lunes, 28 de marzo de 2011

El Polvo En Mis Zapatos.


Desde el último asiento contra la ventana del autobús, en medio del sueño que provoca el sol por tanto brillo, sólo se ve un panorama abrumador, extenso y uniforme, ocre y desteñido, opaco y desenfocado.

Un collage siniestro de tugurios amenazados con desbaratarse por el efecto de su propio peso y de las ondas de la música estruendosa, en medio de un aire difícil de respirar que se hace denso por el calor y por el ruido ensordecedor y caótico que sale de las bocinas a grandes chorros, amplificando los acordes y punteos brutales de las guitarras, el retumbe de pesados tambores africanos y el golpe de un bajo eléctrico omnipresente marcando el ritmo del soukus.

A esa hora cuando el tiempo se detiene por la siesta obligada de un calor eterno, insoportable, Caribe, sin ninguna brisa redentora, en un bus vacío que anda por calles desoladas, yo apenas voy llegando.

Siendo un poco más de la una de la tarde, bajo un sol abrasador y sobre un polvo ardiente que se cuela por las costuras de mis zapatos que desentonan con el clima y la geografía, me bajo del autobús varias paradas antes de la habitual. 
 
En términos prácticos eso equivale a caminar más de cuatro veces el recorrido acostumbrado, desviarme por un camino alterno, atravesar todo un barrio de casas sin número, apurar el paso por ese solar desierto, tomar la siguiente esquina y esperar a que al girar a la izquierda y me asome a su casa, ella esté sentada en el mecedor, frágil bajo un almendro, inmune al calor leyendo sus lecciones mientras todos los demás duermen ensopados en sudor. Que al girar a la izquierda y me asome a su casa del otro lado de la calle, ella esté allí con el cabello mojado terciado sobre su hombro empapando provocativamente el azul de la camisa, sin balancearse siquiera en el mecedor, sin levantar la vista del libro.

Con calculada lentitud me deslizo indeciso por el frente de su casa y con torpes movimientos avanzo: nunca puedo caminar dignamente en esas situaciones. Me deslizo lentamente con la esperanza de darle el tiempo para que levante sus ojos y me atrape en sus pestañas; pero ella no estaba allí, como es lo habitual. 
 
Mañana con seguridad haré lo mismo, y con seguridad tampoco ella estará; esa es la vida. Sin embargo lo que realmente odié de hoy no es su ausencia, ni mis penurias bajo el sol, ni el polvo en mis zapatos. Lo que realmente odié fue el hecho de no saber francés, o cualquiera que fuese el idioma en que aquella mujer cantaba, nítido y dulce, por encima del calor, por encima de los acordes de las guitarras y del retumbe de los pesados tambores; cantaba del mismo modo en que huele un café en la mañana.

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