viernes, 10 de octubre de 2014

Un cobarde obligado a decidirse

Jean Carlos era un mantoncito de barrio. O al menos eso pretendía. Era un muchachito muy alto para su edad con la convicción de que aquello le daba licencia para abusar e intimidar. Por lo general este tipo de personajes andan acompañados de un par de calanchines pusilánimes que tienen como función principal alimentarles el ego. Jean vivía a varias cuadras de la nuestra, pero todos sabíamos de él; nadie lo había confirmado, pero, según los rumores, cargaba una afilada navaja retráctil con empuñadura de carey; se decía incluso que la había usado para defenderse de un par de ataques. En síntesis, Jean Carlos era a nosotros como el Indio Joe a Tom Sawyer.

Nosotros, en cambio, éramos un poco más de media docena de niños todos iguales: ingenuos, básicos, pobres y felices. Vivíamos en la calle 49 del barrio Las Palmeras; una calle ancha ─asfaltada en aquel entonces─ por la que nunca pasaban carros. Era una urbanización reciente cuyos primeros propietarios eran nuestros padres, que también eran todos iguales: recios y modestos trabajadores jóvenes que veían en estas casas de dos pisos y una palmera en el frente la realización de su segundo sueño, un techo para sus hijos.

Todo era reciente en nuestras vidas. En mi caso, por ejemplo, no recuerdo que antes de nuestra casa yo haya subido alguna vez a un segundo piso. Entre los patios no había paredes y por eso la parte de atrás de las casas era en realidad un largo corredor colectivo de juegos infantiles y tareas domésticas que iban desde sazonar la carne o espulgar el arroz, hasta lavar la ropa a fuerza de manduco ─que en el caribe es un garrote multipropósito que, para el caso, se utiliza para despercudir las prendas más pesadas─.

Tal vez por eso y por el origen rural de la mayoría, el ambiente era de total confianza; de candidez, si se quiere. Las casas no tenían rejas en las terrazas ni había salvaguardas en las puertas. La gente caminaba tranquila por el medio de la calle con la certeza de que no serían arrollados. Los niños podían permanecer por horas jugando afuera sin que nadie se alarmara. Los jardines crudos del frente de las casas se extendían hasta el borde de la acera, y allí nos sentábamos a pintar la cuadrícula del juego del fusilado sin que nadie interrumpiera.

El fusilado es un juego infantil que consta de un balón, una cuadrícula pintada en el piso con piedra o con tiza y unas reglas de eliminación tales que, al final de una larga serie de idas y vueltas desde un punto de referencia llamado base, el perdedor es castigado con azotes del balón frente a una pared. Y así estábamos aquel día en que llegó Jean Carlos con sus dos vasallos a gritar sus bravuconadas y a amenazar con golpearnos. En mi ingenuidad solo pensé en resguardar el balón para que Jean no lo dañara de una cuchillada. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de salir malogrado. Mi única preocupación era asegurar que, después del acoso, pudiéramos continuar con el juego.

Desprevenido fui por el balón. Al verme, Jean Carlos dirigió toda su ira contra mí. Yo trataba de explicarle ─sin éxito─ que no estaba allí para desafiarlo; pero era inútil. A pesar de que él estaba en la calle y yo montado sobre el andén, me llevaba al menos una cabeza de ventaja. Era intimidante y me vociferaba en las narices. Entonces, en una desafortunada combinación de torpeza y nervios, resbalé del borde de la acera y me precipité sobre Jean empujándolo por accidente.

Jean Carlos ─que veía hasta en un mal pestañeo una afrenta─ entendió aquello como una gravísima provocación y sin pensarlo dos veces lanzó, zurdo como era, un zarpazo violento que medio pude esquivar pero que alcanzó a rozarme el pelo. Furioso por no haber podido conectar el golpe que quería, se quitó la camisa con gesto teatral, como de película de artes marciales. Allí pude ver que era tan flaco como cualquiera de nosotros. Dio la espalda, tomó aire, movió el cuello de un lado al otro al estilo de Bruce Lee y, cuando creí que todo se había calmado, se lanzó de nuevo al ataque con otro zarpazo de zurda. Por reflejo logré agacharme y el golpe pasó zumbando por encima de mi cabeza; pero al instante, como una revelación del instinto, vi que en ese lance Jean había dejado expuesto su costillar de perro de playa y, en menos de un parpadeo y sin pensar en las consecuencias, le metí un gancho de derecha en el costado tal como se lo había visto a Pambelé en las revistas Ring de mi padre.

Todo fue confuso. Lo único que recuerdo es una esponjosa sensación en los nudillos; como cuando se muerde un chicle nuevo. Después vi a Jean de rodillas resoplando de rabia y con los ojos inyectados en sangre; quiso levantarse, pero no tenía aire; yo quedé atónito y sin saber qué hacer. Cuando intentó levantarse por segunda vez, fue que recordé el asunto de la navaja y de inmediato sentí el miedo a la altura de los riñones; quise correr a mi casa pero los calanchines me cerraron el paso. Cobarde como era ─como soy─ me sentí perdido y a punto de llorar; pero justo allí se desató un barullo detrás de mí: todos mis pequeños compañeros se habían envalentonado y estaban dispuestos a molerse a golpes con quien fuera; incluso, uno de ellos agitaba un manduco en sus manos ─que, para el caso, se utiliza como arma contundente─. Con el alboroto la calle se llenó de curiosos y al final los bravucones tuvieron que huir corriendo.

Varios años después, cuando Las Palmeras empezaban a ser el caos de motos apuradas y de busetas escandalosas que es hoy, me topé con Jean Carlos por medio de un amigo en común. Yo tenía diecisiete años y aunque la diferencia de estatura aún era la misma, ahora Jean era un tipo amable y de buenas maneras que con veinte años cursaba el quinto semestre de economía. Con varios giros que en ocasiones no fueron los más sutiles fui llevando la conversación hasta situarla en aquel punto de la niñez. Lo primero que me dijo es que no relacionaba mi actual cara redonda con la afilada del muchachito escuálido que fui en aquel tiempo. Lo segundo que dijo es que nunca en su vida había cargado con una navaja; que eso eran cuentos que él mismo inventaba. Pero lo que más me estremeció fue su confesión final: «¡qué va! si yo soy más cobarde que tú; por eso salimos corriendo. Lo que sucede es que en esa época tenía que hacerme el bravo frente a mis amigos para que me respetaran». Allí caí en la cuenta de que Jean, aunque con otros motivos, no fue más que otro cobarde obligado a decidirse.

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