viernes, 15 de abril de 2011

Un Domingo En La Mañana


Es un hilo de sol que cabe exactamente en ese espacio estrecho que se forma en la frontera irreconciliable de dos cortinas en la ventana, es un brillo tibio y desalmado que se enfila en el único ángulo en que le es posible llegar a mis ojos, y es motivo suficiente para despertarme un domingo a las siete de la mañana.

Es natural para alguien que duerme en una cama cuyo lado izquierdo colinda con la pared, levantarse siempre con el pie derecho sin que esto suponga necesariamente muestra de buena suerte. La acción de buscar con ese mismo pie las sandalias tanteando el suelo, más que un reflejo matutino, es la vaga esperanza de postergar lo inaplazable, porque de antemano sé que frente a los pieceros ellas se quedan huérfanas apuntando siempre hacia la cabecera revelando de ese modo la ruta que me lleva hasta las sábanas cada noche.

Una vez mis dos pies se posan de lleno sobre el suelo frío en contraste desagradable con mi temperatura corporal, apoyo las manos sobre las rodillas con los brazos flexionados y los codos hacia afuera, e inicio el movimiento sincronizado de empujar con decisión las dos manos hacia abajo al tiempo que enderezo mis piernas y mi espina dorsal, de tal forma que al final del ejercicio, quedo oficialmente levantado de la cama.

Es común en los lugares en donde el sol brilla por su exagerada presencia, encontrar que los primeros embates del agua en la ducha son en realidad un caldo espeso y caliente que sube atropelladamente por el ducto como una violenta regurgitación. Sólo la pericia de un hombre de latitudes Caribes, permite evadir, con un movimiento de púgil, el ataque sorpresivo con sólo identificar el ruido de las agónicas arcadas de la tubería. Superado esto, el resto de la rutina transcurre entre sesiones cortas y alternadas de agua y jabón, que finaliza justo cuando el grifo se cierra dejándome en un estado al que yo llamo bañado.

Bañado y vestido, entonces giro la perilla de la puerta, la halo hacia mí, y luego de atravesar el umbral, invierto los movimientos anteriores para dejar la puerta nuevamente cerrada y conmigo afuera. Una vez en la calle, puestos los lentes de sol, ajustado el morral en la espalda, remangada la camisa y apretados los cordones, camino exactamente 643 pasos contados desde la acera al pie de la casa, hasta la mesa número 5 de aquel restaurante en el que pido un menjurje sazonado mayormente con cilantro, que además lleva en su interior una suerte de papa y pan picados en pequeños trozos que rodean una generosa porción hervida de lo que parece ser el costado de un rumiante; me informa amablemente la señorita que su nombre técnico es caldo de costilla y que vale 8 mil; pero para efectos prácticos le llamaré desayuno.

Terminado el desayuno y dado que puse total atención a la ficha técnica del servicio, no tengo necesidad de pedir la cuenta para saber cuánto debo pagar. Raudo entonces me apresto a saldar la deuda, para lo cual hago el movimiento característico que empleo en estas situaciones: con la mano derecha extendida y con los dedos juntos, flexiono ligeramente el codo de tal forma que el antebrazo logre un movimiento ascendente hasta que la muñeca se sitúe a la altura del cinturón; alcanzado este punto entonces ubico la mano sobre la cadera y extiendo lentamente el codo para lograr un movimiento descendente al tiempo que procuro que los dedos, todavía juntos, entren en el bolsillo del pantalón y cuando hayan alcanzado cierta profundidad, estos cambien de posición de forma tal que los dedos pulgar e índice formen una pinza con la que espero alcanzar la billetera.

No la alcanzo. Y en su lugar recorro mentalmente y en sentido inverso 643 pasos contados desde la mesa número 5 hasta la acera al pie de la casa; giro la perilla de la puerta, la empujo alejándola de mí, y luego de cruzar el umbral, invierto los movimientos anteriores para dejar nuevamente la puerta cerrada y conmigo adentro. Entonces allí veo la billetera sobre la mesa de noche en la misma posición y en el mismo lugar en que la dejé ayer justo antes de entrar a la cama por los pieceros para dormir. Sonrío amargamente, levanto las cejas, aprieto la boca, y me declaro angustiado.


4 comentarios:

  1. nojoda. verdad que ustedes los escritores si dan vuelta, tanta verga pa decir que despues que te comiste el desayuno fue que te diste cuenta que habias dejado la billetera en la casa. Pero de todas maneras esta nitido el cuento, me gusto la parte del "...menjurje sazonado mayormente con cilantro..."

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  2. Ajá viejo Guido, a este cuento le hace falta un pedazo: Qué dejaste empeñado mientras ibas de vuelta por la billetera?
    Me asalta una inquietud perenne; la carne que traía el menjurje era de rumiante ó de un équido cuya raza es "Burrangus"?
    Exclente la parte de la "pericia de un hombre de latitudes caribes"

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  3. Está bueno, bueno. Algo de Cortázar, eh!

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  4. Bueno!! por lo menos ya lo llaman escritor. Vamos bien!!

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