domingo, 17 de febrero de 2013

Cada tercer sábado

Cuando descendí presuroso del último escalón ya mi madre me esperaba impaciente con un par de tijeras en la mano.

No estoy seguro si aún no eran populares los corta-uñas o si en realidad eran las tijeras su instrumento de tortura favorito, o acaso, era la única herramienta eficaz para combatir mis uñas férreas heredadas de mi padre y que este a su vez había heredado también de su padre. Lo cierto es que era el tercer sábado del mes y, según las normas de la casa, era el día de cortarse las uñas de los pies. No me daban esa tarea directamente a mí porque aún era muy pequeño y más que eso, porque ningún niño preferirá cortarse las uñas un sábado en la mañana en lugar de ir a correr descalzo y feliz por las calles destapadas.

Pinchazos de amor en las cutículas, cortes de ternura en el borde de los dedos, amoroso alicate horadando en una uña encarnada, dulces gritos de tatequietos, preciosos ojos fuera de órbita e inyectados de sangre, delicada respiración espesa y entrecortada de impaciencia. Ella le llamaba la amorosa agonía de ser madre; yo en cambio le llamo la implacable tortura de ser hijo. Tal vez el lector lo sospeche, mi madre no era la más diestra en el arte de la pedicura.

Me ubicó a la altura perfecta sobre una mecedora de dónde me sobresalían los pies en la justa medida; trabó los balancines con trapos para evitar que me meciera; justo debajo de mis pies ubicó un banquillo enano de madera rústica y puso sobre él una taza de agua caliente y el resto de la artillería pesada; con su mano suave me empujó por el pecho hasta quedar totalmente recostado al espaldar; sonreía mientras se encajaba los ojales de las pequeñas tijeras entre los dedos pulgar e índice de la mano derecha; cuando con los mismos dedos, pero de su mano izquierda, me aprisionó el meñique indefenso y sentí la punta de la tijera acercándose a la uña, se desató una descarga eléctrica desde el centro de terror de mi cerebro hasta la extremidad cautiva, echando chispas y disparando por los aires pinzas, alicates, limas, cremas, cepillos, piedras pómez y, claro, la taza.

La taza de agua caliente se elevó por los aires, ingrávida, sin un ápice de inclinación, como gobernada por los invisibles hilos de un talentoso e invisible duende titiritero y llegó hasta la altura de mis ojos. Luego algo sucedió con el duende, se le extraviaron los hilos y se activaron en cambio los hilos, invisibles también, que todo lo halan hacia el núcleo de la tierra y en la siniestra dinámica de los fluidos el perfecto centro de gravedad perdió el equilibrio, situándose en la única posición posible para que todo el contenido de la taza se derramara sobre la cabeza de mi madre. Si no se controlan, las leyes físicas pueden llegar a ser fatales.

Enfurecida en silencio, ella; aterrado en silencio, yo; no articuló palabra alguna; bastó con que señalara la puerta de la casa; salí corriendo despavorido; atravesé el solar de cada tercer sábado.

Allí encontré a mi padre bajo un sol inclemente, en un terreno que no era apto ni para que pasara un tractor, una tierra dura y árida, un salitre de canales profundos, sin sombra cercana, sin vendedores, sin agua, intentando jugar a la pelota con un grupo de jugadores que no alcanzaban a completar los mínimos necesarios; algo inconcebible para un hombre amante del buen béisbol.

Luego comprendí que él aceptaba participar de esa abominación cada tercer sábado, si acaso no era él mismo quién la organizaba, para poder librarse de que mi madre le cortara también las uñas de los pies. Su abdicación era, por ende, mi tortura. Pero con lo que mi padre no contaba ese día, es que aquella taza de agua caliente sobre la cabeza de mi madre no quedaría impune; la verdugo respiraba amoníaco, transpiraba veneno, ya tenía sus armas afiladas, nos esperaba impaciente y el ejecutado, por esa vez, no sería yo...

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