lunes, 22 de abril de 2013

Al Cuchilla



Desde la distancia vi a la multitud agitada y formada en círculo y lo primero que imaginé fue que había una pelea. Cuando estuve más cerca quedé confundido porque solo había un único peleador. Cuando presté mayor atención entendí que la gente lo rodeaba, como para que no se escapara, como para retenerlo un instante más, no a un púgil sino a un artista de la narración oral, a un mago de la palabra, del verbo simple, picante y certero: se trataba de Edelberto “El Cuchilla” Geles. Esa fue la primera vez que lo vi en el parque del Centenario en Cartagena de Indias.

Años después, cuando tuve la oportunidad de hablar serena y largamente con él, me explicó que su nombre de escena y que a la larga pasó a ser su nombre verdadero, “El Cuchilla”, nació de su paso fugaz por el boxeo y su facilidad para abrir, con la fuerza de sus golpes, profundas heridas en los párpados y pómulos rivales. “Cortaba como una Cuchilla”, me dijo enfático agitando la mano izquierda, “y así me quedé” remató complacido.

En la madrugada de un 6 de Diciembre llegó al apartamento en donde yo vivía, algo indispuesto por lo largo del viaje y más que eso por la larga ausencia de ron: 12 horas de abstinencia. El Cuchilla Había viajado de Cartagena a Bucaramanga porque era el invitado de honor a la fiesta anual del 7 de Diciembre que la colonia de la costa atlántica de la Universidad Industrial de Santander organizaba para aliviar un poco aquella nostalgia amarga de hallarse lejos, en una tierra amable pero que prende las velas, sin ron y sin música, a las 6 de la tarde y no a las 4 de la madrugada como se hace en el caribe.

Media botella de ron viejo de Caldas, fue lo que respondió cuando se le preguntó si quería desayunar. De cerca, El Cuchilla era un hombre de carnes magras y músculos estrechos, como de gallo fino; era de poco comer y de expresión comedida y seria. Allí noté que sus palabras de grueso calibre no eran parte de su léxico cotidiano sino que eran un mero elemento retórico y de apoyo dentro de su obra; a esa altura de su vida se había convertido en un hombre frágil por el abuso del goce, de una inteligencia clara y una memoria privilegiada: características que suelen encontrarse en los grandes narradores.

Él se denominaba a sí mismo como un cuentachistes; otros lo consideraban cuentero; yo pienso que encasillarlo en una categoría es desconocer la versatilidad que tenía; era un verdadero contador de historias que, dependiendo de sus propósitos, cambiaba la expresión, la cadencia, la gesticulación y hasta el tono de la voz; lo invariable, eso sí, era la chispa y lo picante de su narrativa.

Aquella noche del 7 de diciembre nos fuimos caminando juntos las 10 cuadras que nos separaban del lugar en donde haría su presentación; se le veía un tanto nervioso porque, según su propia explicación, en sus actuaciones del parque del centenario en Cartagena él era quién llegaba primero y luego su audiencia; pero en aquella noche Bumanguesa ya una amplia multitud lo esperaba en la intersección de la calle 10 con carrera 28; al llegar al sitio y justo antes de despedirse quiso que nos tomáramos una foto; luego se dejó arrastrar confundido por un rio de gente que lo llevó hasta al centro. Allí lo vi nuevamente en medio de la multitud formada en círculo, como la vez aquella; el tiempo le había dibujado una expresión de resignación en su rostro; antes de empezar la función, un animado miembro de la audiencia le llevó un trago de ron: “Es que hay gente sapa”, fue la respuesta de El Cuchilla al gesto aquel. Y desde ahí las carcajadas no cesaron hasta la madrugada.

Esa fue la última vez que lo vi; cerrando la historia con el mismo cerrojo, completando el ciclo, desde una tarde lejana y cotidiana en Cartagena a una madrugada nostálgica de diciembre. Poco después El Cuchilla murió por complicaciones de una cirrosis hepática, que es la enfermedad laboral de los poetas. Porque poeta no es solo el que con espumosos versos le canta a la luna y a la mar y la rosa gastadas; poeta es aquel que puede construir lo mágico y lo extraordinario con las mismas palabras que todos conocen y en los lugares que ven a diario. Esa es la habilidad de los magos de la palabra. Ese es el legado de Edelberto El Cuchilla Geles.

A veces, para cortar la historia en dos, basta con una cuchilla.