viernes, 10 de octubre de 2014

En el intermedio

En el intermedio de una función hay un hombre haciendo cola en la cafetería del teatro. Es rollizo y cuarentón. Viste un raído traje negro de dos piezas. Bajo el saco luce una arrugada camisa blanca mal abotonada y sin corbata. En vano se resiste a una avanzada calvicie acomodando sus últimas hilachas de pelo sobre el cráneo despoblado. Lleva gafas gruesas y detrás de ellas unos minúsculos ojos extraviados que miran por encima del marco. Tiene los zapatos sucios y la cara grasosa con una expresión repartida entre la angustia y la resignación. No hay dudas: es un oficinista inconforme.

La función comenzó a las ocho de la noche. Para llegar a tiempo, con la jornada de hierro y el tráfico denso de la hora, seguro tuvo que aplazar la cena. Tal vez por eso, siendo ya las nueve y media, es que se muestra impaciente. Así lo revela el constante zapateo involuntario de su pie derecho mientras que, de brazos cruzados, permanece con la mirada fija en los pedidos que se van despachando: parece que es una cuestión de hambre.

Está a cuatro turnos de la caja registradora y detrás de él, sin orden, hay un grupito de individuos extravagantes que suenan muy versados en temas de cultura. Son individuos coloridos que hablan muy alto por el placer de que los demás escuchen sus disertaciones. Quieren mostrarse como gente de mundo. Él, sin embargo, sigue impávido. Solo suspende el zapateo para avanzar un puesto en la cola y un momento después lo reanuda sin apartar la mirada de su objetivo.

En la cola lo precede un señor canoso envuelto en una pesada bufanda. Dos muchachas se acercan al señor y se ubican a su lado justo cuando va a ser atendido. El oficinista por primera vez aparta la mirada del mostrador para escrutar a las muchachas con severidad; se crispa, exhala con fuerza y masculla alguna protesta inaudible. Entiende el gesto como un abuso. El señor canoso, percibiendo la molestia, se da vuelta y le explica que son sus hijas que han venido a ayudarle. Entonces el oficinista se calma; apenado baja la cabeza; afectado mete las manos en los bolsillos del pantalón; se encorva hacia adelante y asiente con la cabeza encogiéndose de hombros como queriendo dar a entender, en vano, que aquella explicación no era necesaria.

Ahora por fin le toca el turno. Sus pequeños ojos se iluminan detrás de las gafas de tinterillo, pero al instante, conteniendo la ansiedad, se hace el desentendido. Con ademán de funcionario altivo y dicción andina hace su pedido: un palito de queso y jugo de durazno. Paga estricto completando la suma con unas monedas que saca del bolsillo de la camisa. Le sirven en una bandeja gastada y chueca. Para evitarse contratiempos con el vaso inestable sobre la superficie irregular decide sacarlo y llevarlo aparte con una mano, mientras que con la otra equilibra la bandeja en la que va el palito de queso, un juego de cubiertos, dos servilletas y la esperanza de aliviar sus pulsiones digestivas.

Con el pedido en las manos el oficinista abandona el mostrador, gira sobre sus talones y, como un faro, mueve su cabeza buscando una mesa. Aún con la cafetería llena logra ubicar una. Se dispone a atravesar el salón entre la multitud; tiene en su forma de andar la gracia de un torero jubilado; ahora que se siente observado, levanta la ceja izquierda con una ligera mueca de galán en decadencia. Tiene esa penosa actitud con la que un pobre disimula sus carencias. A la mitad del trayecto, por lo pulido del piso y lo gastadas que están las suelas de sus zapatos, resbala un poco. Nadie lo nota y se incorpora al instante; pero ese pequeño traspiés es suficiente para que el palito de queso ruede por el borde de la bandeja y caiga al piso dejando una dramática estela de harina de trigo.

Su primer impulso fue el de agacharse a recogerlo; pero, advertido en su dignidad por la cantidad de ojos sobre él, logró reprimirlo a tiempo. Ahora, en lugar de eso, con esa misma expresión que se reparte entre la angustia y la resignación, con el pie derecho va pateando con suavidad el palito de queso hasta dejarlo al lado de la basura. Suena el llamado para volver a los asientos y lo pierdo de vista entre la gente.Cuando yo creía que el musical Avenida Q no podía ir peor, en el intermedio, por suerte, pude encontrar un drama que me salvó la noche.

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