viernes, 10 de octubre de 2014

A la memoria de los muertos

La primera vez que asistí a un velorio tenía ocho años. Desde allí tengo la idea de que el tufo de la muerte huele a una mezcla de café, mentol, flores tristes y velas derretidas. De aquella ocasión tengo el recuerdo nítido del féretro cerrado en el medio de la sala y alrededor de él, sollozando cabizbajas, un grupo de mujeres clausuradas en un negro absoluto repetían a perpetuidad el santa María madre Dios ruega por nosotros pecadores, como respuesta coral a una matrona líder que con cada cuenta del rosario recitaba el Dios te salve María llena eres de gracia. Los hombres, en cambio, por esa arraigada costumbre caribe de no mostrar sus tristezas en público, permanecían afuera, estoicos, igual de afectados pero sin el dramatismo del rito. Bebían ron en silencio asintiendo de vez en cuando con la cabeza y apretando los labios como aprobando algún recuerdo fugaz y mudo del difunto.

Ese fue el velorio de mi padre y yo era tan niño que no entendía lo irrevocable de su muerte. Por mucho tiempo lamenté que en mi candidez haya considerado aquel episodio solo como un inexplicable cambio en la rutina de la casa, sin imaginar que marcaría mi vida por completo. Tal vez así fue porque en el fondo tenía la convicción de que todo aquello era una situación temporal; que de algún modo, y sin saber de qué manera, en unos pocos días todo iba a ser como antes. Sin embargo, con cada muerto va entendiendo uno que no hay edad para estar preparado y que por ello la vida brinda los mecanismos de protección que cada quien necesita para sobrellevar el dolor.

A los pocos años tuve el infortunio de asistir al funeral prematuro de una hermosa niña que perdió la lucha contra la leucemia. Me estremeció la serenidad de su cara bajo el cristal del ataúd; tenía la tranquilidad de un lirio dormido; como transitando apenas por un sueño cotidiano. Era la hermana menor de un compañero de deportes y, a pesar de que ya yo estaba más grande, tampoco entendí aquella muerte como un acontecimiento fatal. Para mí fue más un acto de protocolo con vestimenta lúgubre y formal, donde tenía que dar ─automático y sin bemoles─ el pésame a los dolientes, luego subirme a un bus y acompañar el desfile fúnebre hasta el sepelio. Al final de la ceremonia, sin detenerme a pensar en nada, me fui a comer raspados a la salida del cementerio. Allí vi por primera vez a un hombre adulto llorar. Era el padre de la niña que estaba postrado en un banquito de madera y lloraba inconsolable y sin lágrimas destruido por el dolor: en toda mi vida no he visto un llanto más amargo.

Un lustro después, a cuatro días de cumplir mis 17 años, murió mi abuelo. Aunque dicen que se le vio acongojado por el revés que ese día tuvo con sus gallos, yo creo, en cambio, que la muerte lo sorprendió feliz a la salida de la gallera, porque pocas cosas lo entusiasmaban tanto como criar y poner a pelear sus gallos. Además, para un gallero veterano, que uno o dos de sus gallos pierda nunca representa una gran tristeza porque esos son los gajes de ese oficio y porque ese día se hace sancocho para paliar la derrota. En la familia siempre se ha dicho que su reloj de pulsera se paró justo en la hora de su muerte. Nunca he querido verificar si eso es cierto pues suficiente tengo con que haya muerto el 28 de diciembre, día de los inocentes y tres días después de la fecha de la muerte de mi padre, para que el ánimo nunca me alcance para celebrar a plenitud ninguna fiesta de navidad.

Tiempo después murió mi abuela. Fue un funeral que sentí más como un descanso merecido que como una triste partida: en sus últimos años mi abuela había estado naufragando entre las nebulosas de sus neuronas agotadas fundiendo el presente y el pasado en una sola cinta de dolor; sin embargo, en una tarde de diciembre, un hilo brillante se le prendió en los ojos y por ese instante me pareció que volvió a ser ella. Entonces dijo «no hay felicidad completa» y volvió a sus nieblas otoñales; nunca supe si se dirigió a mí o a alguno de los personajes de sus recuerdos antiguos.

En todos los funerales que recuerdo, la constante ha sido que el velorio se lleva a cabo con una tristeza histérica al principio, una tristeza intensa y pasional, pero que con las horas va mermando hasta convertirse en una línea recta e ininterrumpida de sollozos, oraciones y lagrimitas tímidas. Sin embargo, cuando el momento del sepelio llega, vuelve a despertarse aquel dolor visceral y esta vez mucho más intenso que al principio; porque se tiene la idea de que mientras el cuerpo esté presente, aunque inerte, no está tan lejos como cuando está a tres metros bajo la tierra.

Y esta, por desgracia, siempre es la primera escena que acude a mi mente cuando recuerdo a algún difunto. En ese sentido los grandes funerales son una afrenta a la memoria de los muertos. Pero es la necesidad nuestra de solemnizar la muerte para aliviar un poco la conciencia. Es por esta razón que ya he dejado las instrucciones para que se deshagan de mí lo más pronto posible cuando me llegue el momento. Que no me guarden bajo tierra. Que no le reciban flores tristes a nadie. Que no prendan velas ni repartan café. En fin, que alejen ese tufo de muerte. Mejor que algún buen amigo o mi mujer haga un discurso bonito y luego, en un día de sol, echen mis cenizas a la bahía de Cartagena. Porque aún en la muerte, en el evento más triste de los que aman, tampoco la tristeza debería ser completa.    

En el intermedio

En el intermedio de una función hay un hombre haciendo cola en la cafetería del teatro. Es rollizo y cuarentón. Viste un raído traje negro de dos piezas. Bajo el saco luce una arrugada camisa blanca mal abotonada y sin corbata. En vano se resiste a una avanzada calvicie acomodando sus últimas hilachas de pelo sobre el cráneo despoblado. Lleva gafas gruesas y detrás de ellas unos minúsculos ojos extraviados que miran por encima del marco. Tiene los zapatos sucios y la cara grasosa con una expresión repartida entre la angustia y la resignación. No hay dudas: es un oficinista inconforme.

La función comenzó a las ocho de la noche. Para llegar a tiempo, con la jornada de hierro y el tráfico denso de la hora, seguro tuvo que aplazar la cena. Tal vez por eso, siendo ya las nueve y media, es que se muestra impaciente. Así lo revela el constante zapateo involuntario de su pie derecho mientras que, de brazos cruzados, permanece con la mirada fija en los pedidos que se van despachando: parece que es una cuestión de hambre.

Está a cuatro turnos de la caja registradora y detrás de él, sin orden, hay un grupito de individuos extravagantes que suenan muy versados en temas de cultura. Son individuos coloridos que hablan muy alto por el placer de que los demás escuchen sus disertaciones. Quieren mostrarse como gente de mundo. Él, sin embargo, sigue impávido. Solo suspende el zapateo para avanzar un puesto en la cola y un momento después lo reanuda sin apartar la mirada de su objetivo.

En la cola lo precede un señor canoso envuelto en una pesada bufanda. Dos muchachas se acercan al señor y se ubican a su lado justo cuando va a ser atendido. El oficinista por primera vez aparta la mirada del mostrador para escrutar a las muchachas con severidad; se crispa, exhala con fuerza y masculla alguna protesta inaudible. Entiende el gesto como un abuso. El señor canoso, percibiendo la molestia, se da vuelta y le explica que son sus hijas que han venido a ayudarle. Entonces el oficinista se calma; apenado baja la cabeza; afectado mete las manos en los bolsillos del pantalón; se encorva hacia adelante y asiente con la cabeza encogiéndose de hombros como queriendo dar a entender, en vano, que aquella explicación no era necesaria.

Ahora por fin le toca el turno. Sus pequeños ojos se iluminan detrás de las gafas de tinterillo, pero al instante, conteniendo la ansiedad, se hace el desentendido. Con ademán de funcionario altivo y dicción andina hace su pedido: un palito de queso y jugo de durazno. Paga estricto completando la suma con unas monedas que saca del bolsillo de la camisa. Le sirven en una bandeja gastada y chueca. Para evitarse contratiempos con el vaso inestable sobre la superficie irregular decide sacarlo y llevarlo aparte con una mano, mientras que con la otra equilibra la bandeja en la que va el palito de queso, un juego de cubiertos, dos servilletas y la esperanza de aliviar sus pulsiones digestivas.

Con el pedido en las manos el oficinista abandona el mostrador, gira sobre sus talones y, como un faro, mueve su cabeza buscando una mesa. Aún con la cafetería llena logra ubicar una. Se dispone a atravesar el salón entre la multitud; tiene en su forma de andar la gracia de un torero jubilado; ahora que se siente observado, levanta la ceja izquierda con una ligera mueca de galán en decadencia. Tiene esa penosa actitud con la que un pobre disimula sus carencias. A la mitad del trayecto, por lo pulido del piso y lo gastadas que están las suelas de sus zapatos, resbala un poco. Nadie lo nota y se incorpora al instante; pero ese pequeño traspiés es suficiente para que el palito de queso ruede por el borde de la bandeja y caiga al piso dejando una dramática estela de harina de trigo.

Su primer impulso fue el de agacharse a recogerlo; pero, advertido en su dignidad por la cantidad de ojos sobre él, logró reprimirlo a tiempo. Ahora, en lugar de eso, con esa misma expresión que se reparte entre la angustia y la resignación, con el pie derecho va pateando con suavidad el palito de queso hasta dejarlo al lado de la basura. Suena el llamado para volver a los asientos y lo pierdo de vista entre la gente.Cuando yo creía que el musical Avenida Q no podía ir peor, en el intermedio, por suerte, pude encontrar un drama que me salvó la noche.

Un cobarde obligado a decidirse

Jean Carlos era un mantoncito de barrio. O al menos eso pretendía. Era un muchachito muy alto para su edad con la convicción de que aquello le daba licencia para abusar e intimidar. Por lo general este tipo de personajes andan acompañados de un par de calanchines pusilánimes que tienen como función principal alimentarles el ego. Jean vivía a varias cuadras de la nuestra, pero todos sabíamos de él; nadie lo había confirmado, pero, según los rumores, cargaba una afilada navaja retráctil con empuñadura de carey; se decía incluso que la había usado para defenderse de un par de ataques. En síntesis, Jean Carlos era a nosotros como el Indio Joe a Tom Sawyer.

Nosotros, en cambio, éramos un poco más de media docena de niños todos iguales: ingenuos, básicos, pobres y felices. Vivíamos en la calle 49 del barrio Las Palmeras; una calle ancha ─asfaltada en aquel entonces─ por la que nunca pasaban carros. Era una urbanización reciente cuyos primeros propietarios eran nuestros padres, que también eran todos iguales: recios y modestos trabajadores jóvenes que veían en estas casas de dos pisos y una palmera en el frente la realización de su segundo sueño, un techo para sus hijos.

Todo era reciente en nuestras vidas. En mi caso, por ejemplo, no recuerdo que antes de nuestra casa yo haya subido alguna vez a un segundo piso. Entre los patios no había paredes y por eso la parte de atrás de las casas era en realidad un largo corredor colectivo de juegos infantiles y tareas domésticas que iban desde sazonar la carne o espulgar el arroz, hasta lavar la ropa a fuerza de manduco ─que en el caribe es un garrote multipropósito que, para el caso, se utiliza para despercudir las prendas más pesadas─.

Tal vez por eso y por el origen rural de la mayoría, el ambiente era de total confianza; de candidez, si se quiere. Las casas no tenían rejas en las terrazas ni había salvaguardas en las puertas. La gente caminaba tranquila por el medio de la calle con la certeza de que no serían arrollados. Los niños podían permanecer por horas jugando afuera sin que nadie se alarmara. Los jardines crudos del frente de las casas se extendían hasta el borde de la acera, y allí nos sentábamos a pintar la cuadrícula del juego del fusilado sin que nadie interrumpiera.

El fusilado es un juego infantil que consta de un balón, una cuadrícula pintada en el piso con piedra o con tiza y unas reglas de eliminación tales que, al final de una larga serie de idas y vueltas desde un punto de referencia llamado base, el perdedor es castigado con azotes del balón frente a una pared. Y así estábamos aquel día en que llegó Jean Carlos con sus dos vasallos a gritar sus bravuconadas y a amenazar con golpearnos. En mi ingenuidad solo pensé en resguardar el balón para que Jean no lo dañara de una cuchillada. No se me pasó por la cabeza la posibilidad de salir malogrado. Mi única preocupación era asegurar que, después del acoso, pudiéramos continuar con el juego.

Desprevenido fui por el balón. Al verme, Jean Carlos dirigió toda su ira contra mí. Yo trataba de explicarle ─sin éxito─ que no estaba allí para desafiarlo; pero era inútil. A pesar de que él estaba en la calle y yo montado sobre el andén, me llevaba al menos una cabeza de ventaja. Era intimidante y me vociferaba en las narices. Entonces, en una desafortunada combinación de torpeza y nervios, resbalé del borde de la acera y me precipité sobre Jean empujándolo por accidente.

Jean Carlos ─que veía hasta en un mal pestañeo una afrenta─ entendió aquello como una gravísima provocación y sin pensarlo dos veces lanzó, zurdo como era, un zarpazo violento que medio pude esquivar pero que alcanzó a rozarme el pelo. Furioso por no haber podido conectar el golpe que quería, se quitó la camisa con gesto teatral, como de película de artes marciales. Allí pude ver que era tan flaco como cualquiera de nosotros. Dio la espalda, tomó aire, movió el cuello de un lado al otro al estilo de Bruce Lee y, cuando creí que todo se había calmado, se lanzó de nuevo al ataque con otro zarpazo de zurda. Por reflejo logré agacharme y el golpe pasó zumbando por encima de mi cabeza; pero al instante, como una revelación del instinto, vi que en ese lance Jean había dejado expuesto su costillar de perro de playa y, en menos de un parpadeo y sin pensar en las consecuencias, le metí un gancho de derecha en el costado tal como se lo había visto a Pambelé en las revistas Ring de mi padre.

Todo fue confuso. Lo único que recuerdo es una esponjosa sensación en los nudillos; como cuando se muerde un chicle nuevo. Después vi a Jean de rodillas resoplando de rabia y con los ojos inyectados en sangre; quiso levantarse, pero no tenía aire; yo quedé atónito y sin saber qué hacer. Cuando intentó levantarse por segunda vez, fue que recordé el asunto de la navaja y de inmediato sentí el miedo a la altura de los riñones; quise correr a mi casa pero los calanchines me cerraron el paso. Cobarde como era ─como soy─ me sentí perdido y a punto de llorar; pero justo allí se desató un barullo detrás de mí: todos mis pequeños compañeros se habían envalentonado y estaban dispuestos a molerse a golpes con quien fuera; incluso, uno de ellos agitaba un manduco en sus manos ─que, para el caso, se utiliza como arma contundente─. Con el alboroto la calle se llenó de curiosos y al final los bravucones tuvieron que huir corriendo.

Varios años después, cuando Las Palmeras empezaban a ser el caos de motos apuradas y de busetas escandalosas que es hoy, me topé con Jean Carlos por medio de un amigo en común. Yo tenía diecisiete años y aunque la diferencia de estatura aún era la misma, ahora Jean era un tipo amable y de buenas maneras que con veinte años cursaba el quinto semestre de economía. Con varios giros que en ocasiones no fueron los más sutiles fui llevando la conversación hasta situarla en aquel punto de la niñez. Lo primero que me dijo es que no relacionaba mi actual cara redonda con la afilada del muchachito escuálido que fui en aquel tiempo. Lo segundo que dijo es que nunca en su vida había cargado con una navaja; que eso eran cuentos que él mismo inventaba. Pero lo que más me estremeció fue su confesión final: «¡qué va! si yo soy más cobarde que tú; por eso salimos corriendo. Lo que sucede es que en esa época tenía que hacerme el bravo frente a mis amigos para que me respetaran». Allí caí en la cuenta de que Jean, aunque con otros motivos, no fue más que otro cobarde obligado a decidirse.

La triste historia de Lucila L'Hoeste

Abandonamos aquel bar irlandés porque la atención era pésima. Sucede que en algunos sitios de cierto prestigio ─prestigio adquirido más por esnobismo que por la calidad del servicio─ los meseros son una especie de pequeños dictadores uniformados que cada tanto tienen la bondad de atender los pedidos de la clientela. Hay quienes piensan que ese es el precio por estar a la moda; pero para cuatro caribes recios estas cuestiones son tan intrascendentes como la mala cara de la chica cuando escuchó que no queríamos incluir la propina en la cuenta. Propina a la que, con total descaro, llaman servicio.

A los pocos pasos encontramos otro bar con una mejor atención; y, aunque lo que ganamos en este aspecto lo perdimos en la calidad de la cerveza, en ese ámbito siempre es preferible la nobleza del caballo cansino al brío prepotente del purasangre. Así, sentados los cuatro, la reunión era una larga sucesión de anécdotas sin orden ni lineamientos hasta que llegó a la mesa el relato que hoy me lleva a escribir este texto.

Mientras Marcos pasaba, sin transición, del esbozo de la historia directo al final, yo trataba de hacerlo volver atrás para conocer los detalles. Pero no fue fácil porque, aunque cercana a él, es una historia que escuchó de varias voces a lo largo de los años. Entonces cuando Marcos revelaba dos puntos sueltos, yo trazaba en mi mente la línea que los unía; cuando quedaban vacíos en la historia, yo los llenaba en mi cabeza con las conjeturas más probables; y con todo aquello que no quedaba claro, me hice el compromiso de averiguarlo o imaginarlo después.

Lo que Marcos contó fue que en la tarde del 8 de diciembre de 1978 la señora Lucila L’Hoeste no fue a la misa en el barrio Manga, como hacía a diario, sino que aquella vez prefirió ir a la iglesia de San Pedro Claver en el centro amurallado. Ignoro las razones que tuvo, pero puedo suponer por el cambio en su rutina que no se trataba de una misa cualquiera. Era el día de la Inmaculada Concepción. Por ser un viernes festivo y la víspera la noche de las velitas, imagino que aquella tarde las calles de Cartagena eran una colección multicolor de parafina derretida en los andenes y de botellas de ron en los rincones; y es muy probable que por esos remanentes etílicos se haya precipitado el final de esa triste historia.

El ingeniero que semanas atrás había emitido el dictamen tal vez se levantó ese día con la modorra y la aplicada lentitud que el exceso de whisky produce en los músculos. No lo puedo confirmar, pero es casi seguro que se despertó sin conocer a Lucila L’Hoeste ni sus rutinas religiosas; y es casi seguro también que después de ese día no haya pasado una sola noche sin que la recordara.

Imagino que el cura que ofició la misa seleccionó su mejor túnica, pulió los elementos del servicio y preparó un sermón estelar sin tener idea de la contrariedad que le esperaba: tener que suspender la liturgia a la mitad por el arrebato de un loco. Por lo que cuenta Marcos, la señora Lucila también seleccionó sus mejores ropas y joyas sin saber de su destino aciago.

El loco, por su parte, solo contaba con los mismos harapos de siempre, con un hambre de varios días, una rabia de varios años, un hedor eterno y una presunta embriaguez reciente producto de exprimir las botellas de ron abandonadas. Esta cruel combinación, aunada tal vez a una sugestión religiosa, desató en él una histeria monumental e incontrolable en medio de la catedral obligando al cura a terminar la misa de forma abrupta y ordenar a los feligreses que salieran de inmediato..

A la salida de la iglesia fue que todo se juntó: cuando la señora Lucila L’Hoeste empezaba a levantar el pie para dar el paso con que atravesaría el umbral de las puertas enormes, una grieta tímida floreció en los muros del campanario. En la transición reposada de su pie por el compás de su cadera, se escapó de la torre un crujido de desgracia. Justo cuando puso el pie en el piso completando así su salida, un cataclismo de ladrillos y bronce se precipitó desde lo alto. La campana de la iglesia de San Pedro Claver cayó sobre su cabeza sellando la fatalidad.

La falla estructural del campanario descubierta semanas antes, la decisión de no ir a la iglesia de siempre, el arrebato del loco, la decisión del cura, la milimétrica precisión para interceptar a la muerte en su paso y el lema de «hagamos el milagro» de la primera teletón en Chile, darían los elementos perfectos para armar una historia de ficción. Sin embargo esto que Marcos Ortiz L’Hoeste nos contó de su fallecida tía cualquiera lo puede comprobar revisando las hemerotecas de Cartagena de Indias y descubrir, de paso, que la realidad en el caribe no es como la cuentan; sino que es mucho más asombrosa.

La soledad de Concha Buika

Desde este rincón oscuro veo a la negra espléndida que brilla descalza bajo los reflectores. Entró por el costado izquierdo; el mismo por el que saldrá, dentro de dos horas, cuando termine su presentación. En escena la acompañan tres músicos, pero ella es la única que permanece de pie. Antes de acercarse al micrófono bebe un trago pausado y luego deja el vaso desechable en una mesita al fondo del escenario. Cuando empieza la música el aplauso del público le despierta una sonrisa de niña pícara. Todos aclaman a Concha Buika, la cantante de voz desgarradora, pero nadie ve a María Concepción, la que en dos horas bajará del escenario y llegará al hotel sin que haya nadie que la espere.
Es tan potente el canto que desde aquí puedo escuchar su voz de dos maneras distintas y simultáneas: una, la que brota amplificada de los altavoces del teatro y, la otra, la que le nace del diafragma y llega nítida hasta mi butaca sin intermediarios electrónicos. Esta dualidad acústica permite ver el detalle de su mecánica involuntaria: al final de cada fraseo, que prolonga con una delicada sucesión de melismas flamencos, tiene que halar con fuerza el aire para llenar de nuevo sus pulmones. En ese breve instante casi imperceptible, el de su respiración, es que se hace vulnerable; pues, parece que mientras permanezca cantando nada malo puede ocurrirle a Concha Buika; pero cuando el aire se hace escaso en su sistema, revelando así su pequeña humanidad corruptible, es María Concepción la que sale por él.
Concha Buika es monumental; María Concepción, menuda. Cuesta creer que se ajusten al mismo vestido; que habiten la misma piel. La primera es vivaz y dueña de su público; la otra, tímida y melancólica. Y ha dicho durante toda la presentación, de forma velada, después de cada canción, con cada trago, que se siente sola; pero el auditorio, embriagado por sus canciones y su timbre, quizá sin entender, le celebra con júbilo estas sutiles pero crudas revelaciones como otro componente de su genio artístico. Y ella ─no sé cuál de las dos─ por toda respuesta les da otra sonrisa que, pienso yo, es más de resignación que de gratitud.
Su canto es una cinta de seda trenzada con hilo de cobre; su interpretación es fuerza demoledora en el escenario; pero, si cabe el oxímoron, tanto brillo la opaca. La entristece. La reduce a una máquina de despertar emociones ajenas. Porque piensa que no existe una persona que sea capaz de aguantar sus ausencias, esperándola todo el tiempo en casa, mientras ella reparte alegría por el mundo. Pero es lo que ha escogido, dice, y por eso vale la pena y se siente regocijada mientras tenga un público al frente.
Es natural entonces que luego de cantar por dos horas aún no quiera irse. El auditorio tampoco quiere que se vaya. Es el perfecto complemento que le da forma y razón a su vida. Ha dicho, en una frase bellísima, que «si fuimos nosotros quienes inventamos el tiempo, qué sentido tiene preocuparse ahora por lo que pase con los relojes». Entonces canta dos canciones más. Al terminar hace una venia, acepta los elogios, agita las dos manos para decir adiós, suelta la última sonrisa y, mientras se van apagando las luces, sale por el costado izquierdo. Cuando todos aclamaban a Concha Buika, la cantante de voz desgarradora, desde este rincón oscuro yo estuve observando el perfil que escribiré más tarde de María Concepción, la negra monumental y menuda que, tal vez, a la medianoche, estará a punto de meterse entre las sábanas frías de una cama solitaria.

Nostalgias de un cuarto piso

Tengo la buena suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar lo bastante alto como para tener una bonita vista, para tener a los insectos fuera de alcance y para que llegue diluido el ruido de carros apurados y niños corriendo; y a la vez no es tan alto como para fatigarme subiendo las escaleras cuando el ascensor no funcione.Tengo además la buena suerte de tener un balcón al que salgo los sábados y por el que me asomo por encima de los techos para ver el tren de la sabana y los cerros bogotanos.

Pero tengo también la mala suerte de vivir en un cuarto piso. Un lugar ubicado justo debajo de un apartamento en donde vive un matrimonio que parece feliz. Yo nunca los he visto, aclaro, pues sucede que en esta ciudad de ocho millones de habitantes la gente no se mira entre sí; pero deduzco que son felices por el ajetreo que se siente en algunas noches y porque de unas madrugadas para acá se oye el llanto de un infante que supongo fue producto de ese ajetreo. Esto trae consigo trasnochadas canciones de cuna que se cuelan hasta mi cama y que tienen el mismo poder conmovedor de un metrónomo y el mismo efecto arrullador de un grillo de solitaria cuerda metálica. Claro, sé por experiencia que los hijos llenan a los padres de una alegría enorme; pero esa alegría ajena es la tortura que hoy me toca. No me quiero imaginar cuando esa alegría empiece a gatear y a estrellar los juguetes contra el piso.

De la misma forma tengo la mala suerte de tener un balcón al que salgo los sábados. Pues, al ver el tren y los cerros y a esos niños pateando un balón vestidos de jean y pesados abrigos, la nostalgia se me hace ojos bajo las gafas. Nadie lo nota pero el alma me da un salto a la memoria: un salto de 2600 metros hacia abajo y 25 años hacia atrás y aterriza girando como flor de roble en un caribe ardiente cubierto de un polvillo rojo por donde caminé descalzo y descamisado, escuálido entre bermudas de palmeras brillantes, con la camiseta en una mano, las chancletas de tres puntas en la otra y en la boca la felicidad agarrada de la comisura de mis labios.

Desde ese mismo balcón veo a mi hija vestida de jean y pesado abrigo y va sonriendo y saludándome con la mano mientras pedalea los últimos momentos de su niñez equilibrando en esa bicicleta este destino andino que le tocó y las nostalgias de un mar que aún le adeudo.

El punto cubano

Una mañana me levanté tarareando Días y Flores, la canción de Silvio Rodríguez. Busqué en internet y abrí el primer video que apareció. La versión que yo recordaba era una melancólica melodía de guitarra solitaria; la que apareció en la pantalla, en cambio, era otra diferente enriquecida por los mismos instrumentos con que se toca un son cubano.

Pensé que me había equivocado; pero, antes de empezar a cantar, Silvio explica que él proviene de un pequeño pueblo al sur de La Habana donde sus pobladores, la mayoría campesinos, suelen acompañar sus festejos al ritmo del punto cubano o punto guajiro y, agrega, que la canción que va a interpretar, Días y Flores, está inspirada en aquella tonada.

Empezó un repique de laúd con cierto dejo español acompañado de un raro compás en la clave: un ritmo que no había escuchado jamás. Yo, que me creía un mediano conocedor de los ritmos cubanos, quedé maravillado por lo simple y bello de aquella música. Esto hizo que reorientara de inmediato mi búsqueda hacia el nuevo tema: el punto cubano.

Los libros, algunos de gran utilidad, se quedan cortos en ciertos asuntos. Pueden mostrarnos en detalle los horrores de la guerra, pueden reseñar cada una de las obras de Beethoven, pueden enseñarnos la clasificación taxonómica de los insectos. Pueden enseñarnos muchas cosas, digo, pero nunca nos servirán para saber cómo suena de verdad un estruendo de cañones, hasta qué punto llega a ser fastidioso el canto de un grillo, o con cuánta fe se susurran las oraciones en una trinchera. Para ello se hace preciso cerrar los libros y entregarse a la experiencia audiovisual y, en este aspecto, salvo la realidad cara a cara, pocas cosas superan a internet.

Lo que encontré al buscar por punto cubano, en un principio era lo que de algún modo esperaba: decenas de referencias a Celina y Reutilio, Albita Rodríguez y Celia Cruz. De no haber sido porque Silvio aclara que también se le conoce como punto guajiro quizá habría abandonado la búsqueda y me habría conformado con la idea de que aquello era un raro intento de Silvio de interpretar las raíces de la música cubana.

Cuando busqué por punto guajiro, las cosas cambiaron. Tenía el mismo raro compás y la misma belleza musical del laúd y la guitarra de aquella versión de Días y Flores, y así estuve embelesado por unos quince minutos; pero cuando entendí mejor la dinámica, lo que descubrí me dejó estupefacto, pues noté que la letra, invariablemente, era improvisada. Improvisaciones cantadas en estrofas de diez versos, en el estilo de Vicente Espinel, alternadas entre dos verseadores. Todas eran rimas consonantes y octosilábicas: rimas perfectas. Este es el mismo canon poético de las décimas que se cantan en nuestra costa caribe colombiana, que también son improvisadas, aunque sin acompañamiento musical. Alberto Salcedo Ramos ha dicho que en el caribe lo que nos une es la manteca; sin embargo, viendo este paralelo poético, pienso que lo que nos une es la esclavitud, que de un tajo nos trajo las cuerdas españolas y la clave y el tambor africano; y nos trajo también la espinela junto con la tozuda costumbre negra de exorcizar el dolor por medio del canto.

En el caso del punto cubano es marcada la diferencia con otras formas de improvisación por su elevada factura poética. Resulta impresionante la calidad de las imágenes que los verseadores logran a pesar de las limitaciones que les impone el metro estricto de ocho sílabas fonéticas y el margen estrecho de diez versos para completar la idea. Y lo es más si se tiene en cuenta que los repentistas las van construyendo, sobre la marcha, según el tema que vaya surgiendo con los ires y venires de la palabra cantada. Y toda esta magia ocurre en celebraciones cotidianas y ambientes festivos, muy alejados de los suntuosos claustros académicos.

Para ilustrar lo que vengo diciendo quiero dejar cinco de las décimas que he escuchado, aún cuando sé que al sacarlas de su contexto musical, temporal y temático, pierde mucho de su fuerza interpretativa y poética.

Luisito Quintana (así cantaba a una señora rubia de ojos azules)

Azules de tanto mar
mojan dos lagos tu cara
para que Dios se sentara
en ti la vida a mirar.
Mestizaje de palmar
en la fiebre de tu pelo
y en tu risa un arroyuelo
de conchas y caracoles
qué hambre de luna y de soles
teniendo tan cerca al cielo.

Alexis Díaz Pimienta (cantando a una niña en su compleaños. Yosvani es el padre de la niña)

Tiene un lunar en el pie
que es oscuro y con relieve
como en un vaso de nieve
lloviznazos de café.
Otro a la altura se ve
de su cintura sombría
Yosvani yo te diría
algo de lo que me alegro
son huellas de un tío negro
que tiene y no conocía

Tomasita Quiala (ante el pie forzado “Para ti mi ángel de paso”)

Ángel que llega y se va
sin anunciar despedida
se va y se lleva mi vida
ya me la devolverá.
Ángel que no exhibirá
mi amor jamás de su brazo
cuando quieras un regazo
donde recobrar la calma
abro el cielo de mi alma
para tí mi ángel de paso

Juanito Rodríguez (refiriéndose al calor)

Tú pasas como la brisa
lenta sobre la pradera
cuando una amarilla hoguera
de un fogón rubio se atiza.
Hay veces que la camisa
me abro y el tórax destapo
mas cuando el sol está guapo
como un toro embestidor
los trapiches del sudor
empiezan a echar guarapo.

El Indio Naborí (ante la insistencia de su contrincante para que cante más aprisa)

Me roba tiempo y espacio
para poner hojalata
donde yo iba a poner plata
oro, zafiro y topacio.
Demora más un palacio
que un bohío en construcción
y en pos de la perfección
mueble fino fabricar
no es lo mismo que cortar
leña para hacer carbón.