lunes, 25 de julio de 2011

En el borde


Le tocaba el turno y sólo quedaban cinco bolas en la mesa de billar, exactamente las que necesita embocar para ganar el primer asalto de una partida pactada a siete. Ya había perdido los tres asaltos anteriores por lo que un nuevo revés le habría costado perder la apuesta. 

Quedaban en su orden las bolas numeradas del once al quince en una distribución manejable para un tacador de talla media; sin embargo bajo la presión de no poder fallar, del pestañeo incesante de la lámpara de neón sobre la mesa y de la gota de sudor escurriéndole por el escapulario ceñido al cuello, la secuencia a ejecutar ya no era la misma trivial que en una jornada de billar cualquiera habría resuelto con movimientos rápidos en sendos tiros precisos, y menos fácil se le hacía por lo delicado de la apuesta. 

En un ambiente cargado de humo y noche, inclinado sobre la mesa con el pie derecho ligeramente adelantado y firme sobre el suelo de tablón áspero, el izquierdo apoyado sobre la punta, la barbilla rozando el taco haciendo las veces de mira, la mano izquierda sujetando con fuerza la parte posterior, la derecha formando un anillo entre el pulgar y el índice encerrando lo más delgado del afilado cilindro, con el alma hecha hielo, con el grito congelado en medio del pecho, con el dolor de la angustia que se siente en el vientre, el miedo físico, la muerte misma. 

Con un suave movimiento pendular ensaya 7 veces el tiro antes de ejecutarlo, levanta la vista, aprieta los labios, un nueva gota de sudor colorea de verde intenso el paño de la mesa, la lámpara de neón pestañea desde lo alto, hace su lance, se oye el sonido seco del golpe suave del taco sobre la bola blanca que avanza elegantemente rozando apenas el paño, un instante después y en perfecta ejecución estalla el golpe de un choque totalmente inelástico en el ángulo preciso para embocar la bola once en una de las troneras del centro, mientras la bola blanca sigue el curso que las leyes físicas le dictan, moviéndose apenas en danza delicada de avance mientras gira sobre su eje. 

Es inevitable y ha jugado lo suficiente al billar para saberlo de sobra. La carcajada afilada del rival también lo anticipa. Pegada a la banda se escurre
sin prisa en su danza macabra, brillante y grácil como una de las bailarinas de Degás, hacia aquella esquina de la mesa que guarda en el fondo de la tronera la más amarga de las derrotas. Hasta aquí llego yo, maestro; justo hasta aquí, que es el borde mismo y el lugar preciso donde los hombres pierden; ahora disponga usted de mi alma.

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