lunes, 14 de marzo de 2011

Exorcizando un nombre.


Recuerdo de las lecciones que de niño debía memorizar a falta de un mejor método, aquella lista que nunca pude aprenderme en el orden exacto en que mi madre lo exigía y que aún la humanidad no se aprende bien del todo: los derechos fundamentales de los niños y las niñas. Y hago esta remembranza porque de tanto repetir la retahíla, una y otra vez empezando cada vez desde el principio ante la menor falla, me quedó grabado como con fuego aquel ítem 16 que era hasta donde mi memoria lograba llegar de un total de 23, y que decía que todos los niños y niñas tienen derecho a un nombre y a una nacionalidad. Un nombre, sí; una nacionalidad, también. Pero dejemos de lado por ahora el asunto de la nacionalidad puesto que son pocos los casos en los que los padres pueden elegir cual será el país en donde hemos de nacer.

Tenemos derecho a un nombre, digo, aunque cueste creerlo, pero a un nombre a secas. No se menciona nunca que el nombre deba cumplir con unos mínimos estándares de estética, que sea un nombre decente, uno que no genere risas ni rechazos entre la gente; sea pues esta la oportunidad para proponer la reforma a tan grande derecho incluyendo esta pequeña claridad resumida en la palabra dignidad. “Todos los niños y niñas tienen derecho a un nombre digno”; extenderlo a la nacionalidad ya es pedir demasiado.

Aún cuando sé que el concepto de dignidad es relativo y muchas veces ambiguo, sería bueno que un ente calificado abordara el tema antes de que seamos vinculados de por vida con el nombre que nos identificará o nos marcará según sea el caso. De ésta forma habrían pasado por un proceso de control de calidad nombres del tipo Ányelo en lugar de Angelo, Yon en lugar de John, Pool en lugar de Paul (lo he visto, en serio), Maikol por Michael y así por dar alguno ejemplos. Sin embargo cabe anotar que tales faltas pasan desapercibidas en tanto no haya oportunidad para que aparezcan impresas ante los ojos del ente burlón; por otra parte hay nombres que no tienen esa ventaja, y me refiero a: Agapito, Cleóbulo, Mamerto (lo he visto, en serio), Ruperto, Circuncisión, y un largo etcétera; y eso es otra historia. Este sería un país con niños mas felices y adultos menos acomplejados si mi humilde sugerencia fuese tenida en cuenta.

Pero a pesar de mis esfuerzos por la reivindicación de los nombres hallo que en mi caso particular hay un elemento extra, fuera de toda previsión, inexorable y férreo: el destino. Y es que es particular la forma en que se juntan diversos elementos, perfectamente maquinados, orquestados milimétricamente, para confabularse en mi contra en su acostumbrada manera. Y cuando digo destino me refiero a que de todas las personas que pudieron haberme engendrado, tenía que llamarse mi padre Guido Polo y mi madre ser Nule, y como de donde vengo esa es la tradición, por nombre llevo Guido Polo Nule; y como esto no podía ser suficiente, 30 años después se desata un escándalo de tipo contractual por cuenta de los negocios de un cuasi homónimo, incómodo por demás. Entonces es así como pasé de la amargura de mis primeros años en que nadie atinaba a repetir ni a escribir correctamente mi nombre, a la amargura de ver en mis interlocutores el cambio de expresión, hacia una de leve desconfianza, cuando me presento ante ellos.Ya decía yo que el número veintiséis nunca me ha traído buena suerte.

Por eso es que pienso que no sería una mala idea después de todo encontrar otro nombre, uno al que pueda desprestigiar por mis propios métodos, es decir un nombre digno. Pero pueda que suceda al revés y el dudoso empresario termine beneficiado de mi renombre adquirido en las letras de ningunas partes; para la muestra este botón.

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