lunes, 14 de abril de 2014

Pequeña tensión en el restaurante

Hace un momento, mientras miraba al mar, una mujer recia y entrada en años me interrumpió hablándome en un extraño idioma. Al tiempo que hablaba, señalaba una silla junto a mí como queriendo preguntar si estaba ocupada. Lo cierto es que no hay nadie más en este restaurante. Con un gesto como de quien empuja el aire con las palmas de las manos, le indiqué que la tomara.

Hace dos días había acordado con un conductor que me recogiera a las seis de la mañana a unos trescientos kilómetros para que me trajera hasta aquí. Llegó puntual y como solo había podido dormir dos horas en la víspera, mi propósito era recuperar algo de sueño durante las tres horas de camino.

El viaje por carretera
La señora alta y recia, de cabellos rubios alborotados por la brisa marina que azota este lado de la barra, tiene unos pantalones rojos hasta las rodillas y una blusa de flores de colores: es el riguroso uniforme de turista. En el momento en que preguntó por la silla, llevaba dos botellas de cerveza entre los dedos pulgar, índice y corazón de la mano izquierda y, en la derecha, dos vasos desechables uno metido dentro del otro.

Como no tengo el talento, la gracia ni las amistades para vivir de escribir (aún), y como se sabe que tal privilegio está reservado solo para algunos escritores afortunados, yo debo trabajar en algo que me permita pagar las cuentas; y esa es la razón por la que vine hasta aquí haciendo las veces de ingeniero en esta pequeña ciudad costera. Pero ya he terminado la jornada de hoy y por eso miraba al mar mientras bebía una coca cola. Pero ya lo ve usted, he tenido que interrumpir por un momento ese pequeño ejercicio de inspección individual para indicarle a esta recia señora que no hay ningún problema en que tome esa silla o cualquiera de las otras que están por aquí, que en estas latitudes no es necesario tanto formalismo para esas cosas. Pero no dije palabra alguna; solo me limité a hacer aquel gesto que, pensándolo bien, me pareció un tanto grosero; sin embargo pienso que la sonrisa del final ─que debo decir que me sale bastante bien─ fue suficiente para suavizar la torpeza de mis manos.

Ella asintió y trazó un boceto de lo que pareció ser una sonrisa; puso las cervezas en la barra y luego acomodó los vasos, todavía uno dentro del otro, sobre el pico de una de las botellas; alejó de mí la silla por la que había preguntado y se sentó al tiempo que arrimaba otra al lado suyo.

La vista del mar desde el restaurante
Para el viaje por carretera que yo había acordado, me equipé con unas gafas oscuras, una lista de canciones lentas y unos audífonos con el objetivo de dormir las horas que me faltaban. Sin más formalismos que un apretón de manos y la instrucción de «hágale», el conductor puso el motor en marcha mientras yo me acomodaba en la silla del copiloto y cerraba los ojos.

Ahora acaba de llegar al restaurante un señor mayor con la cabeza repartida entre la calvicie y las canas, con bermudas y sandalias, y se sienta junto a la señora recia de cabellos rubios. Tras dos monosílabos en aquel mismo idioma incomprensible, ella desencaja los vasos y sirve en cada uno la mitad de una cerveza. Yo tomo otro sorbo de coca cola y sigo mirando al mar.

A la media hora de trayecto el puesto se me hizo incómodo en medio del sueño y unas incipientes gotas de sudor me empezaron a poblar la frente y el bozo: me despertó el calor. El conductor, aún con los vidrios cerrados, había apagado el aire acondicionado porque, según explicó, le parecía que yo tenía frío. Primero pensé que el del frío era él; luego pensé que tal vez buscaba ahorrar combustible; pero fue al poco rato que descubrí sus verdaderas razones: esos treinta minutos de mutismo absoluto habían sido una verdadera hazaña en aquel hombre de una locuacidad patológica. Se moría por hablar y no encontró otro método para calmar su ansiedad que cortarme el suministro de confort.

Washington, el conductor
El hombre mayor que está sentado a la izquierda de la señora recia, después de beber un trago largo de cerveza, se dispone ahora a prender un cigarrillo que saca de una cajetilla que guarda en el bolsillo de su camisa también de flores de colores. La señora hace lo mismo. Estos no se andan con cuentos; no les interesa en lo absoluto si el humo me incomoda; supongo que es una conducta natural en aquellas lejanas tierras de las que son oriundos. No deja de resultar curioso, sin embargo, que se hayan esforzado en preguntar si podían tomar una silla en un restaurante donde hay un solo comensal y decenas de sillas libres, pero no para averiguar si el humo me molesta aún cuando están sentados a menos de dos metros de mí.

Sin un ápice de vergüenza y sin dejar espacio para el reclamo, el conductor de cabellos de plata y de aspecto pulcro y bonachón que me hizo recordar a Daniel Santos, comenzó a hablar, sin pausa, de todas las cosas del mundo. De la situación política latinoamericana; de lo mal que va la economía local; de lo bien que van las carreteras, aunque aún les falta; del mundial de fútbol; de las cosechas de mango; que debería probar los mangos de la región; que el bolero es un burdo intento de africanizar el tango; que Nebraska ganaría el Oscar a mejor película aunque confesó no haber visto ninguna de las otras nominadas; que el color amarillo era su favorito y que esa había sido la principal razón para volverse taxista. En fin, solo dejó de hablar, hora y media más tarde, cuando le dije que hiciera un alto en la vía para invitarle el desayuno.

El desayuno. Plátano verde frito machacado con chicharrón y queso

Aunque no me gusta el humo del cigarrillo de todas maneras les habría dicho a este par de extranjeros que no es una molestia; claro, eso si hubieran tenido la delicadeza de preguntar, o por lo menos de hacer aquella mueca que no requiere de palabras y que va quedando grabada en los músculos faciales de los asiduos fumadores cuando se disponen a encender el primer cigarrillo en medio de un grupito de personas.

Cuando llegamos a la entrada de la ciudad el taxista me hizo algunas recomendaciones finales: visitar playa murciélago y el muelle; probar el plato típico de la región, el camotillo frito; y que me refrescara en el Bar-Budo con un par de cervezas porque el trabajo no lo es todo en la vida.

Playa Murciélago
Esa falta de delicadeza de esta pareja de extranjeros soplando ese gastado humo que transmuta la brisa en una pequeña niebla tóxica que llega de lleno a mis ojos y a mi nariz, me da licencia moral para interrumpir su idílico mundillo de nicotina con una banderilla impertinente que enfilo primero en la mente y ejecuto después de forma chapucera con la lengua en rudimentario inglés: «excuse me, sir. Do you speak english?».

La noche anterior, luego de mi jornada de trabajo y para atender las recomendaciones que el conductor me había dado, averigüé en el lobby del hotel por un buen restaurante que además quedara cerca del Bar-Budo. Para resumir diré que el restaurante que me recomendaron se llama «Oh Mar» pero la especialidad es la parrilla, y el Bar-Budo es un local de cervezas atendido por una mujer de bozo lampiño. A pesar de ello pude probar el camotillo frito y pude refrescarme en la soledad de cuatro cervezas.

Vista al muelle
«Few words» es la respuesta seca y perezosa que me da aquel señor mayor que ahora sacude las cenizas del cigarrillo bajo el barranco sobre el que está encaramado este restaurante cuya atracción principal es esta barra que domina al oceáno. Sopla nuevamente el humo que me pica en la nariz y bebe otro trago largo de cerveza. La mujer recia y entrada en años le sirve en el vaso la mitad restante de la botella. Yo bebo otro sorbo de coca cola y mastico un trocito de hielo con el ánimo de apagar el fuego en las mejillas por la mentira que estoy a punto de soltar. Un segundo más tarde en mi pedregoso inglés le digo que soy un joven escritor Colombiano y que me gustaría conocer sus impresiones de la ciudad. La señora que hasta este momento había estado indiferente, gira hacia mí su cabeza con atención sosteniendo aún entre los dedos el cigarrillo que ya la brisa le ha apagado
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Washington, el conductor.

 «Sure, ask» dice el señor en su estilo hermético de dos monosílabos por frase. La señora permanece callada. Entonces lo animo a que me diga los motivos que los traen de visita. Otros dos monosílabos demoledores es lo que recibo por respuesta: «beach, cheap». Le pregunto entonces si su estadía ha sido placentera. «Yes, sir» me contesta, sacude de nuevo las cenizas del cigarrillo y toma otro trago lento y largo. Yo finjo tomar notas. Por lo pesado del acento y buscando darle fin a tan tortuosa conversación me aventuro a conjeturar sobre el origen de estos dos turistas. Les pregunto entonces si es que vienen de Rusia. La señora que hasta hace un momento me miraba atenta, voltea brusca su cara hacia el mar, el señor visiblemente alterado endereza su postura, le pega una última chupada al filtro del cigarrillo, bota el cabo aún encendido con fuerza hacia el barranco que termina en playa y por primera vez rompe su fórmula de los dos monosílabos de rigor y me dice levantando el tono y con los ojos rojos: «we’re from Kiev, fuck Russia».

Apuro mi coca cola, pido la cuenta, cierro mi libreta, les doy las gracias, les pido excusas y entiendo mucho más claro ahora todo aquello que me costó tanto en mis antiguas lecciones de escuela, porque finalmente pude vivir en carne propia lo que significa la expresión «las tensiones de una guerra fría».

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