miércoles, 6 de abril de 2011

Una Gotera En El Techo


A mí me gusta narrar las cosas pequeñas; pequeñas tragedias para precisar. Los grandes temas son abordados por las plumas más reconocidas, con mayor trayectoria y mejores recursos. Yo que aún no llego a aprendiz, narro nada más que las cosas pequeñas porque sencillamente nunca me suceden cosas de otro tipo.

A pesar de que he contado con una generosa muestra de buena estrella a lo largo de mi vida, la cual no sé exactamente a qué se debe y que me ha permitido desde retirar plata de una cuenta sin fondos hasta encontrar mis documentos luego de seis meses de haberlos extraviado, tengo que decir que donde quiera que haya una pequeña tragedia, existe una alta probabilidad de que yo esté involucrado; para las grandes en cambio, la probabilidad es nula.

Donde quiera que haya una pequeña tragedia, una gotera por ejemplo, debajo estará mi humanidad para empaparse con ella. Si en algún viaje en bus doy con la extraña y remota casualidad de una buena película, por una u otra razón he de perderme siempre el final; en cambio si la película es mala, como lo es casi siempre, entonces sucede alguna de estas dos cosas: o el volumen es tan alto que se cuela hasta mis oídos a pesar de los audífonos, o las carcajadas del animoso compañero de asiento son tan estridentes que logran el mismo cometido. Cosas de ese tipo.

Caminar orgulloso por el auditorio, saludar a los honorables miembros de la mesa, pararme y posar en mitad de las escaleras como lo han hecho todos por generaciones, diploma en mano, elegantemente vestido, con mi mejor sonrisa en el momento justo en que al fotógrafo se le acaba el rollo. Pequeñas tragedias.

Cumplir años cada primero de Enero y que casi siempre lo noten sólo hasta dos días después cuando el guayabo ya ha pasado; que el regalo lo reciba a mediados de Marzo aprovechando los beneficios de una tarjeta preferencial; que al momento de lucir mi regalo por primera vez, que son unos magníficos lentes oscuros, ese día amanezca lloviendo en una ciudad en donde cada año hay sol en por lo menos trescientos sesenta y cuatro días desde las siete de la mañana. A ese tipo de cosas es que me refiero.

Ahora note usted el extraño y paradójico efecto que el tamaño de las tragedias imprime en el destino de las personas que las sufren. En las grandes, si se tiene la mala fortuna de morir, como mínimo habrán homenajes o grandes discursos, y si la magnitud lo amerita, hasta es posible que levanten un monumento; si por el contrario tiene peor fortuna y sobrevive, por encima de todas las secuelas físicas y sicológicas que pueda llegar a sufrir, para la gente usted siempre será un héroe símbolo de la templanza y un luchador de la vida. Ahora Imagínese en cambio qué tipo de comentarios puede merecer la noticia de morir ahogado por una gotera, con seguridad ninguno digno; y si tiene peor fortuna y lograr sobrevivir, en el mejor de los casos será el hazmerreír de sus conocidos en cada oportunidad en la que el tema salga a flote. No hay nada que refleje tan elocuentemente la decadencia como lo hace una gotera en el techo.

En todo caso si hago el promedio de lo que me dan mis malos hábitos alimenticios con lo que me dan los genes de mi abuelo, que con ochenta y cuatro años tiene dos hermanos vivos mayores que él, espero que la más grande de las pequeñas tragedias me sorprenda por allá a los setenta y cinco años, los mismos que necesitó el coronel aquella mañana, pero ante todo espero que en ese último episodio no haya ninguna gotera cerca.

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