frutas. En lugar de eso, un mesero les trae a cada una un delantal plástico, un mazo y una tabla, y pone sobre la mesa cuatro cubos llenos de cangrejos.
La destreza para horadar y sacar la carne de debajo del cascarón, contrasta con sus uñas largas y peinados perfectos. Entre succiones, golpes del mazo, malabares de la lengua y sorbos de cerveza van acabando, implacables, con patas y tenazas. La cachorra del pelo entrecano, interrumpe de pronto. Cuenta con impostada tristeza que comer cangrejos era el plan favorito de su exmarido. Dice que se separó de él hace once años por un caso de compatibilidad extrema de caracteres. Las caras de desconcierto de sus amigas no la sorprenden. Será incompatibilidad, le corrige una. Pero ella, imperturbable, bebe un largo trago de cerveza y explica sin sobresaltos: no, querida; compatibilidad extrema de caracteres; es que a él también le gustan los hombres. Entonces se hace un silencio tenso. Todas la miran. Ella se lleva a la boca otra pata de cangrejo. Luego levanta los ojos, mira una a una a sus amigas, y estalla en una sonora carcajada que contagia a sus amigas y de paso a mí.
En vano trato de esconderme con mi insostenible técnica de mirar el celular totalmente descargado.
Son mujeres en la plenitud de su desparpajo y se lo gozan sin ataduras ni complejos. Ahora que terminaron de comer piden café. Una de ellas dice que es lo mejor para la hora porque les abre la mente y les reactiva el ánimo. Al oír estas palabras, la cachorra que llegó de último, se incorpora de repente y propone que entonces le agreguen a cada taza dos copitas de aguardiente para ver si, además de la mente, se abren los sentidos y quién quita que otras cosas también. Vuelven a reir.
Hacen enrevesados juegos de palabras con el divorcio y la intolerancia a la lactosa, con sus maduros pretendientes y medicamentos azules, con la pista de baile y el óxido en las articulaciones, con los muchachos y las bondades del colágeno. Todo eso con sus gestos y palabras juveniles.
Yo ya no puedo más. En este punto mi fachada del celular es inútil. No puedo evitar reirme con descaro. Ahora las cachorras se ríen abiertamente conmigo celebrando sus propias ocurrencias. Me han hecho la noche. No me queda sino pagar la cuenta. Antes de irme me despido de ellas y les invito otra ronda de cervezas deseándoles en silencio una larga vida de desparpajo mientras brindo por la salud de las cachorra.

Retrato de un pesimista

Justo cuando cerré la puerta del taxi, y antes de que pudiera articular alguna palabra para anunciar mi destino, el conductor me preguntó a quemarropa: «bueno hermano, ¿por cuál trancón nos vamos?»
El taxista era un señor procaz que rondaba los sesenta años; con unas pocas hilachas blancas sobre el cráneo casi pelado; de piel curtida y vestimenta opaca; de uñas cortas y sucias en unas manos de labriego. Me sorprendió su estilo directo en un gremio que en la ciudad de Bogotá es más bien de reticencias. Sus cansados ojos inquisitivos, fijos sobre los míos en el espejo retrovisor, esperaban por mi respuesta.
—A esta hora —dije por salir del paso— no creo que haya mucho tráfico.
—¿Que no? ¡Ja! Eso es lo que usted cree. ¿Sabe si allá derecho hay salida?
—La verdad, señor, es que no sé.
—Si no sabe, mejor doy la vuelta aquí mismo —dijo mientras hacía una maniobra prohibida.
En el viejo tablero del Chevrolet Chevette parpadeaban las 3:36 de la tarde. Enrollado en la base del retrovisor un rosario de plástico iba golpeando el cristal, sin compás, según la marea de la calzada. La tapicería de los asientos era de una tela mustia que en algún momento fue negra. Al lado de la guantera, sin marco y pegada con silicona, había una pequeña fotografía de dos niñas sonriendo. A una de ellas le faltaban dos dientes. Entonces, señalándolas con la uña aporreada del dedo índice, me dijo que eran sus nietas, su adoración, por las que se joroba trabajando.
En una jornada de doce horas de trabajo, y luego de pagar la tarifa que exige el dueño del carro, un taxista en Bogotá puede ganar, en promedio, cuarenta mil pesos; unos dieciséis dólares. Esta misma cantidad la completaría un empleado raso en Nueva York en solo dos horas de labor. Pero aquí en Colombia, esos cuarenta mil pesos diarios, son el equivalente al doble del salario mínimo. Que es un sueldo comparable con el que tendría un profesional recién egresado. En ese punto, sin dejar de señalar la fotografía, el taxista se quejaba de que la plata apenas si le alcanza para cubrir lo básico.
Por el fuerte olor a gasolina moví la perilla un cuarto de vuelta para abrir un poco la ventana.
—Tenga cuidado con ese celular, ¿oyó? Por ahí cabe una mano —me alertó con desdén—. ¿Y al fin? Aún no me ha dicho por dónde nos vamos a ir.
—Voy para la calle 74 con carrera 9na —le dije—. Usted que conoce, escoja la mejor ruta.
—Ay hermano, es que uno escoge la ruta y después el pasajero se molesta si hay tráfico.
—Tranquilo que no llevo afán.
—Pero la idea no es quedarse dos horas en una sola carrera; ¿no ve que yo vivo de esto?
Estábamos en la localidad de Fontibón, al occidente de Bogotá, sobre la calle 13 con carrera 106. En los parlantes sonaba La Ventana, el programa radial de la cadena Caracol. «Mucha locota ese man, ¿sí o no?», dijo de repente refiriéndose al locutor. «Eso es lo que tiene a esta humanidad pero jodida, hermano: ahora resulta que los maricas ganan más plata que uno. Malísimo ese programa. Puros chismes». Cuando le pregunté por qué entonces seguía escuchándolo, me dijo que no cambiaba el dial para evitarse la fatiga de volver a sintonizarlo más tarde, cuando empezara La Luciérnaga: «no hermano, ¿qué tal y después no encuentre la emisora?»
Con las manos sobre el volante estiraba el cuello hacia el parabrisas como tratando de medir la densidad de carros que tenía delante.
—Todo el día el tráfico ha estado hijueputa, ¿oyó? —me dijo en su estilo perpendicular.
—Qué raro —le refuté—, si esta mañana no me demoré nada por esta misma calle.
—Lo que pasa es que como es viernes con puente festivo, hay restricciones para camiones.
—Por eso mismo; la verdad no creo que nos vaya mal con el tráfico —traté de animarlo.
—Pues, ojalá nos vaya bien; pero no le aseguro nada.
Ante la insistencia para que me decidiera por una ruta, le pedí que siguiera derecho por la calle 13 hacia el oriente. Le dije que en las otras veces que había venido, por lo menos hasta la Avenida Boyacá, no me había encontrado con embotellamientos graves.
—Pues yo pienso todo lo contrario, ¿sabe?: de aquí a la Boyacá es que el tráfico está peor.
—No, hombre; le aseguro que a esta hora eso es rapidito —le dije en automático.
—Usted disculpe que lo baje de la nube, pero la realidad es que no. Ya verá.
El conductor siguió quejándose durante todo el trayecto. Se quejó del locutor en la radio, de sus penurias diarias, de las decisiones del alcalde, del estado de las vías, del tráfico congestionado en los días normales, de lo malo que se pone el trabajo en los días festivos, de los recorridos largos, de los pasajeros indolentes que no tienen sencillo... Cuando notó que por el camino en que íbamos no estaba el tráfico que había vaticinado, no volvió a hablar. Solo se limitó a describirme la ruta que seguiría a partir de allí: «vea, hermano, voy hasta Las Américas, después me salgo para Corferias, de ahí cojo la 30 y después subo por la 74; pero no le garantizo nada, ¿oyó?». Desde el asiento trasero asentí y, en un acto temerario, cerré los ojos por un momento.
Iba despreocupado y feliz con la brisa fresca mitigando el sol de la hora. Incluso alcancé a soñar. Al poco rato sentí la voz del taxista que me despertó casi con rabia:
—¡Oiga hermano!, ¿por cuál entrada lo dejo?
—¡Ah, ya llegamos! Eso fue rápido. ¿Si ve que no nos fue mal? —Le dije con picardía.
—Pues, ¿qué le dijera yo, hermano? Contamos con suerte. Pero espere y verá el tráfico tan hijueputa que se va a encontrar a la salida.

No quiero morirme

Creíste que sería fácil, y mira en la que te encuentras. Todo porque no escuchas. Desde la orilla todo se ve sencillo, en la orilla nadie se ahoga. Pero no entendiste que ese miedo congénito a los yates, lanchas, botes, balsas, chalupas y casi todo lo que flote, no era gratuito. Te fuiste de valiente y aquí estás, luchando ahora por salir a la superficie.
Desde el mismo momento en que elegiste los zapatos verdes, supe que aquello iba mal. Pero no escuchas. Ir al río con zapatos verdes siempre ha sido señal de mala fortuna. No lo sabías, cierto es; pero sospecho que tampoco te habría importado. Diste tu palabra y eso fue todo. No tuviste alternativa. No es posible llevarle la contraria a una morena como esa.
En la oficina de excursiones viste cómo te sudaban las manos; y ni así diste marcha atrás. En mal momento llegaron los otros también a inscribirse, pues tú, valiente galán, no ibas a ser menos que ellos, ni de fundas. Y entonces compraste los boletos. Y no es que tuvieras esa obligación. No. Bien sabías que era un actividad innecesaria. De simple recreación. Palabrería rápida en el trajinado discurso de los negociantes de San Gil. Hábiles vendedores que te engatusaron con la idea de la aventura para que te olvidaras del miedo.
En vano estuve advirtiéndote desde temprano: hice que trastabillaras cuando te ponías la bermuda; hice que olvidaras la billetera sobre la mesa de noche; hice que te pisaras los cordones al salir. Nada funcionó. No escuchas. Al contrario: en menos de una hora ya estabas acomodado en la balsa de hule —todavía en tierra— recibiendo las instrucciones de cómo sortear las aguas rápidas del río Fonce.
Pero el mapa de la desgracia se teje nudo a nudo. Para empezar, los chalecos salvavidas que se compran al por mayor no están hechos para gente de tu talla. Luego, con la razonable idea de que la fuerza física viene atada a la robustez, te situaron en la punta izquierda de la balsa —donde la corriente azota más duro— con la esperanza de que ayudaras a impulsar mejor la remada. Y, para colmo, como si todo eso no fuera ya suficiente desventaja, unas gotas burlonas de incipiente lluvia empezaron a azuzar al animal contenido, al río montaraz.
Pero ya es tarde para arrepentirse. Ahora la espuma blanca de este remolino te tiene contra las cuerdas. Atrás quedaron los primeros rápidos que sorteaste bien. Atrás quedaron los saludos de remos con los compañeros, la valentía en el pecho, la confianza en la labor. Aquí tampoco tuviste alternativa: ese último rápido fue demasiado brutal. La balsa intrusa se convirtió en juguete del Fonce y terminó por voltearse. Y tú, solo tú, saliste arrastrado al centro de la corriente rabiosa. Solo tú por ir en la punta izquierda. Allá arriba está la luz y el aire; aquí abajo, solo nosotros y el agua. El chaleco, aliado por principio, es ahora nuestro enemigo anclado en tu cuello. Así que, si no es mucha molestia, escúchame por una vez en tu vida: ya estabilizaron la balsa de nuevo, y allí va tu morena, con risa grande, remando en dirección a tu hija que está más abajo, en la otra orilla, esperándolos en el pueblo. Así que, si no es mucho pedir, patalea más fuerte, agárrate de la vida y haz un último esfuerzo por salir de estas aguas brutas, porque yo tampoco quiero morirme.
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Las manos de Rosina

En el camino que va de mi casa a la de Rosina, hace veinte años, se veía una tienda de barrio, un equipo de sonido gigantesco, un colegio mixto de educación básica, un cementerio de pobres, un mercadito en la calle, una esquina de drogadictos y un motel. Media humanidad resumida en menos de un kilómetro.
Partiendo de la última calle de Las Palmeras había que alcanzar la esquina y girar a la derecha hacia El Porvenir. Curioso nombre para un barrio que en aquel entonces era una colección desordenada de casas sin número, de calles polvorientas en verano y de fangales imposibles con la lluvia. Frente a esa esquina estaba la tienda de Rodrigo. Un señor correcto de eternos pantalones de popelina amarrados a la altura del ombligo. Recio de carácter y serio en el trato. Aunque había otras tiendas más cercanas, con dependientes más joviales, yo prefería ir a la de Rodrigo solo por la esperanza de que me atendiera Ana María, su hija mayor. Pero no, nunca la vi. Todas las veces me encontré con los pantalones de popelina y aquellos ojos fríos bajo un ceño fruncido que al parecer descifraban bastante bien mis intenciones. Con ese regusto amargo compraba un confite cualquiera, daba media vuelta y seguía mi ruta.
Después de eso algo en el pecho me quedaba desencajado. Era como un malestar entre las costillas. Otro fracaso para contarle a Rosina. Pero, por fortuna, ese era un asunto que se arreglaba rápido. Porque a treinta metros de la tienda, cuando pasaba frente al equipo de sonido gigantesco —que por estas tierras se llama picó— sentía cómo todo se estremecía por la potencia de las ondas del bajo sonando al máximo volumen. Un bajo antillano que vibraba en los cristales de las ventanas y que le arrancaba a los caballetes los techos de cinc. Ese mismo resonar atronador que ponía a bailar a la gente y que aliviaba las tensiones, recomponía también, con su golpe cíclico, uno que otro corazón desubicado en el tórax; entre ellos, el que yo llevaba.
La música se oía hasta el final de la calle, que no era más que un largo camino primitivo que se estrellaba con la Avenida Pedro Romero, frente al sector La Puntilla del barrio Olaya Herrera, en Cartagena de Indias. En esa intersección, a pocos pasos del cementerio, estaba situada la escuela de primaria Fe y Alegría. Eran niños que tenían que sortear a diario, además del sol inclemente, las cunetas de barro, los charcos pestilentes y las nubes de mosquitos, solo para cumplir con la rutina de ir a estudiar. De esos estudiantes, la mayoría no tenía otro almuerzo que un cuaderno elemental de cincuenta hojas y un lápiz por la mitad marcado a dentelladas. No sé con cuánta fe ni con cuánta alegría entraban esos muchachos a las clases. No sé con qué esperanzas salían después. Tampoco quiero imaginar cuáles de ellos aportaron al aumento de las cifras del cementerio de pobres que tenían en frente. Algunos habrán sumado como difuntos; otros, como verdugos de ocasión. En todo caso, la vida en Olaya Herrera siempre ha sido una pelea contra el hambre y la desigualdad que unos resuelven a cuchillo; otros, a pulso; y algunos otros, a lápiz.
En ese punto giraba a la izquierda, en la dirección de un mundo remoto; de una ciudad ajena. El barrio Olaya Herrera quedaba lejos de todo. Lejos del progreso, de los gobernantes, de la literatura, de los servicios públicos, de las oportunidades. Lo único cercano era la Ciénaga de la Virgen. Una laguna litoral llena de mosquitos y desperdicios en la orilla, porque al fondo de esas callecitas interminables que se desprenden de la Avenida, no llegaba ni el camión de la basura. Pero Rosina no vivía por allí. Su casa estaba del otro lado, donde la gente andaba un poco menos jodida. Gente pobre pero feliz. Entonces no era necesario adentrarse en esa maraña sino que había que seguir en paralelo por la traza de la Avenida. Pero un día, a la mitad de ese trayecto, vi cómo un tipo se acercaba con parsimonia llevando un revólver en la mano. Cruzó frente a mis ojos, avanzó algunas zancadas, montó el gatillo y, sin que le temblara la mano, le disparó en el oído a uno de los vendedores de mangos del mercadito en la calle, y luego se perdió de vista por una de las callecitas que llevan a la ciénaga, sin cambiar de expresión y sin alterar la parsimonia de sus pasos.
Después del estallido hubo un silencio de caras perplejas. Luego se desató el caos. Pero ya no había nada que hacer porque en Olaya Herrera hay cosas que es mejor no averiguar ni remover. Ese es el único asesinato que he visto. Desde entonces, ese camino que yo transitaba cada semana dejó de ser un paseo apacible para convertirse en una senda de paranoia. Aquella vez, como pude apuré mi marcha. Los drogadictos no se apartaron un ápice de su mundo de humo para ir ver al muerto. «Seguro era un faltón», escuché que dijeron cuando pasé.
Seguí caminando en automático anonadado por el suceso. Tanto que al llegar a la última esquina no tuve los ánimos para asomarme a la entrada del motel Sanssoucie —como hacía siempre— para ver a qué pareja de conocidos sorprendía allí. Giré a la izquierda, camino al barrio 13 de Junio, y subí la loma que me llevaba donde Rosina. Iba pálido y empapado en sudor. Cuando llegué a la puerta de su casa, desbocado empecé a contarle el suceso. Entonces ella puso su dedo índice en mis labios y enseguida comenzó a quitarme el sudor de la cara con sus manos. Las mismas manos menudas con que en su juventud le arrancaba frutos a la tierra; las mismas con que crió y sacó adelante a ocho hijos; las manos con que descascaraba los tamarindos que crecían en su patio.
Entonces Rosina Zambrano, mi abuela, me ofreció esa vez un mecedor, me preguntó por mi madre, me preguntó por el colegio, que si el sol estaba caliente, que si quería un vaso de agua panela, me mostró un cuaderno donde tenía anotada la fecha de la próxima pelea de Mike Tyson, me preguntó que si tenía hambre. Y solo cuando me vio calmado, entornando su pequeños ojos grises, fue que me dijo: bueno, ya hablamos de lo importante; ahora sí cuéntame el chisme del muerto ese.
A los pocos años murió mi abuela. Y ya no tuve más motivos para andar a pie el camino que me llevaba a su casa. Con ella murió el palo de tamarindo del patio. Con ella murió esa etapa de mi vida. Solo me queda de ella un retrato donde aparece con sus eternos vestidos de luto, con sus ojos grises que les hacían juego, con su estatura menuda apretándome entre sus manos: aquellas manos recias y campesinas, que eran también las mismas manos desnudas y tiernas con que me secaba el sudor de la cara y con que fabricaba, a fuerza de mimos, la risa de sus nietos.

El derecho a la buena champeta

La buena música nunca ha sido un asunto de diplomacia ni lisonjas, sino una cuestión de calidad. Punto. Es inaceptable reclamar reconocimiento por el solo hecho de tener cierta antigüedad en un oficio, como si la mera cuenta de los años trajera por sí sola un caudal de talento. No; así no es como funciona. Primero hay que procurar hacer un buen trabajo, y solo cuando se insiste bastante en ello, con dedicación honesta, una y otra vez, es que la experiencia entrega sus frutos. Es que el arte de los músicos, como el de los artesanos, debe refrendarse día a día y para ello es indiferente si se empezó ayer o si se tiene una trayectoria de veinte años.
Es por eso que la champeta, a pesar de la gran difusión de la que hoy goza, no se reconoce como un género de calidad. Por un lado, aquellos que se proclaman como los dueños y fundadores de este ritmo, desde hace tiempo entraron en esa cómoda etapa de exigir créditos por antigüedad; haciendo lo mínimo; como si el estudiante más viejo fuera, por fuerza, el más aventajado. Y, por el otro lado, muchos de los nuevos intérpretes no han entendido que su éxito radial y de ventas se debe más a una agresiva campaña de mercadeo que a la calidad de sus producciones. Esto convierte a la música en un insumo desechable, con lo cual, salvo unas muy notables excepciones, sigue siendo percibido como un producto de mediocre factura.
Pero no siempre fue así. Los champetúos somos, antes que nada, amantes de la buena música y no tenemos por qué conformarnos con menos. En la tradición Caribe, la palabra champeta siempre se ha usado para resumir el conjunto de ritmos que le gustan al champetúo. Por eso me sorprende la arrogancia con que algunos se adjudican su propiedad. Pues, mucho antes de que apareciera esta reciente interpretación criolla, las primeras champetas fueron los jíbaros puertorriqueños. Después fueron las socas y calypsos antillanos, el reggae jamaiquino y ciertas tonadas brasileñas. Más tarde fue la música disco norteamericana, el soukous, el high life y el bitzuki africanos y también algunos ritmos asiáticos, entre muchos de los que entraron por el puerto de Cartagena para anclar en los atronadores equipos de sonido de los barrios populares. Por ello, reclamar como propia esta multicultura que se extiende por cuatro generaciones es, por decir lo menos, una falta de sensatez.
Atrás quedaron los bajos imponentes, las guitarras virtuosas, los metales y la percusión precisa. Pues ahora, después de asistir a varias presentaciones, puedo decir que la champeta se reparte entre descoordinadas bandas que suenan muy mal y triviales pistas prefabricadas de beats repetitivos y básicos. Y mejor ni hablemos de las destrezas vocales. En medio de todo esto, son pocas las propuestas que se destacan, entre ellas Colombiáfrica, Tribu Baharú, Charles King y la Bazurto All Stars.
La música no es estática y mucho menos la de origen popular. Este dinamismo es lo que ha permitido que los intérpretes locales hayan adaptado algunas formas melódicas e impuesto nuevos sonidos. Pero, paradójicamente, entre aquellos supuestos fundadores de este género hay un discurso unánime en torno a la defensa de un presunto purismo en el que quieren envolverlo. Esto no es más que una reacción temerosa. Es la inseguridad de atreverse a hacer cosas mejores. Es el miedo a desaparecer de un escenario en el que se están volviendo obsoletos. Esa falsa defensa no es más que el miedo a que mejores propuestas ganen espacio. La champeta es alegría, es brillo, es encontrar nuevas formas de estremecer al bailador. Por eso siempre estaré a favor de que nuevos elementos la enriquezcan, y no me faltarán energías para rechazar aquellos que la degraden. Pues bien lo dijo el gran pianista cubano Chucho Valdés: solo hay dos tipos de música, la buena y la mala.
Los champetúos desde los orígenes hemos buscado en la música la libertad que el entorno nos quita y por ello no vale la pena ser condescendientes con la mediocridad. Tenemos el pleno derecho a volver a la buena champeta, a la senda que abrieron las canciones de Mbilia Bel y Tabu Ley. Tenemos el derecho a cuestionar ese éxito que solo se mide por la popularidad de un estribillo insulso. Reclamamos buenos músicos, aquellos que dejen el alma en el escenario, que al final son los que trascienden y enaltecen nuestra música. Esos son los imprescindibles. Los otros que sigan en esa farsa de autotune y sus softwares para armar pistas musicales, hasta que se reviente la burbuja comercial.
Está entonces en las manos de los artistas volver a ganarse los corazones y los oídos de los champetúos recios, los de verdad. Y además, ahora que tienen la atención y los reflectores, tienen la oportunidad servida para mostrarle al mundo la buena champeta. Está en sus manos hacer de este género o bien uno desechable, o elevarlo al plano de los mejores. Aquel lugar al que se llega con trabajo y que no necesita defensores, porque la buena música, como la buena comida, se defiende sola.

El Gabo que conocí

La muerte de Gabo me conmovió hasta la raíz del alma. No sé bien el porqué. Hacía varios años que Gabo había dejado de escribir y se encontraba en una edad donde morirse no es ninguna sorpresa. No éramos parientes, no fuimos amigos, nunca me firmó un libro, jamás lo vi en persona y tampoco conozco a nadie que lo haya conocido. Lo más cerca que estuve fue una vez que, entrando a un restaurante, mi mujer me dijo que creyó haberlo visto sentado y rodeado de varias personas todas vestidas de blanco. No me detuve y seguí derecho hasta las mesas del fondo. Aunque a ella nunca la he notado muy convencida de aquello que vio, de todas formas mi timidez no me habría dejado proceder de otra manera; ni siquiera para asomarme con una mirada furtiva.
Me conmovió su muerte, digo, y sospecho que fue por el gran aprecio que le tengo a su obra; y también por esa admiración secreta que siempre he tenido por los hombres y mujeres que, habiendo nacido en el mismo áspero salitre que yo, encontraron la forma de sobreponerse a la adversidad con la fuerza de su talento. Desde muy niño ya sabía que el talento y la disciplina eran la vía para ganarle al hambre; lo que a esa edad no imaginaba era que nuestra raza también pudiera aspirar a las cosas más grandes y además lograrlas. Es que en la mentalidad caribe de aquella época, con el fin de ahuyentar al fantasma del fracaso mediante un cómodo conformismo, los padres solían transmitirle a sus hijos en su carga genética un pesimismo metódico que nos hacía creer que los grandes triunfos estaban reservados para unas manos diferentes a las nuestras. Con el paso de los años eso fue cambiando hasta el punto que hoy, si bien nos alegramos y las celebramos, las victorias dejaron de ser un motivo de asombro y, por el contrario, casi que se nos ha vuelto una exigencia triunfar sin complejos.
Pero a mis diez años la historia era otra. Aún llevábamos marcados en la frente los mismos temores de nuestros mayores, pero que de a poco iban borrándose gracias a las enseñanzas de algunos buenos profesores que veían en nosotros las esperanzas de sembrar el entusiasmo que en ellos mismos no había alcanzado a germinar. De aquella época tengo el recuerdo nítido de la primera vez que escuché nombrar a Gabo. Fue en una clase de ciencias sociales en que la profesora Ana Isabel Roncallo, saliéndose del tema por una pregunta indiscreta de una estudiante y con una capacidad de evocación sorprendente, nos contaba retazos de su infancia en su pueblo natal. Nos confesó que solía esconderse en el baño para leer algunos textos prohibidos que los adultos consideraban nocivos para las mentes jóvenes. Entonces, con una sonrisa involuntaria por la satisfacción del recuerdo, se puso de pie y tomó todo el aire que le cabía en los pulmones para revelar el nombre del autor. Lo hizo regodeándose con cada letra y con una solemnidad de hierro para que sus estudiantes lo recordáramos bien por el resto de nuestras vidas: "Gabriel Eligio García Márquez, único premio Nobel colombiano y nuestra gloria más grande en la literatura".
El nombre no me significó nada; lo que me estremeció fue el orgullo con que lo dijo. Yo no solo ignoraba lo que era un premio Nobel, sino que además no tenía idea de quién era García Márquez. Por la solemnidad de la profesora Ana Isabel entendí que se trataba de un hombre fuera de serie; su calidad de Nobel, sin embargo, por mero desconocimiento, la interpreté como otro de los tantos títulos que se le otorgaban a las personas adineradas y que eran tan diferentes a nosotros, como lo eran el presidente, el alcalde o el rector del colegio, pues en ese entonces tenía la idea de que para ser escritor había que nacer en cuna de oro porque de otra forma no podía entender que alguien se dedicara a escribir en lugar de ponerse a trabajar. Con el tiempo entendí que la gran virtud literaria de Gabo no fue haber ganado el Nobel, como se enseña en la escuela primaria; la gran virtud de Gabo fue llegar a la convicción absoluta de preferir morirse de hambre, aún en las condiciones más duras de la vida, antes que renunciar a su vocación y a su talento de narrador.
Por los días de su muerte me sorprendió la cantidad de historias que se publicaron. La mayoría de ellas se referían a encuentros personales de los autores con Gabo; otras eran lastimeras cavilaciones figuradas para llorar su muerte empleando el mismo lenguaje de sus libros; otras pocas fueron cargas de odio y escupitajos a su figura y su obra; incluso tuve el infortunio de leer un desvergonzado publireportaje disfrazado de crónica en donde el autor se apoyaba en una muy improbable visita del Nobel a cierto restaurante con el fin único de hacerle propaganda. Mi caso, en cambio, es tal vez más simple y, a la fuerza, menos pretencioso porque yo solo conocí al Gabo de sus libros; y fue un genio de una prosa bellísima y monumental. Y así como yo, seguro que fueron muchos los que solo lo conocieron a través de la letra impresa que es el lugar que la historia le ha reservado a su memoria. Imagino entonces que a eso era que se refería David Sánchez Juliao cuando dijo que los hombres escriben para que la muerte no tenga la última palabra.

Diatriba contra Juan Pablo Montoya

Hace días me encontré una emotiva entrevista a Juan Pablo Montoya publicada en la revista Bocas. Parte de lo que me llamó la atención es que en la introducción que hace el entrevistador, sin pudor alguno, asegura que la carrera profesional de este piloto bogotano «es una de las más brillantes del automovilismo mundial». Y va más allá: dice que su historia —la de Montoya— empezó con una leyenda que se convirtió en mito. Tendré entonces que revisar a fondo esos dos términos: leyenda y mito.
Mientras tanto me pregunto si ese Juan Pablo Montoya, al que lo precede una fama de antipático y un palmarés raquítico, es el mismo personaje que yo tengo en mis recuerdos. Porque en mi memoria, que es abundante para lo intrascendente, no le veo mayor brillo que el tenue destello de una promesa jamás cumplida.
Pero, antes de que me extravíe en el plano de la apreciación personal, es mejor examinar los números porque ellos no conocen de pasiones ni de delirios. En el registro oficial Juan Pablo Montoya tiene un total de 94 carreras de las cuales ganó 7 y que a la larga no le representaron ningún título en la máxima categoría. Y es importante resaltar que me refiero solo a la máxima categoría porque es el rasero con el que se miden los verdaderos talentos. Todo lo demás no son más que logros de aficionados; que es apenas un poco más que nada.
En contraste, Michael Schumacher, de las 307 carreras que hizo en Fórmula 1, ganó 91 y obtuvo 7 títulos, 5 de ellos de forma consecutiva y por la misma época en que Montoya corría. Tal vez exagere, pero frente a estos números solo un muy subjetivo y benévolo juicio arrancado del fondo del corazón podría calificar a Montoya de brillante. No es arbitraria esta severidad; es que no puedo evitar la comparación con mi gran héroe de toda la vida que, a pesar de todos sus escollos personales, sí que sabía ganar: Pambelé defendió 18 veces el título mundial y de sus 106 peleas ganó 91. No hay necesidad de sacar las cuentas para ver la diferencia abismal.
Al lado de Pambelé o de cualquiera de nuestros grandes deportistas, lo alcanzado por Montoya luce tan pequeño que la única razón que se me ocurre para que en el año 99 le otorgaran la Cruz de Boyacá es porque es bogotano. Porque, digámoslo de una vez, la Fórmula CART (hoy Indy) solo tuvo relevancia en la prensa local cuando fue un colombiano quien la ganó; después de eso ha tenido la misma importancia que el torneo de segunda división de fútbol y, en todo caso, es una categoría inferior a la Fórmula 1.
Contrario a lo que podrían pensar sus defensores, con esto no quiero decir que sea un mal piloto; solo digo que no está a la altura de los más grandes. Pero, como la humildad no es su virtud, Juan Pablo Montoya en estos días se ha comparado con Lionel Messi. Dice él que es en el sentido en que Messi solo se enfoca en ganar; y me parece bien que tenga esas aspiraciones porque, como vimos, sus números han demostrado que en realidad las grandes victorias no son lo suyo. Sin embargo —y esto es lo otro que me llamó la atención de la entrevista— dice que él se hizo corredor no para ser famoso, sino para «ser un putas». Cosa que, si acaso ha conseguido, ha tenido que ser por fuera de las pistas; claro, eso si convenimos que con «ser un putas» Juan Pablo se refiere a ser un coloso del volante; y si es así entonces habrá que cambiarle el remoquete a uno más ajustado a la realidad.
Esa fama de pedante y antipático que se ha ganado, considero que no es gratuita. Es la impresión que deja cada vez que le abren un micrófono. Y es que, en su afán por parecer directo y frentero, deja ir lo poco por lo que tal vez pudiera ser apreciado. Quiero decir, la simpatía no es obligatoria; pero la antipatía sin necesidad, tampoco.Todos sabemos que en esta patria la gran mayoría de los deportistas se forman con las uñas y sin el apoyo del estado. En este grupo están Édgar Rentería, Julio Teherán, Nairo Quintana, María Isabel Urrutia, Jackeline Rentería, Caterine Ibargüen, Rigoberto Urán, Carlos Bacca, María Luisa Calle y, como no, Juan Pablo Montoya, entre muchos otros.
También sabemos que aquellos que triunfaron lo hicieron nada más que por su propio esfuerzo y me atrevo a decir que, más allá de la gloria, todos fueron buscando un beneficio económico. Sin embargo, al único que le he escuchado que no lo hizo por su país es a Montoya. Algo en lo que no hay necesidad de insistir para saber que es cierto. Para ser más claro, ninguno de esos grandes deportistas, en términos estrictos, compite o compitió por su país; pero, en su calidad de frentero, el único que lo dice es Montoya. Aunque ahora que lo pienso bien, es posible que eso que muchos vemos como una antipatía solo sea en realidad un noble gesto de su parte: la confesión tácita de que no es digno de reconocimiento. Porque bien lo decía mi abuela: la soberbia no le luce a nadie; pero se les ve peor a los perdedores.