domingo, 10 de abril de 2011

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Escuchar la misma música cíclica que suena en los videojuegos de billar y pagar la cerveza al doble, es el precio por acceder a internet dignamente, sin la zozobra de la desconexión y con buen clima; tal como se lo merece cualquiera.

En aquella ocasión levanté el vaso de cerveza con su contenido a la mitad, lo llevé hasta mi boca, bebí, y antes de bajarlo hasta la mesa nuevamente, vi en el televisor las imágenes de la noticia, en diferido, del triunfo de las revueltas en Egipto humectadas por un par de lágrimas espontáneas bajando por los cachetes pálidos de la presentadora. No atiné a dejar el vaso sobre la servilleta, y aquello concordó con mi pensamiento equívoco de que el mundo ya iba por el camino de ser un lugar mejor.

Días atrás había visto todo el apoyo mediático y popular por una causa que sus defensores llamaron libertad. Yo me sumé. Y si se piensa bien, la libertad es un concepto cuya defensa ha impulsado algunas de las peores empresas, desde la guerrilla en Colombia, hasta la guerra en Irak, por no extenderme. Así somos, incoherentes.

Mientras que en las celebraciones es común tomar cerveza, en los velorios en cambio es obligatorio el tinto. Y tal vez por eso, como un mal presagio, mi presupuesto de hoy sólo alcanza para un café, aunque igual valga el doble. Café en mano pienso entonces en la conducta humana al respecto de la libertad y me desilusiono; en realidad nada en el mundo ha cambiado: por un lado se critica a Castro, Chávez o Gadafi por coartar la libertad y por el otro se critica a los distribuidores de réplicas de obras artísticas por difundirla. Los mismos que son capaces de descargar de internet toda la discografía de su banda favorita sin pagar un céntimo, critican a aquel que se la compra en la calle a un minorista “ilegal”.

Voy mas allá y no endulzo el café para que, conforme con el momento, conserve su sabor amargo. Voy mas allá, digo, para referirme al mal que los derechos de autor le ha hecho a la humanidad. Derechos de autor que en realidad es un eufemismo utilizado por las empresas editoriales, disqueras y similares para cobrar por el derecho de distribución exclusiva. Cuando el arte se supedita a los intereses de grupos económicos reflejados en volúmenes de ventas, la creatividad, calidad, expresión y originalidad son condicionados, es decir coartados. No es casualidad que conforme crece el éxito internacional de nuestros músicos nacionales, su música sea cada vez peor.

Quién se tome el tiempo de averiguar sabrá que las ventas “legales” de música no le aportan nada significativo al músico que la interpreta ni al autor que la engendra. Y voy más allá, con un sorbo largo, amargo y caliente: si, asumiendo como cierto que la piratería afecta los intereses del arte, ¿qué les hace pensar a los artistas, músicos y hombres de letras que ellos son diferentes de todos los demás?, como lo somos usted y yo.

De un razonamiento básico, se saca que la libertad siempre debe ser planteada en términos de equidad, y por ello artistas, músicos y hombres de letras deben ganarse el pan como se lo gana cualquiera de nosotros, es decir trabajando a diario. No he visto al primer carpintero que en lugar de hacer muebles, se dedique a esperar a que le paguen por cada persona que se sienta en uno de los que ha fabricado previamente.

Tal vez es que no conozco mucho del tema, pero pienso que las mejores ideas y obras fueron entregadas a la humanidad de forma gratuita: toda la base matemática, el papel, los violines, guitarras y pianos. Muy pocos, por no aventurarme a decir que ninguno, tendrán una idea tan buena y tan original que no dependa de ideas y obras anteriores; si usted es uno de esos, de los pocos, entonces tenga la seguridad que, si su genio lo amerita y mi bolsillo lo aguanta, estaré dispuesto a pagar mi cerveza al doble del precio original y esperaré el tiempo que sea necesario hasta que su obra se descargue completamente desde internet.

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